No es solo Juana

No es solo Juana

Las criaturas que viven situaciones de maltrato en sus hogares no están siempre protegidas por la legalidad que prioriza los derechos del padre.

Imagen: pnitas
16/09/2017

Mercedes Moraleda*, Álida Fombona**, Carolina Pulido***

Ilustración P.nitas.

Las profesionales que día a día acompañamos a las mujeres supervivientes de situaciones de violencia machista y a sus hijos e hijas pensábamos que, a estas alturas, ya no era necesario explicar que una criatura que crezca expuesta a las agresiones que su padre ejerce sobre su madre verá su desarrollo gravemente comprometido. Pero tras el despliegue de opiniones que se han vertido a partir del caso de Juana Rivas parece ser que sí lo es. Con este texto queremos dar voz a esos cientos de niños y niñas que cada día llegan a los recursos de atención de víctimas de violencia.

La respuesta es sí, los hijos y las hijas también son víctimas de violencia de género, algo que parece obvio pero es necesario repetir. La reciben, incluso sin necesidad de tocarles un pelo.

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Lo dice la legislación española e internacional:

Los niños y niñas expuestos a violencia son víctimas directas, no sólo testigos, y es obligación de las instituciones protegerlas. En 2015 se modificó el sistema de protección de la infancia y la adolescencia mediante una ley orgánica y otra ordinaria, incorporando bastantes de las cosas que marcan los estándares internacionales y europeos en materia de derechos humanos. La ley orgánica 8/2015 de 22 de julio de modificiación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia señala que:

“Es singularmente atroz la violencia que sufren quienes viven y crecen en un entorno familiar donde está presente la violencia de género. Esta forma de violencia afecta a los menores de muchas formas. En primer lugar, condicionando su bienestar y su desarrollo. En segundo lugar, causándoles serios problemas de salud. En tercer lugar, convirtiéndolos en instrumento para ejercer dominio y violencia sobre la mujer. Y, finalmente, favoreciendo la transmisión intergeneracional de estas conductas violentas sobre la mujer por parte de sus parejas o exparejas”.

Es decir, la interpretación de esta ley por parte de jueces y juezas, según el enfoque de Derechos Humanos, debería ser de una presunción de impacto en la salud de estos niños y niñas, no lo contrario.

Lo que ratificamos las profesionales que intervenimos en estos casos.

Síntomas como la ansiedad, el miedo generalizado, trastornos de apego, retrasos en el desarrollo, insomnio, agresividad, síntomas físicos, etc. son secuelas que generalmente no se curan hasta después de un tiempo largo de intervención, y desde luego no ayuda que sigan en contacto con el agresor, es decir, la figura que ejerce el daño.

Durante las visitas paternas, los niños y niñas no sólo siguen en contacto con la persona que les ha expuesto a la violencia y al miedo, sino que se dan, según nos relatan las propias niñas y niños, otros riesgos y situaciones que les generan un daño tremendo difícil de reparar.

En casi la totalidad de las ocasiones son utilizados para herir a sus madres al ser el único vínculo que los maltratadores guardan con ellas, ejerciendo el único poder que aún queda sobre ellas. Así pues, son alentados y alentadas a insultarlas y desobedecerlas. Tienen que oír palabras de desprecio y amenazas contra ellas, les interrogan sobre sus vidas para seguir manteniendo la vigilancia en la distancia. También con demasiada frecuencia vuelven a ser testigos de la violencia ejercida contra nuevas parejas con el doble daño que esto supone.

En múltiples ocasiones los menores son agredidos de manera directa durante las visitas, a veces desgraciadamente incluso dando fin a sus vidas por las dinámicas de la violencia que generan los maltratadores. No olvidemos que ya van 22 menores asesinados desde 2013. Las madres suelen estar avisadas: “te voy a quitar lo que más quieres”, “Te haré daño donde más te duele”. Lamentablemente, y en demasiadas ocasiones, cumplen con esta promesa.

Raras son las ocasiones en que se consigue evitar las visitas paternas, diríamos que son excepcionales. Incluso cuando la madre ha sido asesinada, la familia de esta se ve obligada a meterse en procesos judiciales infernales para frenarlas. Atroces son las consecuencias para los niños y las niñas, que se ven forzados a seguir viendo al agresor incluso cuando han sido testigos del asesinato de la madre. De esto, poco se habla en los medios.

Los equipos psicosociales de los juzgados que evalúan el riesgo y la realidad de estos niños y niñas siguen atravesados por sesgos patriarcales y pocas veces se niegan los derechos como padre, incluso se sacralizan, frente al angustioso olvido de los derechos de los menores. Si la criatura consigue expresar su rechazo a ir con el padre será desacreditado con argumentos como “los niños fabulan” o “eso es que su madre le ha comido la cabeza”, como tantas veces las profesionales hemos oído, mostrando, a parte de unos fuertes prejuicios sobre la mujer, un gran desconocimiento de la psique de los menores y de los mecanismos con los que opera la violencia machista.

Hablemos un poco más de las consecuencias

Criarse en un contexto de tensión donde los niños y las niñas no pueden predecir ni evitar las agresiones que ponen en peligro a sus madres y a ellos mismos afecta a la autoestima, al rendimiento escolar y al área emocional, etc.

Pongamos un ejemplo, durante los primeros años de infancia se aprende la capacidad de autorregulación, esto es, de saber calmarnos y controlar impulsos cuando nos desbordan los nervios, el miedo, la rabia. Esto no lo aprendemos por nosotros mismos, son fundamentales las figuras de referencia. Los hijos e hijas víctimas de violencia machista viven a menudo situaciones de mucho miedo, tensión y angustia, situaciones violentas en las que ni el agresor ni la agredida están en condiciones de calmarles ni ofrecer un ambiente seguro para su desarrollo. Esto a su vez fomenta la percepción del mundo como una amenaza. Puede provocar miedo generalizado, flashbacks, pesadillas. La rabia se queda truncada: rabia hacia la persona que le hace daño a su mamá, hacia la situación que les toca sufrir directamente y sobre la que no pueden decidir, pero rabia que no se puede expresar hacia aquel que la provoca por las posibles represalias y que sale con frecuencia en forma de agresividad hacia sus compañeros y compañeras, hermanos o hermanas, madres o hacia uno mismo en forma de futuros trastornos depresivos por ejemplo u otros más graves.

Es fácil entender cómo algunos niños y niñas, que aprenden todo por imitación, aprenden también de los agresores a resolver sus problemas utilizando la violencia como herramienta, no conocen otra, o a relacionarse con las personas en función del referente que han tenido. Pueden crecer con esquemas mentales rígidos con respecto a la identidad de género.

En el terreno afectivo el daño puede ser devastador. Que una de las personas de la cual dependen sus cuidados y su seguridad, en este caso el padre agresor, sea percibido como una figura violenta, puede alterar los sistemas de defensa de tal manera que los niños y las niñas crecen sin saber detectar las señales de alerta que les ayudan a diferenciar personas y situaciones dañinas de las que son beneficiosas, convirtiéndoles en carne de cañón para futuras relaciones de maltrato. Puede llevar al aislamiento y/o a relaciones conflictivas con iguales. Les obliga a vivir en un continuo estado de alerta que altera el desarrollo de sus sistemas nervioso, cognitivo y emocional.

Muy al contrario de lo que se cree y se defiende tras el famoso y falso Síndrome de Alienación Parental (SAP), que extiende la idea de que los hijos y las hijas son puestos fácilmente en contra de su padre por “la maldad de su madre”, la realidad es muy diferente.

Para los hijos y las hijas exponer estas situaciones no es fácil. La mayoría viven en silencio su malestar. Condenar a su padre les produce en muchas ocasiones un miedo terrible, porque, ¿quién sabe cuántas veces han sido amenazados o han oído amenazas de lo que sucede si cuentan? A veces ni siquiera las amenazas explícitas, el que convive y depende de una persona violenta sabe muy bien qué pasa si hace algo que no le gusta al agresor.

Pero además del miedo está la idealización: niños y niñas se aferran a la idea de tener un padre, necesitan pensar que tienen un padre, y que este es bueno, que son niños normales, como los de su clase. Reconocer que su padre les hace daño o les da miedo sería para ellos todo un proceso de duelo, que les lleva a pensamientos de auto-desvaloración y culpa (“es porque no lo merezco”, “es porque no me quiere”, etc.). Además hay un montón de mandatos sociales al respecto que hacen casi imposible plantearse no amar o no querer ver a su padre (“pero es mi padre, le tengo que querer”). No quieren creerlo, no pueden creerlo: hacerlo conllevaría tomar una serie de decisiones y respuestas que no están en condiciones de ejercer, debido a su dependencia y vulnerabilidad. Muchos de ellos crean realidades paralelas u olvidan episodios de violencia, mientras presentan dolores de tripa o crisis nerviosas cuando se acerca la fecha de las visitas. Son sus mecanismos de defensa para sobrevivir, pero eso no hace que eviten el impacto de la violencia. Todo esto no solo genera en ellos mucha confusión, sino que hace difícil que testifiquen en contra de su padre o que su madre pueda manipularles contra él.

A pesar de lo dicho anteriormente, y sobre todo si se invierte un tiempo en escucharles, muchos de ellos expresan que le tienen miedo a su padre, que no quieren ir (“menos ahora que no está mi madre para protegerme”, “me da miedo que me haga lo que le hacía a ella”, “ayúdame a que nunca más tenga que ver a mi padre”). Cuantas veces lo habremos oído las profesionales en sesiones de terapia. Se cansan de decirlo y, desgraciadamente, se cansan de que nadie les escuche y actúe en consecuencia.

Teniendo en cuenta todo esto, ¿de verdad aún alguien puede creer que no sea necesario revisar la custodia cuando hay situaciones de violencia machista? Escuchemos a las profesionales, escuchemos a las madres y escuchemos y de manera muy activa, es decir, con los oídos, pero también con el corazón y la cabeza y sin los filtros del patriarcado a las criaturas.

Y nosotras, las profesionales contestamos, alto y claro y con muchos años de experiencia en estos casos un no rotundo, un maltratador no puede ser un buen padre, una persona que hace daño de manera sistemática a la principal figura de apego del hijo o la hija, es decir la madre, no puede ejercer una crianza sana. Ni desde luego ser una buena referencia en el desarrollo psicosiocial de los y las menores, ni cuidar, ni proteger.

Preguntémonos ahora, ¿qué nos hace ciegos a esta realidad que puede parecer tan lógica? ¿Qué ha llevado a miles de personas, en su mayoría hombres, y hasta medios de comunicación a empatizar con un maltratador, a evidenciar o descreer una condena por maltrato, y en última instancia, a normalizarlo y legitimarlo? La respuesta deja en evidencia lo mucho que queda aún por andar en el terreno de la igualdad y explica en sí misma que a día de hoy la violencia sea la primera causa de muerte de las mujeres en el mundo.

Los maltratadores no son individuos locos, no nos cansamos de decirlo, son hijos sanos del patriarcado. En su mayoría son personas perfectamente capaces de relacionarse con otras personas, de mostrarse exitosos, encantadores y sosegados frente a amigos y vecinos, personas que eligen selectivamente a la persona que van a agredir con el fin de ejercer poder sobre ellas, apoyados en una ideología de género. Una ideología que comparten con muchos otros hombres e incluso mujeres. Son las voces de todos ellos los que le hacen sentirse legitimados en su violencia, son los chistes machistas, las justificaciones del maltrato, la culpabilización sobre las mujeres, las que permiten y ejecutan esta locura que se cobra una media de 60 asesinatos al año y miles de damnificados. La violencia campa a sus anchas en nuestro país porque cuenta con impunidad, no se condena ni en los juzgados ni en la calle. No en vano con frecuencia los maltratadores advierten a sus víctimas: “pero si nadie te va a creer”. Pero frente a cualquier evidencia hay algo que pesa más. La ideología machista y sesgos patriarcales siguen funcionando a todo gas. No hay más que ver la opinión pública ante el caso de Juana Rivas.

Acabar con esta violencia conlleva un compromiso de toda la sociedad. Resulta incómodo o dificultoso mover esos férreos esquemas mentales que nos dejarían vivir a todos y a todas más en paz.

Por otro lado, queremos expresar nuestra repulsa ante la criminalización de las profesionales del centro de la mujer de Granada que han acompañado a Juana Rivas en este proceso de protección a sus hijos.

Las profesionales tenemos el deber ético de tener en cuenta siempre el interés superior del menor, algo que no se está teniendo en cuenta en muchas de las sentencias que se dictan cuando se dan situaciones de maltrato. Entendemos que si un niño o niña tiene miedo hay que suspender la visita, escucharles y valorar psicológicamente a este menor. Cuando se dan estas situaciones a los niños y niñas no se les está poniendo como titulares de derechos sino como sujetos de decisiones adultas. Los y las profesionales nos amparamos en el marco normativo para poder proteger a estos menores.

Por lo tanto, criminalizar a las profesionales que han tratado de visibilizar esta desprotección es vulnerar no sólo los derechos de los niños y las niñas, sino también el de las personas que, como defensoras de Derechos Humanos, se dejan la piel diariamente en el duro trabajo de acompañar en estos procesos a las mujeres y a sus hijos e hijas.

*Mercedes Moraleda, psicóloga y trabajadora de la red de atención a víctimas de violencia. Experta en menores.

**Álida Fombona, psicóloga y trabajadora de la red de atención a víctimas de violencia. Experta en mujeres víctimas.

***Carolina Pulido, socióloga y educadora social. Ha trabajado en la red de atención a víctimas de violencia. Experta en intervención en trabajo de relación maternofilial con madres víctimas.

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