México: buscando a los hijos de todas

México: buscando a los hijos de todas

La periodista mexicana Marcela Turati relata el trabajo de búsqueda de familiares desaparecidos de muchas mujeres de México. Describe sus procesos de formación, de empoderamiento y de creación de redes en un contexto en el que la impunidad y la falta de respuesta marca el dolor y el duelo de muchas.

21/11/2018
Marcela Turati, (izq.) descansa junto a mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos en Iguala, estado de Guerrero, México, 2015. / Foto: Ginnette Riquelme.

Marcela Turati, (izq.) descansa junto a mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos en Iguala, estado de Guerrero, México, 2015. / Foto: Ginnette Riquelme.

Una anciana pregunta: “Si me entregan un saco de huesos y me dicen que es mi hijo, ¿cómo hago para saber que es él?”. La forense explica. Ella y sus compañeras de curso copian la respuesta. En esas notas les va la vida: podrían ayudarlas a rescatar al esposo, al hermano, a la hija, al padre que tienen desaparecido.
Otras preguntas.

–Donde dice media filiación es escribir si tiene una seña, un tatuaje, algo que lo identifica.

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–Si mi hijo tiene cicatriz en la ceja, ¿lo escribo ahí?

–Al mío le falta un diente, lo perdió cuando tuvo un accidente.

–¿A quién no le han sacado la prueba de ADN? –se escucha el grito, y un par levanta la mano.

Esta es una reunión como cualquiera de las madres con algún hijo o hija, esposo, hermana, o familiar desaparecidos en México. Se calcula que desde 2006, por lo menos, 38.000 personas han sido desaparecidas.

En los primeros años aprendieron de la experiencia de las madres de Ciudad Juárez, con hijas desaparecidas o víctimas de feminicidio, que se convirtieron en investigadoras al rastrear los cuerpos de sus hijas. Ellas les enseñaron a las recién llegadas que tienen derecho a pedir copias de los expedientes, a estar presentes en las diligencias del Ministerio Público o a enviar preguntas a los sospechosos interrogados.

Pasaron por talleres de acompañamiento psicosocial donde aprendieron a lidiar con la culpa que el Estado mexicano busca endilgarles por la desaparición de su ser querido. Esas mujeres ya recorrieron morgues, preguntaron en hospitales, fueron a cárceles, buscaron en terrenos baldíos, tocaron puertas de funcionarios sordos, presentaron denuncias inútiles en procuradurías inútiles, peregrinaron a fosas recién descubiertas, escarbaron con sus manos. Y siguen sin respuestas.

No encontraron a sus desaparecidos pero sí a muchas familias marcadas por la misma desgracia.

La bruma de muerte, dolor y abandono propia del clima de violencia que ahoga al país envuelve de manera señalada a las mujeres cuyos familiares han sido desaparecidos o asesinados en el periodo de la llamada “guerra contra las drogas”.

Ellas cargan el peso de su propia tragedia y, al mismo tiempo, se arman de una fortaleza que impresiona: se organizan, se movilizan, gritan ya basta, y tienen las agallas para encarar al Estado omiso.

El peso de la violencia mexicana está recargado sobre las mujeres. Ellas son las que recogen los cadáveres del familiar asesinado en una balacera y presentado como delincuente. Son las que recorren el país: tocando puertas, pegando carteles, haciendo sus propias investigaciones, capacitándose en leyes, convirtiéndose en defensoras de derechos humanos, aprendiendo sobre técnicas forenses.

Son las que se organizan para exigir el esclarecimiento de las masacres de sus hijos. Son las que se quedan al frente de los hogares en los que falta el varón y sobran los niños que alimentar. Son las que acompañan a otras mujeres en su búsqueda de justicia o las que curan las heridas de las y los sobrevivientes de esta guerra.

Son las Antígonas modernas, “las que cumplen la ley de la sangre”, aunque esto signifique rebelarse contra el Estado.

También son las ninguneadas del Gobierno, las invisibles, las burladas, las que son tachadas como “viejas locas” por no saber comportarse en público, porque cada que ven oportunidad encaran a gobernantes y les piden, les exigen, les suplican que busquen a los suyos.

No se cansan. Se les ha visto marchando por carreteras, plantándose en plazas, bloqueando calles, haciendo huelgas de hambre, marchando cada 10 de mayo, día de la madre. Se distinguen porque parecen uniformadas: una camiseta, una pancarta con la foto del muchacho, de la jovencita con su misma expresión en los ojos, su mismo tipo de boca o forma de la ceja.

El lenguaje de estas mujeres es distinto: hablan siempre de corazones rotos, del vientre vacío, de un dolor en el alma, de intuiciones y corazonadas, de caminos regados con lágrimas, de vidas hechas pedazos, de amor de madre, de bebés que un día tuvieron en la cuna. No se rinden pese a los años que han pasado dando vueltas por las procuradurías, donde no les resuelven nada. Buscan a sus familias.

Su grito: “Las madres, unidas, jamás serán vencidas” o “Hijo, escucha, tu madre está en la lucha” o “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”.

En esas rutas del dolor comenzaron a encontrarse.

El método de la desaparición en México no es novedoso. En la guerra sucia de los años 70 y 80 eran desaparecidos los opositores políticos, jóvenes en su mayoría. En la actual, son esfumados los varones en edad productiva y generalmente sin filiaciones políticas. No se sabe para qué. Teorías hay muchas: para engrosar los mermados ejércitos de narcos, para trabajos ilícitos forzados, para traficar con sus órganos, para aprovechamiento sexual, para sacar dinero en extorsiones, para limpiar el país de delincuentes, para dejar a la comunidad en confusión, por meterse con quien no debían, por estar en el lugar equivocado a la hora errónea, porque los militares los consideraron delincuentes o, a manera preventiva, para que no engrosen las filas de algún cártel enemigo.

En México, las personas desaparecidas son sospechosas de su destino. Cada vez que estas mujeres acuden a la Procuraduría escuchan preguntas que parecen sacadas de un mismo manual para culpabilizarlas. “Señora, ¿en qué andaba metido su hijo?… ¿No lo vio con mucho dinero?… Seguro su esposo la dejó por otra más buena… Los que lo tienen le han de estar pagando bien así que no chille… Si denuncia se llevarán a sus otros hijos, mejor cuide a los que le quedan… Acepte estos huesos aunque no sean de él que ya otros quisieran tener un cuerpo que enterrar….”. La crueldad como método de investigación.

En talleres donde las he acompañado como reportera he escrito sus diálogos, cuando se dan cuenta de que sus familiares forman parte de una estrategia de terror que afecta a miles. He anotada frases como estas: “Te hacen sentir que te hacen un favor, cuando es un derecho…Abren varios expedientes de un mismo caso para cansarnos y confundirnos… Me dijeron ‘señora, no lo busque, se lo tragó la tierra’…Enfrentan a las familias y meten ideas contra sus asesores… A todo lo que pedimos dicen que sí, pero en la práctica lo niegan… Desaparecen expedientes… Llevan a la gente solita a las excavaciones sin prepararlas y a la mitad las suspenden; son crueles… Dijeron que no tienes derecho de abrir el ataúd ni para despedirte del cuerpo de tu hija, y te quedas con la duda de si a ella fue a la que enterraste o si sigue viva… Te intimidan por investigar, dicen que van a acusarnos por usurpación de funciones… Su estrategia no sólo es la desaparición, también es la negación de la justicia…Son expertos en envolverte y en no hacer nada…”.

Cuando suman esas experiencias descubren que la culpa y los maltratos forman parte de los mecanismos de la impunidad en México, del sistema que deben enfrentar.

Estos 12 años de estrategia de seguridad de uso de la fuerza para combatir la supuesta “guerra contra las drogas” han surgido decenas de colectivos de familias de personas desaparecidas –casi siempre lideradas por mujeres- que se han ido empoderando.

Las distintas organizaciones de derechos humanos que las acompañan, también lideradas casi siempre por mujeres, les han compartido herramientas para —como escuché decir a una mamá— “saltar del ‘pobrecitas que somos’, al ‘somos poseedoras de derechos y al mismo tiempo que lloramos sabemos exigirlos’”.

Toman nota de las experiencias de lucha de las madres de Colombia, de Guatemala, de Argentina, o las doñas mexicanas de Eureka. Sus maestras, sus ancestras, sus hermanas. Como lo hicieron en su momento las madres de la Plaza de Mayo, en Argentina, o Las Madres de la Candelaria, en Colombia, ellas también comienzan a colectivizar su maternidad. Ya no buscan sólo a su hijo, buscan los de todas.

En otras de sus reuniones, cuando repasan lo que han logrado, les he escuchado decir: “Aprendimos a manifestarnos sin miedo”. “Dejamos de ser invisibles”. “Los periodistas ya nos hacen caso”. “Logramos traer a la ONU”. “Nos invitaron a hablar en el extranjero”. “La gente ya no habla de levantados, habla de desaparecidos”. “Marchamos juntas el 10 de mayo”. “Cada mes nos reunimos con la procuraduría para ver el avance de 50 casos”. “Creamos una ley de víctimas” (y otra contra las desapariciones). “Se hizo un protocolo para que el Ministerio Público sepa qué hacer las primeras horas cuando recibe denuncias” (y otro protocolo para cambiar los registros forenses). “Conocemos los métodos que usa el Estado para confundirnos”. “En Chihuahua se rescataron cinco jóvenes vivas y una en Veracruz”. “Nos organizamos con otras”. “Cuando las autoridades ven que llegamos se ponen a trabajar”. “Ya representamos a otras víctimas”.

Los logros son ambivalentes porque la mayoría no ha logrado lo que busca: encontrar a la persona amada.

El mito de Antígona se ha reeditado de muchas maneras en México donde descubrimos a diario Antígonas saltándose los absurdos decretos gubernamentales, aunque se lo impidan los guardias, aunque las tachen de locas, aunque se les vaya la vida en ello, y quienes siguiendo las leyes del corazón, el dictado de la sangre, marchan, protestan, hacen huelgas de hambre exigiendo que busquen a los suyos que les fueron arrebatados; recorren terrenos baldíos e inhóspitos laberintos burocráticos; irrumpen en morgues, revisan descuidados registros de cuerpos que para ellas son más que cuerpos; tapizan calles con afiches con fotografías de sus seres amados desaparecidos; gritan ante reyes o presidentes denunciando lo indigno; amasan leyes para quitarle inhumanidad a las que ya existen; se abren paso hasta las fosas -aunque guardias lo impidan- y escarban con sus uñas y a corazón abierto y a flor de piel; descubren fosas clandestinas hechas por el mismo Gobierno que busca desaparecer a quienes antes fueron desaparecidos; persiguen tráileres itinerantes llenos de cuerpos secuestrados para devolverles identidad, para que regresen a sus casas, para darles una sepultura digna, para que descansen en paz y que su alma no quede condenada a habitar la tierra ni sus familias condenadas a siempre buscarlos.

Si algo digno ha brotado de estos dos sexenios de muerte e indolencia son estas colectivas de hermanas de Antígona, de mujeres que se mueven con el corazón y a las que ninguna amenaza las detiene, que se bautizan como Solecito, Sabuesas, Cascabeles, Rastreadoras, PorAmoraEllxs, Fundem, Fundenl, LosOtrosdesaparecidos, Colibrí, Eslabones, Enlaces, Cedehm, AMORES, Justicia para Nuestras Hijas, y tantas otras que están surgiendo ahora miso o existían antes que ellas -como las Doñas de Eureka-, quienes dicen “no nací para compartir el odio sino el amor”, y que en tiempos de oscuridad transmutan su inmenso dolor hasta convertirlo en luz.

 


Este reportaje forma parte del #PikaraLab de Defensoras de Derechos Humanos de Mesoamérica.

 

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