“Hasta luego, Maricarmen”

“Hasta luego, Maricarmen”

Cuando nos llaman 'maricas', no nos están llamando 'homosexuales' sino 'no hombres'. El insulto nace de la interacción entre la misoginia y esa máquina de normalización que es el "convertirse en un hombre".

23/02/2018
Ilustración: Belial Naranjo Martín

Ilustración: Belial Naranjo Martín

Suelo aclarar que soy marica, ante todo, porque me lo han llamado de niño. Durante muchos años, constantemente y en todas partes, pero sobre todo en la infancia y adolescencia. Somos subproductos. Deshechos. Sois vosotros quienes nos bautizáis. En un primer momento lo viví como una condena. En el patio del colegio había niños, niñas y un marica. No entendía por qué, pero todo el mundo parecía ser capaz de detectarme. Ya fuera en el enésimo campamento de verano, en las clases de inglés, en el pueblo o el hotel de la playa. Yo era “el marica”. Aunque cambiase la obra, yo acababa siempre encasillado en el mismo papel. Como un mal actor. O uno que personifica un rol demasiado bien.

Sentí que había llegado la confirmación cuando, por primera vez, me masturbé pensando en otro hombre. Tras esa paja, lloré durante varias horas. En efecto, soy marica. ¿Profecía (auto)cumplida? El insulto se había tornado en carne. El insulto, imprimado en mí también de formas más inocuas, como cuando familiares y amigas me respondían “Yo siempre lo supe” a mi confesión preadolescente. Solo que no me decía marica, sino “gay”, y así lo hice durante mucho tiempo.

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Después de mis muchos desencantos con el mundillo homosexual, acabé por naufragar en el submundo transmaricabollo. Aquí he aprendido a matar a ese gay heteroimpuesto para abrazar al maricón que, al parecer, siempre había sido. Pero si bien la homosexualidad es un concepto sencillo, “marica” aún se me escapa. Y miradme, aquí estoy, escribiendo sobre Identidades Maricas y sin saber definir la propia palabra. Sin embargo, creo tener claro a qué categoría se adscribe la palabra “Marica”, al menos para mí.

Marica es mi identidad de género. Vayamos de nuevo al principio.

No creo haber sido socializado como “chico”. No correctamente, al menos. Cuando estaba rodeado de ellos, me sentía raro, y ellos también. En esta sociedad ordenada en torno a la genitalidad, yo era un elemento disfuncional. Porque la genitalidad, llamada ahora “sexo”, se vincula a unas actitudes, a un funcionar, llamado “género”. Y en mí, esa continuidad estaba más rota que en los demás. Todo elemento disfuncional es disruptivo. Genera tensiones. Así como lo hace toda norma.

Creo sinceramente que mis compañeros de clase de 8 años no me estaban llamando homosexual cuando me llamaban marica. A esas edades, el concepto de “orientación sexual” aún no está siquiera asentado en el léxico de les niñes. Es imposible que, a los ocho años, esos niños me estuvieran imaginando follando con hombres. Tampoco me vale que marica sea un “insulto genérico que ha perdido su significado inicial”. Marica es el insulto último. El peor. Porque, ¿sabéis que nos están llamando cuando nos llaman maricas?

Nos están llamando No-hombres.

El espacio de privilegio se constituye a base de delimitar las otredades. Es decir, ser blanca no significa nada en sí mismo. Ser blanca es no ser asiática, no ser romaní, no ser latina. No ser negra. De ahí que nos llamemos blancas. Porque delimitamos la otredad y nos separamos lo máximo de ella para ejercer nuestro privilegio. Somos rosadas, anaranjadas, morenas. Pero nos decimos blancas para decirnos No-Negras.

Como maricón os digo que el proceso de socialización de los niños es una gran máquina de producción de futuros hombres. Un goteo constante de juegos competitivos con ganador y perdedor. Una revisión constante sobre qué prendas y qué colores son aptos y no aptos. El niño va matándose para convertirse en un hombre. Dejando cosas tras de sí que envidia y añora. No es casualidad que tantos machirulos aprovechen los limbos sociales como carnaval o despedidas de soltero para ponerse el vestido más entallado y las tetas falsas más desproporcionadas que encuentre. Convertirse en hombre es aprender a performar hombre, y para ello hay que delimitar y evitar todo lo que no es.

En ese juego de “convertirse en hombre”, los maricones somos un recordatorio constante de ese proceso de hombrificación. Somos los que bailamos, los que cantamos, los que lloramos, los que dejamos libres nuestro cuerpo para comunicarnos más ricamente. Los que peinamos, maquillamos, acariciamos o hablamos de sentimientos. Toda esa diferencia genera tensiones en esa máquina de normalización que es el sí de los niños. Por todo eso, creo que cuando a los 8 años me empezaron a llamar marica, me estaban llamando No-Hombre. Porque era importante para ellos enmarcarme en una otredad. Sacarme de ese lugar de privilegio como castigo a mi rebeldía. Una rebeldía que quizás ellos no se atreviesen a ejercer.

Y ese proceso no acaba nunca. No son solo niños de 8 años los que llaman Marica a otros, ya sea para enmarcarlos como otredad o para reconducirlos a la masculinidad hegemónica de la que ellos también son partícipes. Todos lo hacen. Ya sea para delimitar la otredad (“Ese es marica”) o para reforzar ese proceso colectivo de hombrificación cuando otros hombres tienen conductas que no les son propias (“No seas maricón”). ¿Queréis un ejemplo histórico?

En la España de los años veinte, el nombre de mujer más habitual era Maricarmen. Desproporcionadamente habitual. En algún momento de genialidad dentro de ese proceso de normativización, algún hombre le diría a otro “No seas No-Hombre” de una forma muy acorde a los tiempos. Le diría no seas mujer. No seas Maricarmen.

No seas Maricarmen.

No seas Marica.

Sí, queridas amigas. De ahí venimos las mariconas. De vosotras. De mi abuela Maricarmen. De mi tía y madrina, Maricarmen. De ahí vengo yo, la Santamari(c)a. De la interacción entre la misoginia y esa máquina de normalización que es el “convertirse en un hombre”. Y por eso he decidido abrazar esa palabra. Porque para delimitarme en la otredad “no-hombre”, me están insultando con “mujer”. Con Maricarmen. Con mi tía o mi abuela, a las que adoro y admiro.

Lo que antes era el gran insulto es ahora un gran recordatorio de que la lucha marica es una lucha profundamente adscrita a la lucha feminista. Porque empoderarnos como maricas es empoderarnos en nuestra feminidad. Es aunar nuestras otredades “no-hombre” y nuestras fronteras para cercar a esos machunos desde la periferia y decirles con absoluto convencimiento que somos muchas. Que estamos juntas y que vamos a seguir tocándonos, peinándonos, maquillándonos, bailando, llorando, gesticulando y hablando de sentimientos. Y que lo vamos a hacer porque, aunque no lo crean, eso nos vuelve infinitamente más fuertes que ellos.

Hasta luego y gracias, Maricarmen.

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