El normativo mundo de nosotrxs lxs no normativxs
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Ybelice Briceño Linares
Cuando volví a Barcelona me fascinó. Recordé por qué me encantaba cuando viví aquí, hace más de diez años. Me gustó, evidentemente, no por su oferta turística o sus tiendas de fachada multicultural. Sino por su movida alternativa, libertaria, feminista, queer. Quedé de nuevo, literalmente encandilada. Sobre todo porque venía de un país profundamente conservador y moralista.
Al principio tomaba fanzines y flyers en cada librería, cada centro social ocupado y cada espacio cultural al que asistía. Intentaba ir a todas las actividades, pero no lo conseguía, lo cual me generaba cierta angustia, cierta la sensación de “quedarme por fuera de la movida”. Luego comencé a seguir a lxs colectivxs por las redes sociales y a ubicarme un poco más. Alcanzaba a llegar a algunas concentraciones. Ir a toques, conferencias, charlas.
Durante los primeros meses intenté acercarme a lxs que vi naturalmente afines a mis intereses y trayectoria: feministas, lesbianas, colectivos de izquierda radical. Pero me costó un montón. Todxs se conocían, hablaban entre ellxs y a mí directamente me ignoraban. Imaginé que como era nueva en la ciudad era normal. Luego comenzamos a coincidir en espacios: encuentros, jornadas, manis. Incluso a compartir habitaciones colectivas en hostales en algún que otro encuentro fuera de la ciudad. Y aun así nada. A algunas de las chicas con las que compartí habitación en jornadas y seminarios me las tropezaba luego por la calle y ni me miraban. Qué extraña me parecía esta situación. Fui agudizando la mirada y el oído hasta que comencé a entender algunas cosas. Yo no era suficientemente queer. Me pintaba los labios. Usaba pendientes de colores, no llevaba piercing. No era suficientemente feminista, usaba minifaldas en verano y me depilaba las axilas. No era vegana. Tampoco compraba en tiendas orgánicas ni era miembro de cooperativas alimentarias. Incluso, de vez en cuando, me comía un frankfurt o me tomaba una coca-cola (pecado mortal). Tampoco era estrictamente una lesbiana porque me gustaban las bio-mujeres y también los bio-hombres. En fin, era aparentemente una compañera con ideas y principios poco claros.
Cuando me di cuenta de eso recordé que ya me había pasado la primera vez que estuve aquí, solo que entonces era muy joven y susceptible a la presión grupal. Supe que tenía que tomar una decisión. O me transformaba, me rapaba el pelo de un costado, me pintaba un mechón verde, me comparaba ropa negra y ancha y tiraba mis vestidos, como hice en aquella ocasión, o enviaba a todos esos mandatos a la mierda: desde el imperativo del pelo rapado y el lesbianismo de pedigrí, hasta el tofu y la pureza estomacal.
Afortunadamente opté por lo segundo. Así que ahora tengo unxs pocxs amigxs con lxs que milito y converso mientras tomamos cerveza o coca-cola. Follo más o menos con quien me da la gana. Y ya no siento la presión de tener ser vista en todas las manifestaciones, todas asambleas y todas fiestas queer a las que se supone que debería ir para ser una buena militante del mundo no normativo barcelonés.
No es que crea que mi deseo o mi cuerpo son libres. O que cuando escojo entre una hamburquesa o un plato de verduras estoy tomando una decisión autónoma y libre de sujeciones. No soy tan ingenua. Sé que nuestros cuerpos, nuestras prácticas y nuestro deseo están absolutamente atravesados y condicionados por regímenes de poder, por sistemas normativos, imbricados y rígidos. Y emprendo cada día, en mi vida cotidiana, todas las batallas que puedo contra ello: en mis relaciones afectivas, en mi trabajo, en el ejercicio de mi rol como mamá, en mi vida más pública. Lo que he decidido es no ceder a la presión de la moda políticamente correcta. Intento impedir que me coopten nuevos regímenes normativos. No quiero quitarme una camisa de fuerza para ponerme otra, aunque esta otra sea lila, más flexible y más holgada.
También intento poner límites a la avalancha de exigencias y auto-exigencias que caen sobre mi espalda. Darle cierto lugar a la indulgencia. Permitir algunas licencias que me hagan llevar una “vida más vivible”. Ya suficientemente difícil es lidiar con los mandatos que nos vienen del lado del poder (ser guapa, delgada, solvente, heterosexual, profesional, consumidora) como para “machacarme” a mí misma imponiéndome nuevas autoevaluaciones. Ya es suficiente sobrevivir en la precariedad en la que estoy como para no poder permitirme siquiera ciertos mínimos placeres porque resulten inconvenientes y disonantes para algunxs.
Por último, tampoco me interesa ser del grupo de las elegidas, de la élite feminista-queer-ocupa-militante-vegana barcelonesa. Siempre me han generado rechazo los grupos selectos. Tampoco me gusta nada la pureza. Me asumo impura, contaminada, contradictoria. Y es desde esas contradicciones que he decidido emprender mis batallas. Las batallas que le dan sentido a mi vida. Batallas que son libradas en pequeños espacios, sin fanfarrias. Desde la cotidianidad del pasillo de la oficina o en la conversación con la vecina. Batallas que emprendo a veces coca-cola en mano, pero no por ello con menos pasión o convicción que los manifiestos públicos o las protestas de calle a las que asisto. Batallas llenas de contradicciones. Batallas creo que más humanas, o en todo caso más honestas conmigo misma.