Las últimas comerciantes romanís

Las últimas comerciantes romanís

La venta ambulante ha permitido a los gitanos, pero especialmente a las gitanas, desempeñar una actividad laboral por cuenta propia, sin que nadie les esclavice ni les haga cambiar su manera de vestir o de hablar. Pero el siniestro pacto entre el antigitanismo institucional y el capitalismo devastador la han asfixiado.

Imagen: J. Marcos
17/09/2018
Una vendedora en el mercadillo de Bizkaia./ J. Marcos

Una vendedora en el mercadillo de Bizkaia.

No puedo evitar sentirme muy apenada al ver cómo el antigitanismo institucional y el capitalismo devastador se han unido en un pacto siniestro acabando con el sustento de muchas familias gitanas. La cadena de tiendas Primark llegó a la pequeña ciudad en la que vivo hace unos siete años y engulló vorazmente y sin escrúpulos la ferviente actividad de los ‘mercaos’ con el beneplácito del ayuntamiento. El omnipresente gigante de los chollos no da tregua ni a los niños, niñas y mujeres que trabajan a destajo en sus talleres en condiciones de semiesclavitud en los países expoliados por Occidente, ni a quienes en España llevan generaciones ofreciendo ropa y calzado asequible a los hombres y mujeres que aún no habían sucumbido a las promesas de Inditex. Desde hace décadas, los mercaderes afincados en alguna ciudad dejan a sus niños y a sus niñas con la yaya e infatigables hacen kilómetros en busca del almacén que ofrece calidad de género a buen precio. Gastan lo poco que ganan con el sudor de su frente en pagar el sitio (que es lo que el ayuntamiento les cobra por su puesto en función del metro cuadrado y que cada vez es más elevado y más difícil de conseguir), hacer frente al pago de autónomos y con lo que les queda comprar más género que les permita mantener su parada en funcionamiento, no defraudar a sus clientas fijas y poder volver a pagar el sitio y los autónomos el mes siguiente en una espiral de gastos asfixiante.

Pero todo ha cambiado de un tiempo a esta parte. Ahora se levantan igualmente a las 6 de la madrugada con el helor de la mañana o el frescor del rocío, despiertan con un susurro a sus pequeños que les han de acompañar a vender (los más afortunados se quedan con la tía) y, todavía al alba, se echan a la carretera con la mercancía y los hierros de la parada a cuestas en dirección al pueblo donde ese día toca mercado, pero esta vez sin saber si ese día venderán algo para poder comprar la cena. A la entrada del pueblo hay un cartel cruel del que casi nadie se percata: “Prohibida la venta ambulante excepto los días de mercado”. Una sombra apaga sus miradas. Muchos ya no salen a vender. Los que aún salen ya no ponen precio al género, cuando les preguntan “¿qué vale esta camiseta?” responden “tú dame lo que tengas”, con la resignación dibujada en el rostro. El día que llueve mucho y no pueden plantar la parada solo comen los niños. “¿Tú cuánto has hecho hoy prima?”, “No he sacado ni para los bocadillos”. Es lo de menos, el desánimo les cierra el estómago.

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La venta ambulante es una pieza clave en la estructura económica de la sociedad española y ha permitido a los gitanos pero, especialmente a las gitanas, gestionar sus vidas sin tener que soportar la gitanofobia de ahí fuera, ser sus propias empleadoras y desempeñar una actividad laboral sin que nadie les esclavice ni les haga cambiar su manera de vestir o de hablar. Sin que nadie les desgitanice.

Y la única forma digna de mantener a sus familias que muchas gitanas conocen se ha ido al carajo por packs de 7 pares de calcetines a 2,95€ euros en un centro comercial con nombre anglosajón y por leyes reguladoras de venta ambulante que cada vez ponen más trabas a los gitanos y gitanas para conseguir un sitio.

"Ya no se respira la alegría y el trajín que había antaño", lamenta Rebeca Santiago./ J. Marcos

“Ya no se respira la alegría y el trajín que había antaño”, lamenta Rebeca Santiago Heredia.

Recuerdo con ternura y nostalgia esas mañanas de verano en que no tenía colegio y me dejaban ir al mercao. Para mí era un juego. Me sentaba en las sillitas plegables de lona en la parte trasera de la parada con las otras niñas después de haber (mal)doblado y apilado debidamente por color y talla todos los jerséis de punto.

– Niña, ¿cuánto vale este pantalón?

– Dame 500 pesetas y ya está, ¡por ser tú eh!- No tenía ni idea de a cómo lo vendían, lo improvisé.

Aún puedo sentir el calor del regazo de mi abuela al final de la mañana cuando ya el sueño me vencía, y el vaivén de su cuerpo mientras me mecía siendo todavía más pequeña. Su piel curtida por el sol reflejaba los rayos del mediodía. La vendedora de al lado le grita: “Mari, voy al bar, ¿quieres un café?”. “No guapa, pero tráeme cambio haz el favor”. Mi abuela mira al cielo, parece que va a llover, “¡niño corre pon el plástico!”. Echa mano de ingenio para dar con una rima que haga gracia y atraiga a las compradoras más curiosas a su parada. “Lo traigo barato nena, ven verás que es mejor que el del primárk”.

Las mujeres son las que dirigen aquí. Conducen furgonetas de 5 metros de largo como si fueran coches de juguete. Cuando ven llegado el momento en que el cielo no amenaza lluvia descargan los hierros primero, el género después y con una habilidad pasmosa empiezan a dar forma a lo que en pocos minutos será una parada tan sólida y estable que pareciera que siempre hubiera estado ahí. Gestionan la economía familiar y deciden cuál es el momento adecuado para ir a emplear (comprar la mercancía). Una vez en los almacenes, valoran la calidad del género y negocian precio. A los hombres no les queda otra que acompañarlas, imitarlas y admirar su valía y destreza. Las gitanas son enterpreneur (ese término tan moderno ahora) y participan de la vida empresarial de este país tanto o más que las payas, al contrario de lo que popularmente se cree. Cuando en el siglo XV las mujeres payas vivían sometidas a los roles de esposa de un noble, campesina o monja, las gitanas que llegaron aquí ya comerciaban con los tratantes de la época. Y cuando las mujeres payas empezaron a reivindicar su derecho a trabajar fuera del hogar, las gitanas ya llevaban haciéndolo durante siglos. Eran independientes, autosuficientes, decididas, seguras de sí mismas, se autogobernaban. Eran libres. Las romanís son tan capaces de adaptarse al medio que su seguridad y fuerza resultan abrumadoras hasta para mí, que soy gitana.

Ya no se respira la alegría y el trajín que había antaño. Ahora el mercado está sombrío, los vendedores murmullan y las gitanas apenas gritan reclamos para sus prendas. La esperanza de que sus hijas y nietas puedan ganarse la vida dignamente se ha desvanecido y abatidas suspiran por un mañana que se presenta desafiante. No desfallecen, ya antes han sobrevivido a las penurias y dificultades a las que la sociedad paya con sus leyes antigitanas asociadas a la globalización económica les someten. No se rinden, el amor por los suyos es más fuerte que cualquier monstruo irlandés que domina la voluntad del que viste de traje y corbata y dicta las leyes de la vida.

No dejéis de ir a comprar a los mercados tradicionales, de pasear por sus calles laberínticas, de respirar el olor de la mañana, de saborear la vida que fluye de puesto en puesto, de mezclaros entre la gente que como vosotras buscan un respiro a tanto reclamo publicitario de las grandes firmas, minuciosamente elaborado para hacerte creer que necesitas consumir sus productos. No dejemos que se extingan las últimas muestras de resistencia al capitalismo que está destruyendo el planeta y absorbiendo a los pueblos en un individualismo desolador. No permitamos que los mercados desaparezcan.

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