“No estás sola”: las supervivientes de violencia machista se organizan

“No estás sola”: las supervivientes de violencia machista se organizan

Varias redes de apoyo mutuo a lo largo del Estado español brindan acompañamiento a las mujeres en el largo proceso burocrático, judicial y psicosocial que sigue a la denuncia. Hablamos con integrantes de cuatro de ellas: la asturiana Muyeres en llucha, la malagueña ASUMUVIG, la zaragozana Mujeres que dejan huella y un grupo de apoyo de la comarca guipuzcoana del Alto Deba. 

25/11/2018

Ilustración: Emma Gascó

“Pero, ¿quiénes son todas estas, si esta no tiene amigas?”. “Pues te vas a joder porque a partir de ahora va a tener munches”, pensó para sus adentros Fabiola Quiroga cuando escuchó estas palabras al agresor de la mujer que acompañaba en los juzgados de Gijón. Esa es la reacción que las integrantes de Muyeres en Llucha escuchan a menudo por parte de los victimarios desde que hace cinco años este colectivo asturiano de feministas obreras, como se definen y sienten, se conformó para denunciar las violencias machistas. Y poco después, gracias a la propuesta de una de sus miembras, Pilar del Álamo, a “arropar, acompañar, envolver” a sus supervivientes, como explica Fabiola Quiroga, la veterana del grupo desde que del Álamo, su “amiguina del alma”, murió a principios de 2018.

“Lo primero que hace el maltratador es aislar a su víctima. De hecho, de las muchas mujeres que hemos acompañado en los juzgados en estos años, sólo una de ellas fue acompañada –por su hermana– a poner la denuncia. En la mayoría de las ocasiones sabemos de ellas porque alguien nos avisa de que va a haber un juicio y allá vamos. Es entonces cuando normalmente las conocemos. Le explicamos que no somos expertas, ni abogadas o psicólogas, pero que vivimos lo que ella está viviendo, que la comprendemos, y que nos va a tener ahí para lo que necesite. La rodeamos, abrazamos y evitamos con nuestros cuerpos que haya contacto visual con su maltratador porque aquí en Gijón tienen que esperar en el mismo pasillo que él, quien suele intentar intimidarlas visualmente o con amenazas e insultos. Cuando ven que no están solas se sorprenden y se achantan”.

Pese a que la Ley contra la Violencia de Género ha cumplido 14 años, que se han constituido juzgados específicos para esta problemática y que esta cuestión está presente en los medios de comunicación, hay un consenso entre las mujeres entrevistadas sobre lo poco que se ha avanzado en la protección y cuidado de las supervivientes en estos años. Tan poco como para que en la mayoría de los juzgados del Estado español tengan que compartir sala de espera con los victimarios o que sigan estando tan solas para todo lo que viene después como cuando Fabiola Quiroga empezó a huir de su entonces marido hace treinta años.

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“La mayoría de las mujeres que interponemos denuncias por violencia de género es en ese momento cuando vamos por primera vez a un juzgado, un espacio muy inhumano en el que nos hacen sentir números”, explica Ana Padial, de 43 años, y cofundadora de la Asociación de Mujeres Supervivientes de Violencia de Género de Málaga (AMUSUVIG). “Por eso, lo primero que hacemos con ellas es explicarles qué va a pasar cuando se les cite, quién va a estar presente, y cómo relacionarse con los abogados y abogadas, porque suelen ser de oficio, con los que están muy poco tiempo. En la sala, te leen en cinco minutos lo que dijimos en la denuncia, va todo muy rápido y te sientes muy mal”, resume. Gracias al empeño de esta asociación, se creó una sala en los juzgados malagueños para que las mujeres no tengan que esperar junto a los denunciados. Algo tan básico como eso, y que tampoco se da en los juzgados de la comarca del Alto Deba (omitimos el lugar exacto por razones de su seguridad) en los que Montse ha tenido que acudir hasta en 19 ocasiones por la persecución que sufre por parte de su exmarido desde que le denunció por primera vez en 2011, después de 16 años de convivencia e infierno. 

“Me ha tocado estar esperando para la vista mientras él se reía de mí y me insultaba. Sólo en los dos últimos juicios, celebrados este año, han colocado un biombo entre ambos. La primera vez que denuncié fue tras una paliza por la que tuve que ir al hospital. Él se fue al gimnasio. Cuando, horas después, fueron a buscarle a la casa no lo detuvieron porque no tenían con quién dejar a mis hijos. Yo me tuve que ir a casa de mis padres, mientras él dormía tranquilamente en nuestra cama”, explica vía telefónica mientras trabaja limpiando.

En Vitoria, en cambio, explica que hay un grupo de la Policía Local dedicado específicamente a acompañar a las víctimas y a los hijos e hijas de éstas mientras ponen la denuncia. Algo tan básico como eso, y que es una de las labores de las redes autogestionadas de supervivientes de la violencia machista que se han organizado por todo el Estado español para suplir las carencias institucionales que siguen torpedeando las vidas de estas mujeres. Como es el caso de Muyeres en Llucha, que saben que el acompañamiento no se puede limitar al momento de interponer la denuncia: “Desde que las conocemos, pasan a ser nuestras compañeras y a saber que nos tienen a su lado cuando nos necesiten”, explica Fabiola Quiroga. “Por ejemplo, suelen avisarnos cuando tienen que entregar a los fíos y fías a los maltratadores porque tienen miedo. Vamos con ellas al portal en el momento de la entrega y de la recogida”, añade.

Y es que la grotesca concepción que se sigue teniendo social y legalmente de que un maltratador puede seguir “siendo un buen padre” y su consecuente derecho a gozar de periodos con sus descendientes se traduce en situaciones tan revictimizantes y sangrantes como la que vivió durante seis años Montse. Pese a tener reconocida una orden de alejamiento de su agresor, estaba obligada a llevar semanalmente a su hijo e hija a un punto de encuentro en una ciudad cercana. La niña sufría ataques de ansiedad en cada visita y se negaba a entrar en la sala junto a su progenitor, y el crío había solicitado ante los jueces en numerosas ocasiones no tener que verle. Les desoyeron y Montse se veía obligada a entregar a sus criaturas a su potencial asesino –como tantas veces le había advertido– para no perder la custodia, aunque eso supusiese coincidir en más de una ocasión con él en el autobús, porque ninguno de los dos tiene carné de conducir, o que ella en más de una ocasión tuviese que ser escondida por los trabajadores del punto de encuentro —”como si yo fuese una criminal”, exclama— porque él no cumplía con los horarios establecidos para no coincidir con ella, saltándose así la orden de alejamiento. 

La primera vez que le condenaron a él por la primera paliza que ella denunció, el juez de paz de su localidad le gritó que se retractase: “Me dijo que iba a meter en la cárcel al padre de mi hijo”, recuerda aún atónita Montse. En la segunda, la fiscal la convenció durante la negociación de que cambiase el año de prisión por trabajos por la comunidad a cambio de darle tres años más de orden de alejamiento. “Te pillan tan aturdida que aceptas. Después han tardado seis años en volver a condenarle por no pagarme la manutención, y la ha pagado ahora para evitar la cárcel. Se está librando de todas”, lamenta.

Montse tiene en la actualidad un teléfono para avisar a la Ertzaintza si es agredida, pero teme que difícilmente pueda hacerlo si el agresor la ataca por sorpresa. Además tiene que recargarlo más de una vez al día por la limitada duración de la batería. En el caso de una compañera suya, su agresor lleva una pulsera con localizador GPS, que pierde habitualmente la cobertura, lo que provoca que el teléfono de la superviviente la advierta sonoramente de la supuesta amenaza y que la Ertzaintza se persone en su domicilio. En los casos en los que las mujeres son protegidas con un escolta, son ellas la que indefectiblemente ven su libertad coartada. Al final, son las supervivientes las que se convierten en presas.

La libertad condicional de las supervivientes

Esta limitación de la libertad que sufren las supervivientes también la identifica Fabiola Quiroga en el caso de los centros de acogida: “En Gijón está la Casa Malva, un edificio llamativo en el centro de la ciudad que todo el mundo sabe dónde está. De hecho, en frente hay una cafetería donde suelen ir los maltratadores para vigilar a sus víctimas. Son ellas las que sufren las normas casi carcelarias de horarios de entrada y salida y de convivencia, así como la estigmatización de que todo el mundo sepa qué les ha pasado. Algo doblemente injusto para los niños y niñas, que cuando les preguntan en el colegio y los amigos y amigas dónde viven, tienen que decir que en una casa de acogida. Son los maltratadores los que tendrían que estar ahí, bien señalados; y ellas, en pisos que nadie sepa dónde están”.

Y eso que la mayoría de las supervivientes intentan por todos los medios ocultarles a sus criaturas lo que están viviendo. “Yo intentaba que los episodios tuvieran lugar en el dormitorio. A mí, que me matase, pero que mis hijos no sufrieran”, recuerda Soraya, de la asociación zaragozana de mujeres latinoamericanas Mujeres dejando huella. Como recuerda Fabiola Quiroga, “si las mujeres autóctonas lo tienen difícil, las migrantes más. Hemos conocido a muchas cuyos papeles dependían de que siguieran casadas con el maltratador, o que al estar en situación administrativa irregular no se atrevían a denunciar por miedo a la deportación”. 

Y en todos los casos, no sólo suelen ocultárselo a los hijos e hijas, sino también a la gente de su entorno, “por miedo, pero también por vergüenza, porque lo vivimos como un fracaso de lo que se supone que es el éxito de una mujer: casarse, tener hijos y una vida excepcional”, recuerda Soraya. “El puto amor romántico que nos mata”, resume Fabiola Quiroga, que se enerva cuando ve en los medios de comunicación cómo preguntan al entorno por el agresor: “No pregunten a vecinos y familiares porque no saben, y porque además el maltratador se caracteriza por ser encantador con todo el mundo, salvo en su casa”. Algo con lo que concuerdan la mayoría de las supervivientes de violencia machista entrevistadas por esta periodista, como Ana Padial de AMUSUVIG: “Ya se debería tener más que entendido que el maltratador funciona así. Incluso en las cárceles son unos presos modélicos porque ellos no tienen problemas con los otros hombres, sino con sus víctimas”.

Reportajes y piezas en los informativos que Soraya evitaba ver: “A veces me hacían sentir culpable; otras, que no iban conmigo. No verlas era una forma de autodefensa”. No fue hasta hace diez años, cuando consiguió salir de aquella relación, cuando empezó a entender lo que había vivido. Como Ana Padial, que hasta que no empezó a recibir apoyo psicológico no se consideraba víctima de violencia de género: “Pensaba que eso le ocurría a otro tipo de mujeres, con familias desestructuradas, sin apoyo ni formación…”.

En el caso de Fabiola Quiroga, tuvo claro que no esa no era la vida que quería desde el momento en el que recibió la primera hostia cuando su primer hijo tenía cuatro meses. Después volvería a quedarse embarazada contra su voluntad, pero siguió adelante “a sabiendas de que los criaría sola”. Cuatro meses después de que naciera su hija, se separó. El infierno no había hecho más que empezar. Y sin embargo, no fue hasta treinta años después de que su exmarido intentase matarla en varias ocasiones, cuando hablando con Pilar del Álamo y otras compañeras de Muyeres en Llucha, empezó a cartografiar todas las marcas que le había dejado, incluidas las ocasionadas por la violencia sexual.

Por eso los grupos de apoyo en los que participan estas mujeres han sido tan trascendentales en la reconstitución de sus vidas. Para empezar, para paliar la primera condena que conlleva para muchas mujeres dejar a sus maltratadores: la súbita pobreza.

La violencia económica

“Nosotras montamos la asociación AMUSUVIG en 2013 porque la Junta de Andalucía iba a suspender un curso de oportunidades laborales para supervivientes de la violencia de género que yo y una compañera habíamos hecho. Y queríamos devolver la ayuda que nosotras habíamos recibido”, explica Padial. “Cuando tienes que huir de esa relación, pasas de tener cosas a no tener nada y  tener que buscar dónde pedir ayuda y que sólo te den dos mudas de ropa, por ejemplo. Por eso, además de conseguir lo que necesiten de vestimenta, material escolar, comida –no sólo en el momento de la denuncia, sino también cuando hay un bache–, organizamos actividades una vez al mes para que sepan que se puede salir del círculo de seguridad: excursiones con sus hijos e hijas, obras de teatro, conciertos… Y que así creen redes entre ellas también”.

Muchas mujeres pierden su trabajo en este proceso, como fue el caso de Soraya, de Mujeres dejando huella, que fue despedida porque sus empleadores “temían que la violencia llegase al entorno laboral”.

Por todo ello, el acompañamiento resulta vital, según todas ellas, y especialmente para afrontar la yincana burocrática por organismos que sigue a la separación del maltratador, como explica Quiroga: “En ese momento la víctima está hecha polvo y son tantos los papeles que tienen que conseguir y presentar en distintas instituciones que el proceso las deja sin fuerzas. Además de evitar que no te maten y de trabajar para que a tus hijos no les falte de comer, toca tramitar las ayudas y muchas veces te encuentras con un funcionariado frío y falto de empatía”. Por eso, Muyeres en Llucha las acompaña en este errar en el que, como vivió personalmente Quiroga hace tres décadas, y ahora de nuevo con estas mujeres, “tienes que rememorar una y otra vez lo vivido, siempre con los papeles debajo del brazo, dejando copias de tu historia de vida en cada despacho, con la sensación de que te conviertes en un objeto público del que todo el mundo sabe tu intimidad. Es horrible.

Además, como explica Ana Padial, de AMUSUVIG, desde que recopilas toda la documentación, la entregas a Servicios Sociales para solicitar la ayuda de primera necesidad y obtienes una respuesta, pueden pasar entre dos y tres meses.

Y es que, otra vía que emplean los agresores para maltratar es condenar a las mujeres, y consecuentemente a sus descendientes, a la pobreza. El exmarido de Montse lleva más de once años dejando de pagar periódicamente la manutención de su hijo e hija y la hipoteca, jugando con los plazos legales para evitar así nuevas condenas. En el caso del maltratador de Fabiola Quiroga, llegó a dejar su puesto de trabajo para no tener que seguir pagando las pensiones a su hijo e hija, porque ella renunció desde un principio a la suya.  Paradójicamente, cuando esta muyer en llucha recibió la carta del juzgado comunicándoselo, supo que por fin había recuperado la libertad. “Durante ocho años intentó asesinarme en varias ocasiones. Yo salía a las cinco y media de la mañana para limpiar unas cafeterías del brazo de una amiga, también víctima de violencia machista y también limpiadora, sabiendo que en cualquier momento podía asaltarnos uno de los dos maltratadores. Pero cuando ya no tuvo que pagar la pensión, que era lo que más le jodía, supe que por fin nos dejaría en paz”.

Eso, y como en la mayoría de los casos documentados, cuando los maltratadores establecen una nueva relación. “Es muy difícil convencer a las nuevas parejas de que están con un maltratador, porque están en la primera fase de enamoramiento y no nos creen: piensan que no les supimos llevar, complacer…”, explica Quiroga. “Y es normal, porque hasta que llega el primer guantazo hay muchas otras formas de manipulación y maltrato previas”.

En estos cinco años de experiencia en AMUSUVIG, Padial ha comprobado que “la mayoría de los maltratadores que no son condenados a prisión no dejan en paz a las víctimas hasta que no encuentran otra mujer a la que humillar, vejar, golpear. La última mujer que fue asesinada en Málaga era la nueva pareja del maltratador de una compañera de nuestra asociación. Te dan ganas de ir a decirle a la jueza ‘¿Ahora crees lo que te decía, que iba a matarla ?’ No nos creen a las mujeres, ni a los niños y niñas”. 

Una espiral de violencia de la que los hijos e hijas tienen dificultades para salir, incluso después de la separación, como denuncia Montse, “porque cuando dejan de maltratarte a ti, los niños siguen teniendo que ir al otro hogar y ver cómo les hacen a esas mujeres lo mismo que te hicieron a ti, como me dijo un día mi niño. Es la justicia la que no protege a nuestros hijos e hijas. Ellos también son víctimas de la violencia machista”. Fabiola Quiroga recuerda que “hasta que yo no estuve bien, ellos no lo estuvieron. El mi neno, cuando se tenía que quedar más tiempo en el colegio por alguna actividad, le decía a su maestra que no podía porque su madre y su hermana estábamos solas. Tan pequeño y se sentía responsable de nosotras”. 

La desprotección por sistema

Y todo esto ocurre en muchas ocasiones, mientras las supervivientes esperan durante años que se celebre el juicio. Porque aunque la Ley contra la Violencia de Género estableció la celebración de juicios rápidos para estos casos –que suelen tener lugar en los siguientes días de la interposición de la denuncia–, esa vista es sólo el paso previo a la celebración del juicio por lo penal. En Málaga, la media del periodo que pasa hasta que el victimario es juzgado por esta vía es de cuatro años, mientras que en Euskadi es de casi dos. Periodos en los que no siempre se establece una orden de alejamiento a los agresores y durante los cuales la mayoría de las mujeres tienen que entregarles a sus hijos semanalmente por el régimen de visitas. “Es la justicia la que hace que no sigamos adelante con las denuncias”, lamenta Ana Padial. “Hay veces que la orden de alejamiento se revoca antes de que salga el juicio. En el caso de la compañera con la que monté la asociación, el juicio tardó en salir cuatro años y medio. Y entonces, le condenaron a siete años y medio de prisión. Algo habría hecho, ¿no?”.

Algo parecido vivió Montse: tras esperar durante más de un año la celebración del juicio tras la primera denuncia sin orden de alejamiento, le interpusieron una de nueve años al agresor. “Me dejaron desprotegida todo ese tiempo”, verbaliza indignada.

Sin embargo, como advierte Ana Padial, el falso rumor de las denuncias falsas sigue calando en la sociedad pese a que, según datos de la Fiscalía General del Estado, no representan más del 0,001%“Es muy difícil demostrar la violencia de género en los tribunales, por lo que no hay falsos culpables en la cárcel, pero sí muchos falsos inocentes en la calle”.

Rumores que conviven con la incomprensión generalizada del fenómeno, que se traduce en expresiones como “Es que a ella le va la marcha”, que tantas veces han escuchado todas ellas y que Ana Padial rebate explicando que “a nadie le puede gustar que le humillen o le peguen, pero las cadenas psicológicas son mucho más fuertes que las físicas”. Y es que el paradigma de la ‘víctima ideal’ por el que la superviviente de violaciones de sus derechos fundamentales debe ser sumisa, apocada, y pedigüeña es una de las rémoras más vigentes socialmente. Aún hoy. Si no se muestra abatida, será sospechosa de mentir; si exige sus derechos en lugar de mendigarlos, será considerada ‘menos víctima’ no sólo por la sociedad en general, sino en muchas ocasiones en los Servicios Sociales, en los tribunales, en las casas de acogida, e, incluso, en sus propias familias, como muchas de ellas relatan. 

Una falacia que ya desmontó Pilar del Álamo en la entrevista que publicamos hace un año en Pikara, y que su compañera Fabiola Quiroga sigue desarmando: “Yo siempre devolví las hostias. Nos defendemos con uñas y dientes porque en esas situaciones es tu vida o la de él; y de la cárcel se sale, pero del cementerio no. Los maltratadores suelen decirnos que nos van a dar donde más nos duele, es decir, en nuestros hijos. Y por protegerlos claro que lo habría matado. Pero es más, yo no iba a permitir que me matase y dejase a mis hijos huérfanos, porque yo luché por ellos y él no”.

Por este conocimiento que estas mujeres tienen de las violencias machistas, que no hay tratado ni enciclopedia que recoja, son fundamentales las redes de apoyo que han ido conformando a lo largo del territorio español y que este fin de semana se han reunido en Vitoria-Gasteiz gracias a un encuentro organizado por la asociación de mujeres supervivientes Bizirik. Montse llegó a uno de estos grupos de apoyo mutuo a través de la Diputación de Gipuzkoa: “Cuando llegué estaba bloqueada. Encontrar un sitio donde me entendían, donde me podía desahogar sin sentirme juzgada fue mi salvación. Ahora, cuando llegan mujeres por primera vez pienso cómo me preguntaba yo en aquellos primeros días si llegaría a estar tan bien como las que veía a mi alrededor. Hacerles ver que es posible volver a ser una misma es fundamental”. Un soporte incondicional que no se suele encontrar en ocasiones ni en las familias, y que Fabiola Quiroga explica que empieza por “no  juzgarlas jamás, hagan lo que hagan. Porque los maltratadores son encantadores de serpientes. Hay veces que sabemos que la mujer estuvo dos noches atrás con el maltratador y que se avergüenza de ello. Ellas no están haciendo nada malo, son ellos los que las manejan como quieren porque ellas están rotas: llegan a creerse que sin él son nada. Y tenemos que dejarles claro que, hagan lo que hagan ellas, nosotras vamos a estar ahí. Y así, poquitín a poco, ayudarlas para que se descuelguen emocionalmente del maltratador. Y respetar sus tiempos, porque muchas de ellas vuelven con sus maltratadores. Nosotras no insistimos para no espantarlas, pero de vez en cuando les mandamos algún mensaje para que sepan que seguimos ahí, que no están solas”.

Y mientras, todas las entrevistadas coinciden en que la única solución a largo plazo pasa por la educación desde primaria, no sólo en igualdad, sino también en enseñarle a todo el alumnado a identificar en qué consisten las violencias machistas, qué las perpetúa, cómo identificarlas y en cómo protegerse y deshacerse de ellas.  Como hizo Fabiola Quiroga, no sólo con la violencia sino también con el rastro que el miedo deja durante años: “El miedo te paraliza y te hace sentir como una mierda. Te sientes incapaz de ser una buena madre por ese sentimiento de culpabilidad de haber elegido a un cabrón como padre de tus hijos e hijas, por todo lo que han tenido que sufrir. Aún hoy, estoy siempre en guardia ante cualquier hombre”.

Cuestionar al maltratador en lugar de a la superviviente
Durante los días 16 y 17 noviembre unas setenta mujeres de Euskadi, Valencia, Andalucía y Zaragoza participaron en el III Encuentro de mujeres sobrevivientes de la violencia machista, acogido por la Asociación Bizirik en Vitoria-Gasteiz. Entre sus conclusiones, recogieron:

  • La importancia que tiene para las supervivientes reunirse para contar sus historias, ya que muchas de ellas se sienten doblemente victimizadas por las instituciones –debido a las malas prácticas en el ámbito judicial y policial–, la precariedad económica en la que les mantienen los maltratadores  al negarse a pagar las pensiones de alimentación y su parte de las hipotecas, ahondando en un desamparo económico que suele ir de la mano de la precariedad laboral.
  • La injusticia que supone el mantenimiento de las custodias y los derechos de visita de los padres maltratadores, pese al sufrimiento de los niños y niñas que, a menudo, rehúsan ir con sus progenitores. E incluso, cuando hay evidencias de abusos sexuales contra ellos.
  • Las violencia que el maltratador sigue ejerciendo a través de hijos e hijas, especialmente durante la adolescencia, cuando los padres minan la autoridad materna al no respetar las normas de conducta decididas por ésta.
  • Asimismo exigieron a las instituciones:
    • Atención integral desde una perspectiva de empoderamiento de las mujeres en todas las instituciones.
    • Formación en perspectiva feminista a los operarios y operarias del sistema judicial, incluidos las abogadas y abogados de oficio.
    • Una política de acompañamiento durante el proceso de salida de la violencia, más allá de cuando se interpone la denuncia.
    • Políticas públicas orientadas a que sean los agresores los que respondan a las preguntas de “¿Por qué maltratas? ¿Por qué humillas? ¿Por qué te sientes con el derecho de herirla, golpearla y agredirla?”. En lugar de cuestionar a las mujeres.
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