Amor y género
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Inma Miralles
Tal vez esto os suene a locura, pero por muchos siglos de historia que nos amparen, por mucha ciencia y literatura incidiendo siempre sobre lo mismo, en mi fuero interno el amor heterosexual nunca dejó de resonar como algo impostado. Y os preguntaréis: ¿cómo es posible que en lo más profundo de un organismo particular (es decir, yo) pueda darse esta disonancia cataclísmica respecto de algo que siempre ha constituido casi un principio universal? Yo no tengo la culpa de que las mujeres seamos tan complejas, ni de que no nos baste con habitar un mismo contexto durante miles de años para arraigarnos a la superficie y desarraigarnos de nuestras vísceras. Está claro que hay quien lo consigue sin empeño, con más o menos naturalidad. También está claro que hay quien no lo consigue, ni aún empeñando su naturalidad. Pero, ¿qué culpa tenemos nosotras, las parias inadaptadas, el colmo de la especie darwiniana, de no querer renunciar al amor verdadero? “¡Quien no lo entienda que le pida explicaciones a Walt Disney!” gritaríamos, quedándonos tan anchas.
Lesbianas, eso es lo que somos. Somos mujeres que amamos a otras mujeres. Constituimos un mosaico tan nutrido y variado que pronto superaremos en número a los mutantes. ¿Que qué motivos tenemos para cometer la audacia (terrible, por otra parte, muy impopular) de amar a otras mujeres? Yo diría que motivos del tipo ineluctable. Ineluctable (véase RAE): dicho de una cosa contra la cual no puede lucharse. Pueden ser motivos ineluctables de tipo sentimental, motivos ineluctables de tipo sexual, motivos ineluctables de tipo ocasional, y así sucesivamente hasta llegar a los míos. Sí, sí, los míos: porque yo soy una lesbiana muy trascendental y poseo mis propios motivos ineluctables.
Desde que estaba en el parvulario ya tenía muy claro que el amor era un fenómeno maravilloso, y que para tener sentido debía darse entre iguales. Vale, mentalmente no lo formulaba de esta manera (no era una insufrible niña repipi) y, sin embargo, sí que era esencial lo de “entre iguales”, aunque aún no lo asumiera literalmente y me ligara a mi compañera de pupitre. Pero en el albor de la adolescencia me volví un poquito más radical: aspiraba a un amor destilado, sin condicionantes de ningún tipo que, en vez de unir, distanciara a las partes. Como comprenderéis, a efectos prácticos esta premisa era algo así como utópica habitando un mundo heterosexual.
Si optaba por amoldarme (venga, vamos a hacer un esfuerzo, a ver si funciona) y emparejarme con un hombre, todo a mi alrededor estaría a rebosar de significados prescritos por conciencias muy anteriores a la mía (por descontado, masculinas), tratando de definirme pese a no tener nada que ver conmigo. Cosas tan simples, tan inofensivas como proponerle yo una primera cita, invitarle yo a cenar o a una copa, besarle yo la primera vez, todo esto dejaría de ser tan simple como inofensivo para cobrar peso y determinar el tipo de mujer que era. ¿Era una buscona, estaba desesperada por atraparle, quería minusvalorarle, menoscabar su masculinidad?
Vamos a suponer por un momento que, como era adolescente, estaba exagerando, que estaba siendo demasiado susceptible: venga tía, que tampoco vives en los tiempos de maricastaña (voz en off). Pero, ¿qué hay de aquella vez en la discoteca, cuando le comentaste a tu mejor amiga la idea de tirarle los trastos a un tío (por no tirárselos a ella) y te dijo: “¿Vas a entrarle tú? Uf, pues va a pensar que eres una desesperada o una zorra. Mejor espera a que te entre él”? Cara de estupefacción absoluta. ¡Y yo pensando que el enemigo estaba fuera y resulta que también está en casa!
No, aquello era un problema de dimensiones ineluctables. Apelaba a un imaginario conjunto y prehistórico, tan arraigado que habría que hacer millones de lobotomías para derrotarlo. Gracias a Dios, yo ya sabía que era lesbiana, pero es que serlo se volvió más imperioso, más consciente, casi una decisión adulta que desterrara el patético escarceo heterosexual: advertí que para poder aspirar a un amor de esa categoría, absolutamente destilado, limpio de todo prejuicio, donde dos esencias se enfrentaran en una plataforma de igualdad sistémica, sería necesario algo más que el esfuerzo de una adolescente por integrar un mundo ya predeterminado, contaminado por siglos de historia sexista, en sus convicciones más profundas.
A la hora de admitir el amor por una mujer no estaba solo admitiendo las razones ineluctables de tipo sentimental y sexual. Estaba admitiendo una necesidad tan profunda como urgente de compartir una intrahistoria (en este caso femenina), un poso de semejanzas desde el que construir una relación sin trabas ni aditivos: donde todo lo que obtuviéramos, tanto lo bueno como lo malo, fuera obra nuestra y de nadie más. Porque incluso a día de hoy, si analizara cualquiera de las situaciones cotidianas que salpican mi existencia cambiando el género de mi pareja, todo cobraría un significado distinto. Otro ejemplo muy simple: desde que nos fuimos a vivir juntas mi novia me mantiene económicamente. Sí, ella tiene un buen trabajo y yo puedo dedicarme a lo que me gusta, que es escribir. Esto implica situaciones coyunturales sin ninguna importancia, que podrían empezar a tenerlas si ella en vez de una mujer fuera un hombre:
-Hola cariño, ¿qué tal te ha ido la mañana?
-Uf, hoy ha sido agotador. Siento no haber llegado antes.
-No te preocupes. Túmbate un rato en el sofá que en seguida te sirvo la comida.
Si los protagonistas de esta conversación son una mujer y un hombre, el contexto adquiere automáticamente un significado distinto que si la protagonizan dos mujeres. Ahí está el histórico de mujeres mantenidas económicamente por hombres (obligadas a admitir el ámbito doméstico como único espacio social, impuesto y delimitado) repiqueteando detrás de nuestras cabezas. Y no falta quien me dice: “¿Puedes admitir que una mujer te mantenga económicamente y no podrías admitir que lo hiciera un hombre? Entonces estás llena de prejuicios“. Pues claro que estoy llena de prejuicios. Y quien me lo dice también lo está. Y tú. Y todo el mundo. Al fin y al cabo todos somos víctimas de la misma historia sexista y yo, como mujer que procura ser consciente de su propia intrahistoria con coherencia, no toleraría vivir con un hombre en estas circunstancias porque estas circunstancias estarían rellenas de historia sexista, y no vacías, a la espera de que yo las llenase. No en vano la historia de las lesbianas la llevamos edificando solo de un tiempo a esta parte, así que les tocará a las generaciones venideras asumir el poso de lo que construyamos ahora.
Pero todavía hay algún tocaovarios haciendo su trabajo y recordándome la existencia de los roles de género. “No, no”, me dice, “es que aunque seáis dos mujeres ella te mantiene, así que tiene el rol masculino y tú el femenino. ¿Y en la cama? ¿Quién es el hombre en la cama?” Y yo le digo: tururú. How patetic. Los roles de género son el último intento, el más desesperado intento del patriarcado por seguir conteniendo lo que se le escapa: trata de filtrar sus preceptos en forma de holograma, como una pátina invisible que descendiera sobre nosotras, expropiándonos de nuestra identidad libre y sustituyéndola por una que continúe siendo válida dentro del sistema. Así ,mi novia dejaría de ser una mujer libre que apoya económicamente a su pareja para ser una mujer interceptada a la que se le permite adoptar comportamientos masculinos. Y yo más de lo mismo. Y tú también. Y aquella de allí. ¡Hay que joderse! ¿Pues sabéis que? Que les den. Sí, sí, que les den. Porque no sé vosotras, pero yo no voy a permitir que nadie rellene mi vida de gilipolleces. Las gilipolleces necesarias que sean obra mía, que para eso soy una artista.