Tranquila, mamá, yo seré el hombre de la casa

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Pandora García

Miriam Sánchez M.
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Cuando conocí a Gustavo, cometí el error de pensar que, al haberse criado solo con su madre, sería feminista. O, al menos, que no sería machista. Su padre les había abandonado siendo él un preadolescente. Había visto a su […]

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16/02/2018

Pandora García

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Miriam Sánchez M.
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Cuando conocí a Gustavo, cometí el error de pensar que, al haberse criado solo con su madre, sería feminista. O, al menos, que no sería machista. Su padre les había abandonado siendo él un preadolescente. Había visto a su madre reponerse de una separación. Saliendo adelante por sus hijos. Siendo el padre y la madre a la vez. Tardé lo mío en entender que se acercaba más a ese prototípico futbolista que rezuma masculinidad tóxica y luce con orgullo un tatuaje con el lema ‘Amor de madre’ que a un hombre consciente del coraje de tantísimas mujeres.

Primero fueron los comentarios despectivos hacia otras mujeres, incluso revelando intimidades de sus exnovias con mala intención; después, el continuado uso del referente materno para desacreditar o, incluso, rechazar las maneras de actuar de otras mujeres, teniéndola a ella como el ejemplo de ‘mujer perfecta’. Más tarde, descubriría que su afectuosa relación se basaba, también, en una protección desmedida de madre a hijo, en un estado de servidumbre, en ‘que no le falte nada a mi niño no sea que vaya a echar de menos algún día a su padre’.

Pero claro que le echaba de menos. Bueno, quizás no tanto al señor en sí, sino a la tenencia de un referente paterno. Un modelo de masculinidad a seguir. De ahí, quizás, esa obsesión por el mundo del motor, la velocidad, las películas de acción. ¿Hay algo que brote más testosterona que eso? Sí, quizás el personaje de Michael Douglas en ‘Wall Street’ o su alter ego más reciente, Leonardo DiCaprio en ‘El lobo de Wall Street’. Ambos reúnen todo lo que la sociedad nos ha enseñado que es monopolio masculino: la ambición, el poder, la soberbia, el individualismo, la competitividad, la depredación sexual, la violencia gestual, verbal o, simplemente, violencia tal y como la entendemos. Ah, y la mujer como un trofeo, un componente más de la manera de entender, según las leyes de la masculinidad heteronormativa, el éxito.

Eso sí, sin pasar por alto la clásica división de la población femenina en dos sectores –que compartía con todos sus amigos heterosexuales–: las mujeres que me follaría y con las que me casaría. Por supuesto, estas últimas tenían que ser un reflejo de su querida madre. Volvemos a la madre. Libre sea de culpa, que lo hizo lo mejor que pudo. No obstante, educara bien o mal a su hijo, lo hizo bajo el umbral del machismo. Porque está en la raíz y, por defecto, educamos descendientes machistas, a no ser que haya una conciencia, un choque social, una ruptura de esquemas deliberada. Es lo que hemos conocido y lo que socialmente está aceptado como normalidad.

Por tanto, ese niño, que creció sin un padre, no, no tiene por qué haber convertido las lágrimas, la soledad y el instinto de superación y supervivencia de su madre en una visión feminista ante la vida. Creció y quiso ser el hombre de la casa con el que nunca vivió. Hijo del capitalismo, que tiene cara y mente de hombre, abrazó el neoliberalismo, queriendo convertirse en un gran empresario, en un hombre de éxito, en lo que la sociedad le dijo que era ser un hombre de verdad. Porque, por mucho que tratemos de despolitizar el feminismo, está comprobado que en el machismo se encuentran el conservadurismo –con sus guardianes de la moral, las costumbres y las tradiciones– y el capitalismo más voraz. Y en este escenario, las mujeres tienen un lugar, la casa, y un rol, el de cuidadoras, bondadosas y sacrificadas. Amor de madre, vaya.

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