Los conflictos del posconflicto del campo colombiano

Los conflictos del posconflicto del campo colombiano

La desaparición progresiva de cultivos tradicionales en beneficio de proyectos agroindustriales impulsados desde las instituciones ha supuesto un grave perjuicio para el campesinado de Colombia. A esto se une la tradición patriarcal y el machismo enraizado que, además, complica la vida de las mujeres rurales.

11/12/2017

María Rado / Colombia

Esperanza vuelve a su finca después de dejar en casa una planta de plátanos. / Foto: María Rado

Esperanza vuelve a su finca después de dejar en casa una planta de plátanos. / Foto: María Rado

Colombia acaba de ser testigo de cómo la guerrilla de las FARC entregaba sus armas a la ONU poniendo fin a un conflicto de más de 50 años. La paz trae consigo una transparencia que permite ver los problemas que antes quedaban ocultos tras la violencia, son los llamados ‘conflictos del posconflicto’. Entre ellos se encuentra la precaria situación del campo colombiano y, particularmente, de las mujeres que lo trabajan.

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En la húmeda y calurosa región de los Montes de María, en la zona del Caribe, trabaja desde hace 25 años la Corporación Desarrollo Solidario (CDS). Su sede es un oasis de flora y fauna tropical en medio de un desierto de palma de aceite, que es en lo que se ha convertido Maríalabaja, municipio en el que se encuentra. CDS acompaña diferentes procesos campesinos y ha desarrollado una línea para apoyar específicamente a las mujeres rurales. Una de sus integrantes, a quien llamaremos Marcela porque ha preferido mantenerse en el anonimato, asegura que “hay mucho machismo en la zona y predomina el patriarcado, lo que subordina la vida de las mujeres”.

Desde CDS aseguran que los principales obstáculos a los que se enfrentan las mujeres montemarianas –situación extrapolable al resto del país- son las amenazas a la soberanía alimentaria, la violencia y el escaso acceso a la propiedad de la tierra. Añaden el escollo de que las propias mujeres reconozcan la huella de los procesos históricos y el patriarcado reinante en el campo.

Un informe de Oxfam del año 2014 asegura que las mujeres rurales colombianas sufren una triple victimización: “Por su condición y el hecho de ser mujer en un mundo rural con oportunidades restringidas frente a las ventajas y privilegios que gozan mujeres y hombres en las áreas urbanas”. Además, sufren las consecuencias de vivir en una estructura patriarcal como la rural y, finalmente, “están expuestas y son vulnerables a las diferentes manifestaciones de violencia intrafamiliar y de género que experimentan en su entorno cotidiano, y a las dramáticas consecuencias del conflicto armado”.

Pérdida de soberanía alimentaria

En los últimos años ha llegado a Europa la mala fama del aceite de palma principalmente por lo perjudicial que resulta para la salud. Sin embargo, los problemas que este producto genera en Latinoamérica van mucho más allá de los causados por las grasas saturadas. Las vías por las que las grandes empresas palmeras acumularon tierras para plantar palma han sido ampliamente cuestionadas y, en algunas zonas, se ha comprobado legalmente sus vínculos con paramilitares. A las masacres, los desplazamientos forzados y los despojos de tierras cometidos por los paramilitares, se unen el destrozo del medioambiente y los problemas con el agua que este tipo de monocultivos provocan.

“YA NO HAY LA ABUNDANCIA EN LA PRODUCCIÓN DE ALIMENTOS QUE HABÍA ANTES, PORQUE MUCHAS TIERRAS ESTÁN CON LA PROPUESTA AGROINDUSTRIAL, POR LO QUE SE PIERDE SOBERANÍA ALIMENTARIA”

El acaparamiento de tierras para establecer este tipo de monocultivos, ya sea de forma legal o ilegal, hace que cada vez quede menos espacio para los cultivos tradicionales. Según cifras de la Federación de Palmicultores (Fedepalma), existen 450.000 hectáreas de palma aceitera en Colombia, convirtiendo al país en el primer productor del continente, y el cuarto mundial. En las comunidades que han sido literalmente invadidas por la palma existen fuertes movimientos de resistencia, pero es complicado mantener un cultivo tradicional cuando desde el Estado se promueven otros modelos de desarrollo y apenas queda agua para regar la yuca o el plátano. “Ya no hay la abundancia en la producción de alimentos que había antes, porque muchas tierras están con la propuesta agroindustrial, por lo que se pierde soberanía alimentaria”, afirma Marcela.

En el valle geográfico del río Cauca, en el suroeste del país, se enfrentan a los problemas causados por otro monocultivo, el de la caña de azúcar. De las 3000.000 hectáreas que ocupa el valle, 250.000 son de cultivos de caña, básicamente en las zonas bajas, porque en la montaña no crece. El azúcar también está siendo vilipendiado en Europa por las nefastas consecuencias que tiene para la salud y, al igual que la palma, también las tiene para el medio ambiente y para la seguridad alimentaria de las comunidades en las que se ha plantado.

Plantación de palma de aceite en los Montes de María. / Foto: María Rado

Plantación de palma de aceite en los Montes de María. / Foto: María Rado

Sabanetas es una pequeña aldea en el municipio de Guachené, de mayoría afrodescendiente. El polvo de las calles sin asfaltar se levanta al pasar con el coche y se mire donde se mire, en algún punto, el ojo se cruza con plantaciones de caña. Francia Zapata, con su sonrisa amplia y hablar acelerado, enumera los problemas que los cañaverales que rodean su pueblo han traído a la comunidad. A los problemas de reducción de cultivos tradicionales por la expansión de la caña se unen los ocasionados por su quema, que se realiza para que sea más fácil cosecharla. Cuando se quema la caña, empiezan a flotar por el ambiente y a colarse en las casas, y los pulmones, las cenizas, llamadas pavesa, fruto de la combustión. Francia asegura, además, que “han aumentado los robos, porque los ladrones se esconden entre la caña y cuando uno pasa le salen a atracarlo, robarlo o hacerlo cualquier cosa a uno”.

Hay más consecuencias. Para acelerar la maduración de la caña de azúcar, se le suministra glifosato, el mismo químico que se rociaba desde avionetas para acabar con los cultivos de coca del país. El glifosato actúa sobre la caña favoreciendo su maduración, pero mata el resto de cultivos tradicionales a los que llega filtrándose en las fuentes hídricas. Es toda una lucha seguir con este tipo de cultivos, porque las cosechas se alteran, no salen los frutos y se acaba perdiendo dinero, por eso muchos de los campesinos acaban sucumbiendo y uniéndose a los proyectos agroindustriales, otros, como los padres y cuñado de Francia, resisten y mantienen su finca tradicional. Es más una cuestión de orgullo y de reivindicación que de supervivencia económica. La finca del cuñado de Francia tiene un sinnúmero de naranjas por el suelo porque no renta agacharse a por ellas y llevarlas a vender.

“Yo me quedé con los niños ayer, hoy te quedas tú”

Denilsa Julio es una campesina empoderada que se ha convertido en lideresa de su comunidad. Llega a la sede de CDS armando revuelo, saludando y besando a todo el mundo. Va muy arreglada, rompiendo el imaginario urbanita del campesinado con uñas negras de trabajar la tierra. “Nosotras las mujeres no tenemos ninguna desventaja porque trabajamos igual que los hombres y somos igual que ellos”, asegura. Al ser preguntada por la práctica y no por el sentimiento personal sí acepta que existen desventajas: “Aún hay mucho machismo acá, en Montes de María. Todavía se piensa que las mujeres estamos para tener hijos, trabajar en la casa y hacer la comida, pero eso no es considerado un trabajo y no aporta ingresos”.

Denilsa es desplazada y sobreviviente de violencia sexual durante el conflicto armado. Ha logrado sobreponerse también a la violencia económica estructural de la zona. “Trabajamos el campo igual que los hombres pero no tenemos las mismas facilidades. Si una mujer hereda una parcela al final el que la gestiona es su marido. Si una familia hereda una parcela se han dado casos en que los hermanos la venden sin consultarlo con las mujeres de la familia y no les reparten su parte del dinero”, explica. Ella, sin embargo, formó una cooperativa junto a sus 14 hermanos y todos juntos trabajan la tierra que heredaron de sus padres.

Con su lucha, ha logrado ser respetada y tenida en cuenta. Se ha convertido en ejemplo para otras mujeres de la zona con las que trabaja. En su caminar sienten la solidaridad de los hombres de las organizaciones campesinas, pero son conscientes de que hay personas que no están organizadas y ni siquiera saben que tienen unos derechos a los que pueden apelar. “Nosotras nos reunimos y hay mujeres que tienen que pedir permiso a sus maridos para venir, otras han conseguido negociar ‘yo me quedé con los niños ayer, hoy te quedas tú’, y hay otras que han conseguido que sus maridos cojan la escoba en casa”, dice orgullosa.

Ineficacia de las políticas públicas

El Estado colombiano no ha obviado la problemática que existe en el entorno rural y tampoco la situación específica de las mujeres, sin embargo, las medidas que desde las instituciones se han llevado a cabo no han sido del todo eficaces. La Corporación Desarrollo Solidario realizó un documento diagnóstico en 2014 -cuyas conclusiones siguen vigentes hoy- en el que analizan el acceso a la tierra y a activos agropecuarios de las mujeres en la región de Montes de María.

Denilsa. / Foto: Archivo Corporación Desarrollo Solidario.

Denilsa. / Foto: Archivo Corporación Desarrollo Solidario.

En uno de los puntos del documento se detallan todas las políticas públicas enfocadas a las mujeres, entre ellas la Ley de Mujer Rural (731 de 2002), muy celebrada en su momento. CDS recoge en el diagnóstico que las mujeres montemarianas “tienen muy poco conocimiento de la existencia de las políticas públicas” y añade que “a pesar de que algunas hayan accedido a algunos programas (…) no es clara la información sobre los mismos, no generan impacto en el mejoramiento de su calidad de vida, dado que los recursos han resultado insuficientes para resolver las necesidades básicas de las familias donde las mujeres aportan de manera económica a la manutención del hogar”.

La solución radica en organizarse y funcionar colectivamente sin esperar que el Estado dicte leyes que resuelvan unos problemas que en Bogotá son ajenos. Además, es precisamente desde la capital desde donde se impulsan los proyectos agroindustriales que están acabando con la soberanía alimentaria de los territorios rurales. Para Francia Zapata la situación puede mejorar con “proyectos en los que las mujeres tengan su propia iniciativa y puedan decir ‘esta tierra es mía y yo le voy a sembrar un cultivo’”.

 


Este reportaje fue publicado en el número 5 de El Salto.
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