Cosas de chicas

Cosas de chicas

Jael Masllorens

Foto Laura Thomas. Creative Commons.

Al igual que las «cosas de chicos» a menudo incluyen violencia del uno hacia el otro (de dentro hacia fuera) —y es que, claro, los hombres son violentos por naturaleza, se han cansado de repetirnos y repetirles, y es por […]

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08/06/2018

Jael Masllorens

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Al igual que las «cosas de chicos» a menudo incluyen violencia del uno hacia el otro (de dentro hacia fuera) —y es que, claro, los hombres son violentos por naturaleza, se han cansado de repetirnos y repetirles, y es por naturaleza también que resuelven los conflictos por medio de ella, hasta el punto de que su uso se convierte en un símbolo de salud de la propia masculinidad—, muchas veces las «cosas de chicas» implican violencia hacia nosotras mismas (de dentro hacia dentro). Al hombre se le exige que defienda a su «yo» del otro —esa gran amenaza, pues parece que vivimos bajo la creencia de que la alteridad encarna al enemigo, que a la diferencia hay que combatirla— a través de la violencia, de la dominación, de lo-que-haga-falta: ese mear el territorio que no es otra cosa que una reivindicación del ser, un establecer la jerarquía del poder ya desde un buen principio. En cambio, a nosotras se nos presupone, directamente, que existimos para el otro, y se nos define por oposición a ese ser universal: el masculino. Nada nuevo en el firmamento que no se venga diciendo ya desde hace tanto.

«Son cosas de chicas» fue la perspicaz conclusión a la que llegó mi médico de cabecera cuando mi madre me arrastró a su consulta a los 12 o 13 años, preocupada porque había dejado de querer comer. Supongo que eran cosas de chicas porque mi apariencia aún no indicaba que quisiera morirme. Porque querer moldearte —literalmente, plásticamente—para el otro está bien, es lógico, es comprensible e incluso esperable; querer morirse, sin embargo, ya es otro tema, una histeria extrema que les toca un pelín más los huevos. Digamos que un desprecio moderado hacia una misma es ideal para ponerse al servicio del otro sin hacer demasiado alboroto, pero la propia aniquilación nos vuelve inservibles, excesivamente ensimismadas en nuestro existir (y en su contrario).

Así, una cifra absurda en kilos determina si solo estás siendo típicamente servil (típicamente una chica, una mujer, narcisista y caprichosa: un objeto mesurable) o si, por el contrario, hay que ponerte en el redil de los suicidas, esos locos inadaptados incapaces de convivir con el resto de ciudadanos, altamente saludables.

Desde luego, la apariencia es el parámetro para nosotras: siempre. Y poco importan los sentires.

Yo me recuerdo como una niña feliz. Vivía en una familia que, aun con sus carencias, se desmarcaba bastante de la tiranía imperante del culto al cuerpo. A mis 12 años no había oído hablar aún de calorías, ni de dietas, y la superficialidad no era una cualidad de la que quisiera rodearme. El problema llegó cuando mi condición de niña empezó a tambalearse, cuando las sombras de la «feminidad» (esas curvas inherentemente culpables) comenzaron a acecharme. Y es que yo no quería dejar de ser lo que era: una niña feliz. Una niña-sujeto, agente, activa y deseante, con identidad propia; alguien que podía ir a la playa sin la parte de arriba del bikini y no sentirse obligada a avergonzarse de su cuerpo o de lo que este pudiera llegar a despertar en el otro. Una niña que, en algún momento durante la preadolescencia, percibió que —fuera de los muros del hogar, que quedaba francamente protegido de tales asunciones— esa tan codiciada feminidad podía poner en jaque todo aquello.

Dejar de comer es renunciar a la vida, es castigarse obviando el deseo y abandonando el placer. Es, simplemente, no querer ser. Desde mi óptica infantil, sin embargo, se trataba más de un intento de rehuir esa muerte anunciada que yo asociaba equívocamente a la existencia femenina, y no tanto de una voluntad real por desaparecer. Bastante sintomático es el hecho de que ni se me ocurriera la posibilidad de intentar amputar la podredumbre de ahí afuera en vez de estar dispuesta a hacerlo con mi cuerpo.

Después de insistirle un buen rato con todo tipo de detalles, mi médico decidió seguir manteniéndose en sus trece con su diagnóstico («son cosas de chicas»), pero mi madre también se mantuvo en los suyos, así que finalmente conseguí entrar —por otra vía— en un programa de tratamiento. Pero (¡cómo no!) la solución que nos ofrece la clínica vuelve a lo externo y cuantificable: la cura pasa siempre por alcanzar otra cifra (de nuevo, en kilos); el diagnóstico lo determina el ojo ajeno (y me refiero a un ojo de verdad, no a un cerebro). A la clínica le traen sin cuidado el sujeto y sus padecimientos. Ahí aprendes que importas aún menos de lo que creías, que no decides sino que te deciden, que hay que dejar atrás la etapa de niña feliz y que lo que te va a tocar a partir de ahora es satisfacer y conformar a los demás. ¡Bienvenidos la etapa del yo-plastilina! ¿Estás triste y te quieres morir? Cósete una sonrisa en los labios y sigue caminando. No estorbes. No llames demasiado la atención. No hagas sufrir a aquellos que te quieren. Sigue caminando. Trágate tus miserias. Pero sobre todo: ¡no te mueras! No desees lo indeseable. Eso sí: déjate desear siempre. Estate bien dispuesta. Un aprendizaje de mierda, hablando en plata, que para lo único que sirve es para enterrar tus motivos, tus anhelos, tus miedos, tu historia, tu futuro y tu todo bajo un reluciente disfraz de grasa (no demasiado grueso, claro está, no fuera que nos llegáramos a convertir en… ¡gordas!).

Han pasado muchos años desde entonces, y, por suerte, una también se encuentra por el camino con cerebros-corazones que no se rigen por el despotismo del ojo. Aunque no estemos de moda, somos muchos en el bando de los sintientes. Y desaprendes lo malaprendido, y rescatas y reformas y reconstruyes y te equivocas y, quizás, hasta te desesperas un poco. Pero revives.

Así que hoy, desde un yo-mujer rabiosamente sujeto, a mi médico de entonces le digo, igual que a todos los que han usado su misma muletilla (que sé que siguen siendo muchos, y que se siguen dirigiendo en ese tono a las niñas felices de ahora): no son cosas de chicas. No son temas menores. Son —en parte— síntomas claros de una historia plagada de desigualdades, del tira y afloja del amo y del esclavo, de siglos de pirámides de dominaciones y subyugaciones en las que, más allá de todas las privaciones a las que se nos somete a nosotras, las que aún tenemos voz seguimos ocupando los puestos en la cima.

Y no quisiera pecar de reduccionista: sé que para todo efecto hay varias causas (como para cada historia, una narrativa única: esta es solamente, y muy parcialmente, la mía), pero también soy muy consciente de que algunas se mantienen enterradas más profundamente que otras, y creo que es importante sacarlas a relucir de vez en cuando. Los trapos sucios, mejor bien expuestos; de otra forma, nunca nadie empieza a lavarlos.

Basta ya de educar en la servidumbre, de hacernos creer que ser mujer es un oxímoron. Sí, señores: somos personas enfundadas en un cuerpo, exactamente como vosotros. Somos mujeres, y algunas de nosotras ya somos felices, pero no por eso vamos a callarnos.

 

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