De la revolución francesa a la primavera árabe

De la revolución francesa a la primavera árabe

Jeanette Mauricio llama en este artículo a no repetir en el siglo XXI el error de excluir a las mujeres de los procesos revolucionarios

25/03/2012

Jeanette Mauricio*

Fotografía: Zvetan Lalov

Fotografía: Zvetan Lalov (Flickr)

La inmolación del joven Mohamed Bouazizi debido al abuso policial fue la chispa que originó la llamarada revolucionaria en Túnez, hace casi un año, y que luego prosiguió en varios países árabes. La rabia, la indignación, el hartazgo, el cansancio, el dolor de ver el incremento de las desigualdades, provocó que la gente de a pie sintiera como bofetadas cada vez que la gente con poder les pedía comprensión y grandes sacrificios sin que su opulenta vida se mermara en lo más mínimo, cada vez que no hacían nada ante casos de injusticia como el de Mohamed, a quien la policía le robó, chantajeó y hasta maltrató. Un día él no pudo soportarlo más y se inmoló a lo bonzo. El 4 de enero del 2011 fallecía en un hospital.

La muerte de Mohamed fue un duro pesar para la ciudadanía tunecina, fue la gota que derramó el vaso. No se podían permitir más bofetadas, más humillaciones. Hombres y mujeres salieron a las calles, llevando su dolor, su indignación  y sus ganas de cambio. Hombres y mujeres de todas las condiciones, con estudios universitarios o sin ellos, de clases pudientes o bajas, de zonas rurales y urbanas, del arte, de la economía, amantes de las redes sociales y del blog, etc. Todas las personas se olvidaron de las diferencias y se unieron ante la opresión.

La imagen de manifestaciones multitudinarias de gente cantando consignas, llevando carteles, se repitió en otros países, como en Egipto, Yemen, Libia o  Marruecos, donde las personas por fin dejaron atrás el miedo y salieron a  defender sus derechos. Querían una sociedad más justa, no solo porque su presente se los exigía sino porque su futuro se los demandaba.

Estos mismos sentimientos son los que invadieron las calles francesas en 1789 cuando la gente no podía seguir soportando tanta humillación, tanta injusticia, tanta hambre mientras la monarquía seguía disfrutando de lujos y privilegios. Hombres y mujeres salieron a las calles para pedir un cambio de régimen. No más privilegios para unos pocos, no más abusos para la mayoría, no más leyes que lo justifiquen. Todo el mundo sabe como terminó esa historia. La monarquía quedó obsoleta y la República llegó a Francia. Se escribió la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, donde tres máximas se hicieron presentes:  igualdad, fraternidad y libertad.

Lo que pocos saben es que la revolución francesa no fue un progreso para todas las personas. Con fraternidad se referían a hermanos; la igualdad solo era entre esos hermanos y la libertad exclusiva para el ciudadano. Todo en masculino. Si bien las mujeres estuvieron en la revolución, salieron a las calles y pelearon por ese cambio de régimen, cuando llegó el momento de crear la nueva sociedad las dejaron fuera. Olympe de Gauge, escritora, dramaturga y abolicionista de la esclavitud, escribió en 1871 la ‘Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana’, donde cambió la palabra hombre por mujer para dejar en evidencia que las mujeres también eran merecedoras de los mismos derechos. Esa acción le costó ser llevada a la guillotina.

Para J.J. Rousseau, el papel de la mujer en la nueva República era el ser la guardiana de la moral del nuevo ciudadano. Ellas eran relegadas al espacio privado mientras a los hombres se les confirmaba  como dueños del espacio público. Para Rousseau la mujer era la eterna menor de edad que necesitaba tutela de un hombre, ya sea del padre o esposo.  “Por ley natural, las mujeres, tanto por si como por sus hijos, están a merced de los hombres”, incluye en su libro V del Emilio.

La idea de que el varón es ciudadano y jefe de familia no solo se dio en la revolución francesa. Dentro de revoluciones anarquistas, comunistas y socialistas, hubo mujeres que exigieron que antes que derribar las desigualdades de clase había que derribar las desigualdades de género, donde los hombres gozaban de derechos y las mujeres eran discriminadas. De lo contrario, no sería una revolución ni una lucha real para la igualdad de todas las personas. ¿Cómo podríamos llamarlo un cambio cuando se mantiene la desigualdad por sexo, cuando se usa el discurso de la complementariedad o de la debilidad del segundo sexo para someter a las mujeres?

Cuando vemos las revoluciones en los países árabes, vemos a mujeres que están luchando junto con sus pares para instaurar una democracia, reivindican las libertades políticas, sociales y demandas mejoras económicas y laborales. Hemos visto imágenes donde son pisoteadas, denigradas, humilladas y golpeadas como se pudo ver en las manifestaciones del 20 de diciembre en Egipto cuando unos militares no dudaron en dar patadas y desvestir a una joven mientras la arrastran por el suelo. Incluso, en este país sometieron a pruebas de virginidad a las manifestantes. Esto motivó a miles de mujeres a salir a las calles para pedir la prohibición de estas prácticas que solo buscaban la humillación y la intimidación de las mujeres.

El poeta y ensayista sirio Ali Ahmad Said Esber, más conocido como Adonis, dentro de sus diez tesis sobre las rebeliones árabes ya advierte en su sexta tesis que hay que acabar con las desigualdades existentes en la sociedad árabe a través de la liberación de la mujer. De lo contrario,  “¿Qué sentido o valor tiene el cambio en la sociedad si no va esencialmente unido a la liberación de la mujer de todas las cadenas que se le imponen? ¿Qué sentido tiene la propia sociedad si la mujer no es libre dentro de ella igual que el hombre, y en todos los campos y niveles?”, se pregunta en un artículo publicado por El País, donde también considera que las agrupaciones feministas deberían de estar presentes en el establecimiento de un estado civil.

La revolución francesa marcó un hito en la historia, aunque no podemos decir que fuera un hito para la igualdad. Fue un cambio de poderes entre hombres. Tal vez Rousseau pretendiera defender la causa de la humanidad pero su ideología patriarcal lo llevó a promover la desigualdad.  Para los revolucionarios franceses las mujeres debían de estar en casa. Todo indica que los revolucionarios árabes que han accedido al poder podrían tener la misma forma de pensar. En Túnez ha ganado la formación islamista Ennahda; en Marruecos, los islamistas del Partido Justicia y Desarrollo (PJD), en Egipto el partido de La Libertad y la Justicia (PLJ), brazo político de los Hermanos Musulmanes, que goza de la mayoría de escaños en el Parlamento y que podría ganar las elecciones presidenciales convocadas para junio.

Fotografía: Zvetan Lalov

Fotografía: Zvetan Lalov (Flickr)

En estos países habrá nuevas constituciones. Si las mujeres salieron a las calles para esas reformas ¿se contará con ellas para la redacción de dicha constitución? ¿Qué papel tendrán en esa nueva sociedad?  ¿Se garantizará una igualdad real y efectiva o se las mandará a casa como hizo Rousseau?

Esperemos que la historia no se repita y que lo que sucedió hace unos cuantos siglos en Occidente no se repita ahora en Oriente. Las revoluciones para que generen un verdadero cambio y traigan igualdad tienen que contar con la protección de derechos. Si los hombres tienen derecho a decidir sobre que ropa ponerse, que estudiar, que trabajo realizar, a que puesto acceder, cuando casarse, cuando ser padre, a qué hora llegan a casa, qué hobby practican, y a vivir de sus ingresos sin depender de nadie; las mujeres también tienen que tener esos mismos derechos; y no hay excusa biológica, política ni religiosa que sea válida para negársela.  Como decían las pancartas en Madrid cuando salieron las personas indignadas a protestar:  “la revolución será feminista o no será”. Porque no puede existir una primavera árabe sino hay una primavera para los derechos de las mujeres.

* Jeanete Mauricio es periodista, experta en género e integrante de la RIMPYC-Red Madrid

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