Juicio a la justicia patriarcal

Juicio a la justicia patriarcal

La sentencia de ‘La Manada’ es una muestra representativa del sesgo patriarcal que se proyecta en infinidad de estereotipos y juicios de valor. La autora espera que el debate ocasionado suponga un punto de inflexión en la exigencia de una justicia con perspectiva de género.

Texto: Laia Serra
07/05/2018
Ilustración de Oriol Malet.

Ilustración de Oriol Malet.

Impresión, acorralamiento, agobio, desasosiego, temor, impacto, shock, bloqueo, angustia, estupor, paralización, inhibición, presión, inferioridad, opresión, asimetría, atmósfera coactiva… Estos son los rodeos semánticos que usa la sentencia de ‘la Manada’ para no usar el término ‘miedo’, que hubiera conducido a una condena por agresión. La joven sí usó ese terminó y lo situó ya en el momento inicial y previo a la agresión: cuando se vio dentro de un portal, rodeada por cinco hombres y entendió la agresión sexual que se avecinaba:“No pude hacer nada, simplemente someterme a ellos y hacer lo que decían y cerrar los ojos y dejar que pasara”. Para condenar sólo por abuso, los magistrados desarrollan su análisis desde la legitimidad jurídica y social que les proporciona situarse en el altar de la ‘razonabilidad’ y del ‘observador neutral’ y esa nula conciencia del sesgo de género contamina de parcialidad todo el análisis. La sentencia admite la existencia de consentimiento, el sentido de su fallo pivota sobre la inexistencia de intimidación, postura cuestionable desde un triple prisma.

Desde un punto de vista biológico, la reacción de todas las especies ante una situación de riesgo es la de atacar, huir o, si ninguna de estas dos es viable, paralizarse. Es una reacción instintiva que tiende a la supervivencia, o al menos a la minimización del impacto. El sistema judicial desatiende un saber consolidado desde la Psicología, que lleva años estudiando las respuestas de las mujeres ante agresiones sexuales. Según la teoría de Polivagal, de Stephen W. Porges, existe una reacción inicial (inmovilidad vigilante) en la que aumenta la atención para hacer frente a una respuesta de máxima exigencia. En un segundo momento (inmovilidad tónica), desaparece la capacidad de pensamiento reflexivo y la de movilidad. Existen incluso herramientas que miden el grado de disociación en función de la intensidad de la imposibilidad de movimiento, de los temblores, de la sensación de congelación, de la capacidad de gritar, de la sensación de separación del entorno, del miedo a morir o de la sensación de desconexión con una misma. La sentencia asume esta tesis y describe cómo durante la mayor parte de la secuencia la joven quedó inerte, petrificada, con un rictus ausente, embotada. Esa neutralización total sólo podía provenir de quién sentía su vida amenazada, un miedo que iba más allá de la propia agresión sexual, un temor radical a que cualquier oposición pudiera provocar males añadidos mayores. Ese indicador debería haberse tenido en cuenta a la hora de calibrar el grado de intimidación.

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Desde un punto de visto social, la sentencia sigue la miopía habitual de analizar la intensidad de la intimidación sin perspectiva de gènero, es decir, sólo en base a circunstancias ‘objetivas’, como el número de agresores, la edad de la joven, las complexiones físicas, las características del lugar, etc. Esos datos son relevantes pero no suficientes. La percepción del peligro por parte de las mujeres es social, política. El miedo es una herramienta de socialización y de construcción de la feminidad que nos imprime a fuego la inhibición ante las violencias machistas. Ante una agresión sexual no sólo calibramos el riesgo físico, sino que conectamos, consciente o inconscientemente con un miedo atávico latente. Conectamos con ese cúmulo de experiencias previas, propias y cercanas, que tienen que ver con el estigma, con la responsabilización, con la legitimación social de la violencia, con la cultura de la violación, con la impunidad. Es un miedo que atraviesa nuestra identidad y en el que interaccionan el género pero también el color de piel, la clase, la orientación sexual y otros muchos ejes de discriminación.

Desde un punto de vista jurídico, hay que partir del hecho de que el Código Penal admite que pueda existir una relación sexual no consentida sin violencia. La división de las infracciones penales entre agresiones y abusos es artificial y no refleja el continuum de las violencias sexuales. La concepción normativa de la violencia, la intimidación y el abuso no deja de apoyarse en categorías sociológicas que están impregnadas de creencias y subjetividades. Los delitos sexuales todavía gravitan demasiado sobre la ‘honorabilidad’ de la mujer en lugar de su autodeterminación sexual. Las sucesivas reformas del Código Penal, algunas recientes, han menospreciado la oportunidad de configurarlas a partir del consentimiento de la mujer. Ciertamente, la frontera entre la agresión mediante violencia física o moral y la presión coercitiva puede ser muy resbaladiza. Pero ese marco de partida no justifica la incoherencia entre el fallo de la sentencia y sus hechos probados, propios de una condena por agresión sexual. La desconexión es tan llamativa que surge la duda de si el choque irreconciliable de pareceres entre los componentes del tribunal se resolvió con una huida hacia adelante, lanzando a los tribunales superiores que resuelvan los recursos, la responsabilidad del pronunciamiento definitivo sobre agresión o abuso sexual.

Imagen de la manifestación de Bilbao tras la sentencia de 'la manada'. / Foto: Andrea Momoitio

Imagen de la manifestación de Bilbao tras la sentencia de ‘la manada’. / Foto: Andrea Momoitio

El tribunal entiende probado que la joven no tuvo capacidad de reacción, que estaba atemorizada, que fue sometida y obligada por la atmósfera coactiva –intimidación ambiental- configurada voluntariamente y premeditadamente por los agresores. Reseña incluso que en el tramo final de la agresión, la joven estaba acorralada por dos de ellos y que gritaba; también detalla la existencia de gemidos de dolor. La sentencia cita varios precedentes para definir la intimidación como un constreñimiento psicológico fruto de una amenaza grave, expresa o implícita, si la víctima no accede a participar en el acto sexual. Exige que esa violencia moral que caracteriza la agresión sexual, sea seria, previa, inmediata, suficiente, idónea y causal para doblegar la autodeterminación sexual de la mujer. Pero a pesar de que los hechos probados encajan a la perfección con esa definición, acto seguido niega la existencia de intimidación y afirma que existió consentimiento, aunque viciado por el contexto de superioridad. El tribunal utiliza una argucia interpretativa: disgrega el factor ‘superioridad’ de los elementos que conformaban la intimidación constitutiva de la agresión sexual para reconducirlo al factor ‘prevalimiento’, una modalidad comisiva agravada del abuso sexual básico. De esa forma, consigue ‘deshinchar’ la fuerza de la intimidación y justificar que el desvalor añadido de la superioridad numérica y física de los agresores ha sido efectivamente tenido en cuenta. Con esa interpretación forzada, pasamos del negro (falta absoluta de consentimiento) al gris (consentimiento viciado). ‘La Manada’ ya no agrede, sino que aprovecha su superioridad para abusar, un matiz que en términos de reproche social, de victimología y de consecuencias jurídicas (pena) da un giro radical.

El análisis de la sentencia permitiría ríos de tinta, pero no puede dejarse de destacar que la misma es una muestra representativa del sesgo patriarcal que se proyecta en infinidad de estereotipos y juicios de valor. Por citar algunos de ellos: fundamentar la credibilidad de la joven en base a la existencia de vídeos y en que su ‘personalidad’ no presenta patologías; centrar el análisis de los hechos en las reacciones de la joven y no en la conducta de los agresores; considerar relevante la falta de experiencia sexual en grupo previa de la chica; calificar algunas posturas sexuales como degradantes en lugar de atender a si han sido impuestas; reivindicar el derecho de la joven a rehacer su vida para acto seguido reducir la indemnización en atención a su grado de recuperación; responsabilizar a la joven atribuyéndole una actitud ‘pasiva’ y afirmar que su capacidad de reacción estaba comprometida por su consumo de alcohol y no por la situación, etc. Y ello por no calificar el insultante y revictimizante voto particular discrepante, que no sólo afirma la existencia de consentimiento sino que ve un jolgorio sexual compartido.

Cabe esperar que el fructífero debate social que ha provocado la sentencia no vaya en detrimento de la exposición de la intimidad de la joven y que esta sentencia suponga un punto de inflexión en la exigencia de una justicia con perspectiva de género, demanda que no puede saldarse con otra reforma del Código Penal en términos punitivistas.

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