En los zapatos del asesino

En los zapatos del asesino

Los medios de comunicación a menudo construyen relatos comprensivos con los agresores, que aparecen caracterizados como buenos vecinos a los que de repente les ha entrado una ofuscación y han matado a su pareja

08/06/2011

Ilustración de Nerea ArmendárizIlustración de Nerea Armendáriz.

A principios de los años ochenta, los diarios españoles relataban cómo “los activistas” habían asesinado “con dos certeros disparos” a una persona, y remataban la crónica explicando que “en algunos círculos del pueblo” a la víctima se le tenía por chivata. Cuando una bomba mató a un obrero de la central nuclear de Lemoiz, unos días después El País recogió la reivindicación de Eta y sus detalladas explicaciones, y tituló así: “La muerte del trabajador se debió a motivos imprevisibles”.

Los agresores aparecen caracterizados en los medios como buenos vecinos a los que de repente les ha entrado una ofuscación y han matado a su pareja

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En estos años hemos aprendido que es inmoral escribir desde el punto de vista del asesino, desplegando sus razones y sus justificaciones, mientras con el pie empujamos un poco el cadáver para que quede tapadito debajo de la mesa y no incomode. Por eso, por ese aprendizaje, ahora a muchos nos repugna semejante prosa complaciente con el terrorismo.

Pero hay violencias con las que aún no hemos hecho ese recorrido. Existe un tipo de violencia bien concreta que en España mata a unas 60 o 70 personas todos los años, hiere a cientos y asfixia la vida de miles. Si esa violencia se cebara con otros grupos –no sé, imaginad a cinco o seis periodistas, políticos o futbolistas asesinados todos los meses, y docenas de ellos heridos y cientos de amenazados- se produciría una gran reacción social, una indignación.

Pero en el caso de la violencia contra las mujeres esa reacción apenas se produce. Todos los años mueren 60 o 70, sufren malos tratos unos cuantos miles, muchísimas otras padecen infiernos silenciosos o como mínimo controles y coacciones más sutiles. Es una violencia ejercida por hombres para dominar la vida de esas mujeres. Y los culpables gozan, todavía, de cierta tolerancia social. Mucha mayor tolerancia de la que nos gustaría reconocer.

Esta violencia se minimiza y los medios de comunicación a menudo construyen relatos comprensivos con los agresores, que aparecen caracterizados como buenos vecinos que saludan en el ascensor cuando sacan a pasear al perro, ¡era un chico normal!, incluso estudiantes modélicos y trabajadores honrados a los que de repente les ha entrado una ofuscación y han matado a su pareja. Un arrebato, un cortocircuito, una reacción aislada que queda dentro de los límites del cráneo del asesino. La disculpa del “crimen pasional”: es que cualquiera podría reaccionar así.

El arrebato le puede dar a cualquiera, decía precisamente un famoso articulista que dedicó una columna a comprender al asesino y a decirle “te has pasao, macho”, mientras le daba palmaditas en la espalda. Le puede pasar a cualquiera: la gran falacia. Yo no la acepto para mí: si una pareja me engaña, me jodo y punto. Tomo una decisión pero desde luego no reacciono con violencia. Sin embargo, el articulista describía al asesino como “un chico normal”, que había sufrido una gran decepción amorosa y por eso había matado a su pareja. El crimen es terrible, escribía el tipo, pero también es comprensible que el dolor del hombre le llevara a asesinar a la mujer. Es que ella le había puesto los cuernos y, oye, “hay muchas formas de violencia”.

“Hay muchas formas de violencia”. ¿No os suena de algo esta excusa?

El machismo: un paisaje

El machismo es un paisaje: un terreno amplio y común de desigualdades en el que arraiga la violencia, más sutil o más brutal, física o psicológica, en el que el hombre encuentra justificaciones, un cierto amparo o una indiferencia que le deja hacer

La justificación de la violencia machista es minoritaria. Sí, claro. Pero las cifras no son para tomarlas a broma: si una mujer decide abandonar a un hombre, al 6% de la población española le parece justificable una reacción violenta. El porcentaje parece pequeño, pero supone casi tres millones de personas.

De ahí salen los 400.000 casos anuales de violencia machista, que se traducen en unas 135.000 denuncias. Y en 70 asesinatos. Añado un dato interesante sobre las famosas denuncias falsas de malos tratos, inventadas por mujeres malévolas que quieren arruinar al hombre y quedarse con los críos, la casa y el coche: sólo el 0,018% de las denuncias por maltrato resultaron falsas, el porcentaje más bajo entre todos los delitos.

Todos estos datos los repasó Miguel Lorente, delegado del Gobierno para la violencia de género (vaya, no anduvieron muy finos con la preposición), en una charla que dio ayer en Bilbao.

Si bien la justificación resulta minoritaria, Lorente subrayó que la reacción social ante esta violencia es bajísima: sólo el 1,5% de la población la considera un asunto grave. La sociedad considera que no hay tanto machismo o que no es preocupante.

El problema consiste en identificar el machismo sólo con la violencia, con sus manifestaciones más brutales. Y como los 60 o 70 asesinatos, por muy trágicos que sean, no tienen mayor relevancia estadística, pues ahí se queda la cosa. Todos tranquis, que tampoco es para tanto. Cuatro bestias a los que se les va la olla.

Pero el machismo no son sólo los estallidos. El machismo es un paisaje: un terreno amplio y común de desigualdades, en el que el poder y la autoridad de los ámbitos públicos sigue en manos abrumadoramente mayoritarias de hombres, y en el que muchas relaciones de pareja están marcadas por el dominio habitual del hombre sobre la mujer; ese es el paisaje en el que arraiga la violencia, más sutil o más brutal, física o psicológica, en el que encuentra justificaciones, un cierto amparo o una indiferencia que le deja hacer. Ese es el terreno abonado del que brotan, de repente, los estallidos.

La indiferencia atañe especialmente a los hombres. De las personas que llaman al 016 y que no son la víctima, sino alguien de su entorno, en el 80% de los casos son mujeres

El machismo no es la violencia: es la desigualdad. Y la violencia es la manifestación extrema de esa desigualdad.

No es casual que las peores violencias se desaten cuando la mujer decide separarse del hombre; es decir, cuando ella reacciona contra la desigualdad y contra el control que ejerce él. El machista vive la pérdida de control sobre su mujer como una mengua de su hombría (que la mujer le abandone no le resulta triste sino humillante) y la manera última de reivindicar su hombría y su autoridad es la violencia.

Los encarcelados por homicidios machistas, explicó Lorente, no presentan alteraciones psicológicas. No son enfermos mentales. No se les ha ido la olla. El problema es que han construido un sistema de dominio y que en los casos extremos recurren a la violencia más brutal para mantenerlo: tienen pleno conocimiento de lo que hacen cuando atacan a la mujer, los testimonios de las víctimas están plagados de frases amenazantes del tipo “ya te dije lo que te iba a hacer, no lo ves”. La mayoría de los asesinos de mujeres se entrega después a la policía o llama a un familiar para contarle lo que acaba de hacer o intenta suicidarse. Aceptan las consecuencias, porque lo primordial para ellos es que han restablecido su posición dominante, y han llegado hasta el extremo para lograrlo.

Por eso es necesario entender que los asesinatos machistas no son simples arrebatos, sino que se alimentan de la desigualdad. El problema de fondo es este sistema social en el que todavía las mujeres tienen menos oportunidades y papeles más limitados y sumisos, en el que los hombres cumplen a menudo unos roles típicos que les dan ventaja pero que crean relaciones injustas (y que a menudo son un lastre y una fuente de frustraciones para los propios hombres), en el que muchas relaciones de pareja derivan en sentimientos de posesión y control…  No hay que perderlo de vista: son las reacciones contra esa desigualdad las que suelen desatar la violencia de los dominadores.

Y diría que el asunto de la indiferencia atañe especialmente a los hombres. Es significativo lo que ocurre con el 016, el teléfono confidencial para maltratadas: cuando la persona que llama para pedir ayuda no es la víctima, sino alguien de su entorno, en el 80% de los casos son amigas, madres, hijas, hermanas… Sólo una llamada de cada cinco la hacen hombres. O sea, que en general estamos a por uvas.

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