Los 43 de Ayotzinapa. Tres años de impunidad

Los 43 de Ayotzinapa. Tres años de impunidad

El crimen de Iguala, los asesinatos, las torturas y las desapariciones del 26 de septiembre de 2014 nunca serán del todo esclarecidos si no hay una Comisión de la Verdad específica para el caso de Ayotzinapa. El número 43 se ha convertido en un símbolo de la lucha contra la impunidad en un país donde las cifras de personas desaparecidas aterran: organizaciones de defensa de derechos humanos y de familiares de personas desaparecidas barajan cifras que superan los 45.000.

26/09/2017

Luis López Lago*

Pintada en una pared de México exigiendo respuestas sobre los 43 de Ayotzinapa. / Foto: LLL

Pintada en una pared de México exigiendo respuestas sobre los 43 de Ayotzinapa. / Foto: LLL

¡Pendejos digan su nombre real, o sus papás nunca van a poder reclamar sus pinches cadáveres! Ésta fue una de las innumerables amenazas que sufrieron los jóvenes estudiantes de la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014. Decenas de ellos fueron heridos, seis asesinados, uno de éstos desollado, y 43 fueron víctimas de desaparición forzada. 43, ese número se convirtió en el símbolo de la lucha contra la impunidad en un país donde las cifras de personas desaparecidas aterran. Los datos oficiales calculan que desde 2007, con el inicio de la desquiciada ‘Guerra contra el Narcotráfico’ del expresidente panista Felipe Calderón, hasta hoy, han desaparecido más de 30.000 personas en México. Sin embargo estos datos proceden de las denuncias formales ante la autoridad ministerial, por lo que las cifras reales, contando las desapariciones que no han sido denunciadas, son mayores con toda seguridad. De hecho, organizaciones de defensa de Derechos Humanos y de familiares de personas desaparecidas barajan cifras que superan los 45.000.

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Los hechos sucedieron en el estado Guerrero como podían haber sucedido en Oaxaca o Chiapas, la llamada región Suroeste, empobrecida, indígena y desde hace años en permanente conflicto social. Ese México, al que buena parte del resto del país observa con distancia, como en una vitrina de museo o desde una furgoneta de agencia de viajes y con prismáticos. Pero detrás de las playas, los sitios arqueológicos, los tejidos de colores, la sorprendente gastronomía y las sonrisas de indígenas ‘de postal’, ampliamente publicitadas por las oficinas de turismo, están los territorios con mayor índice de pobreza del país. Una desigualdad histórica que hizo que en los años 60 y 70 del siglo pasado movimientos estudiantiles, campesinos y guerrillas plantaran cara a las oligarquías locales, estatales y al propio Estado mexicano, que mantenían a las mayorías populares en el más profundo de los olvidos. La respuesta de las élites fue implacable.

La llamada ‘guerra sucia del Estado’ adquirió una fisonomía particularmente atroz en Guerrero, y así se sucedieron la tortura, el secuestro, la desaparición forzada y el asesinato de cientos de líderes y lideresas sociales, en una estrategia de represión cuyo objetivo era la eliminación sistemática de cualquier oposición política. Fue a partir de la década de los 80 y de ahí hasta hoy, cuando aparece un nuevo actor: el crimen organizado. Guerrero, por su carácter rural, con numerosos territorios aislados, pero al mismo tiempo cercano al Distrito Federal y a otras grandes poblaciones, se convirtió en un espacio estratégico para el narco en cuanto a producción y tránsito de drogas, y para ello estableció una próspera alianza con autoridades municipales, estatales y federales, sustentada en la corrupción.

Campesinado y población de comunidades organizadas en autodefensas y policías comunitarias, y estudiantes movilizados, son actualmente los principales obstáculos, para las estructuras del ‘narcoestado’. En este contexto de resistencias destaca el papel de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, situada en Ayotzinapa, el centro educativo donde estudiaban las víctimas que cuenta con una larga tradición de compromiso social. De esta Normal salieron luchadores sociales que son un referente en el estado de Guerrero, como Lucio Cabañas o Genaro Vázquez. La formación que allí se imparte, para ejercer el magisterio en entornos rurales, provee a su alumnado, que principalmente procede de ese contexto, de herramientas para interpretar y combatir las realidades de empobrecimiento y marginación que sufre la mayoría de la población campesina e indígena. El sistema de escuelas normales mexicano como parte de la formación del magisterio rural hunde sus raíces en el espíritu de la Revolución, y su objetivo no sólo era la instrucción del profesorado de primaria para el mundo del campo, sino su empoderamiento como agentes transformadores de la sociedad. Sin embargo ese ideal se vio frustrado por un Estado que cada vez temía más esos valores de progreso, educación popular y cambio social.

Pintada en el suelo #ResisteMx. /Foto: LLL.

Pintada en el suelo #ResisteMx. /Foto: LLL.

De hecho, desde el Gobierno de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), de recuerdo funesto por ser uno de los responsables de la Masacre de Tlatelolco (1968), el Gobierno Federal fue abandonando estos centros educativos, dejándolos a la arbitrariedad de los gobernadores, la financiación municipal o lo poco que pueden aportar su alumnado. De ahí su drástica disminución, de las 29 Escuelas Normales Rurales del sistema educativo público mexicano sólo quedan 17 en la actualidad. Como antecedentes inmediatos de la represión y los crímenes de Estado de 2014 contra estudiantes en Ayotzinapa, encontramos el asesinato de dos jóvenes normalistas por parte de la policía local en 2011, que llegó a tener un dictamen de la ONU condenando el excesivo y violento uso de la fuerza por parte del Estado y omisiones en el debido proceso; además de la represión continuada ante las movilizaciones estudiantiles en Guerrero por su oposición a la reforma educativa, de corte neoliberal, del actual presidente Enrique Peña Nieto.

El caso de Ayotzinapa además de ser una herida inmensa en el imaginario mexicano, porque revela una vez más, aunque ésta de forma aplastante, la vulnerabilidad de las personas que viven en situación de pobreza cuando alzan la voz, también fue una batalla pública por el relato de los hechos, donde el Gobierno trataba de restringir responsabilidades y la sociedad demandaba verdad y justicia de forma rotunda y con todas sus consecuencias.

El 26 de septiembre de 2014 un nutrido grupo de estudiantes de la Normal de Ayotzinapa se dirigió a la localidad guerrerense de Iguala para tomar unos buses y poder asistir a las marchas que conmemoran la Masacre de Tlatelolco en el Distrito Federal. La angustia y el terror aparecieron cuando policías municipales, en un principio, y civiles fuertemente armados atacaron los buses. Ahí comienza el desconcierto y las versiones difieren. La oficial redujo el conflicto a estudiantes revoltosos que se enfrentaron a un alcalde corrupto, el perredista José Luis Abarca, que a través de su mujer, María de los Ángeles Pineda Villa, tenía fuertes nexos con el crimen organizado, en concreto con el cártel denominado Guerreros Unidos. Así, por orden del alcalde, las policías municipales de Iguala y de la vecina localidad de Cocula secuestraron a los estudiantes y los entregaron a elementos de Guerreros Unidos, que los asesinaron y los quemaron en un basurero de Cocula. Esta narrativa de hechos fue calificada por el entonces Procurador General del la República, Jesús Murillo Karam, como verdad histórica. El Gobierno contó con una maquinaria mediática descomunal para ubicar este relato como hegemónico, además del respaldo de las instituciones estatales que aportaron una apariencia de veracidad a los discursos dándoles un formato jurídico y burocrático. La detención y encarcelamiento de Abarca y Pineda, junto con algunos supuestos miembros de Guerreros Unidos, debería haber supuesto, según este relato, el final de la investigación y la satisfacción de verdad y justicia demandada por las familias.

Pero este relato oficial estaba lleno de discordancias y omisiones, que fueron el detonante para que las familias, acompañadas por la sociedad civil organizada, construyeran con grandes dosis de tenacidad un relato alternativo más ajustado a los testimonios, y con fundamentos sólidos aportados por organismos internacionales. En este sentido, hubo dos instancias que tuvieron una relevancia especial, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI), de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). El Gobierno mexicano les invitó dado el amplio consenso existente en América Latina sobre su profesionalidad e imparcialidad, pero pronto fueron estas organizaciones las que denunciaron que el Estado les denegaba el acceso a información que consideraban imprescindible para el esclarecimiento de los hechos. Esto no fue impedimento para que el GIEI y la EAAF elaboraran detallados informes que hicieron públicos y que revelaban cuestiones de primer orden para la resolución del caso, como que el basurero de Cocula no pudo ser el lugar donde fueron quemados los 43 estudiantes, tal y como exponía la versión oficial. Además evidenciaban la lectura parcial de pruebas por parte de la Procuraduría, y la ausencia de claridad que durante un tiempo se estuvo expresando en la ambigüedad de declaraciones oficiales donde se afirmaba que los restos humanos de Cocula eran los de los 43, al tiempo que se indicaba que se les seguía buscando.

Esto fue creando un clima de inconformidad no sólo en las familias y activistas sino en una sociedad que veía horrorizada que mientras se buscaban los restos de los estudiantes se iban encontrando de forma recurrente fosas clandestinas en los alrededores de Iguala, hallándose más de 130 cadáveres, ninguno de los normalistas desparecidos. Además empezaron a trascender pruebas como los vídeos grabados por los estudiantes donde se identificaban a Policías Federales, o el revelador informe al que tuvo acceso la revista mexicana Proceso donde el Gobierno de Guerrero informaba a la Secretaría de Gobernación, el equivalente a un ministerio de interior, de la salida de estudiantes de la Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa camino de Iguala. Todas estas evidencias permitían a las familias y defensores de derechos humanos trazar las líneas argumentales de un relato donde el marco de los hechos era la represión política y donde estaban implicados los tres ámbitos del Estado, municipal, estatal y federal.

Sin duda el crimen de Iguala, los asesinatos, las torturas y las desapariciones del 26 de septiembre de 2014 nunca serán del todo esclarecidos si no hay una Comisión de la Verdad específica para el caso de Ayotzinapa. Ante la omisión de su deber como Estado, la incapacidad del Poder Judicial para atender y sancionar la violación de derechos humanos en este caso, frente a la falta de una voluntad clara y contundente de atender y reparar a las víctimas y sus familias, y sin perspectiva ninguna de generar mecanismos adecuados desde la Administración Pública para la no repetición de hechos, se hacen imprescindibles mecanismos alternativos de protección de los derechos de las víctimas. Una Comisión de la Verdad de Ayotzinapa con participación organizaciones de defensa de derechos humanos y de organismos multilaterales como verificadores del proceso. De hecho, el Estado de Guerrero tuvo una Comisión de la Verdad, que inició su andadura en 2012, y abordó las violaciones a los derechos humanos durante el periodo de la guerra sucia’, principalmente en los 60 y 70. Se hizo cargo de más de 500 casos en una investigación detallada que se plasmó en un Informe Final de Actividades, donde además se dictaminaban recomendaciones y propuestas para la reparación integral de los daños causados por el Estado, y acciones para que sucesos como aquellos no volvieran producirse. Eso sí, la sociedad guerrerense vio con estupor cómo este informe se presentaba el 15 de octubre de 2014, menos de un mes después de los crímenes contra los estudiantes de Ayotzinapa. La ‘guerra sucia’ no es algo del pasado, y lamentablemente se comprobó que la Comisión de la Verdad de Guerrero se había quedado corta en el alcance de su trabajo. De ahí, la necesidad de volver a crear esta figura para abordar una violación a los derechos humanos de las dimensiones de los sucesos de Iguala, cuanto menos, y si hubiera medios suficientes una comisión con alcance estatal que cubra el período que va desde finales de los 70 hasta la actualidad.

Los pasos que ha dado el Estado para un esclarecimiento real de los hechos y una reparación ajustada a los daños infligidos a las víctimas y sus familiares han sido escasos, en muchas ocasiones cosméticos, más de cara a la opinión pública, especialmente la internacional, que al cumplimiento de sus obligaciones. Ha sido la tensión en las calles, la inmensa movilización de la sociedad mexicana la que ha ido marcando el paso de las acciones, y la que ha mantenido viva la memoria, ante las flagrantes omisiones del Gobierno en el proceso de impartición de justicia.

Las protestas contra la impunidad en el caso de los 43 de Ayotzinapa se incardinaban en un ciclo de movilizaciones sociales, cuyo inicio se puede ubicar en el Movimiento #YoSoy132, justo antes de la elección de Peña Nieto como presidente de México, al que pronto se sumarían las protestas magisteriales en respuesta a su proyecto de reforma educativa, que se incrementaron y tuvieron su punto álgido en 2016 tras la masacre de Noxchitlán (Oaxaca). Para ese momento ya estaba en marcha la Constituyente Ciudadana y Populari, donde el movimiento de padres y madres de los desaparecidos de Ayotzinapa tuvo un papel fundamental, al ser el símbolo de la lucha contra la impunidad en México, una de las lacras que este movimiento propone combatir en su proyecto para refundar México con un nuevo proceso constituyente. El horizonte para ello estaba en febrero del presente año, cuando se cumplía el centenario de la Constitución Revolucionaria, y si bien no ha logrado aquel objetivo en su totalidad, sí ha permitido consolidar la articulación de muchos movimientos sociales, esta vez llegando a amplios sectores de la población a través de la proyección mediática de algunos activistas y defensores de derechos humanos que participan en él.

Una de las protestas por los 43 de Ayotzinapa. / Foto: LLL.

Una de las protestas por los 43 de Ayotzinapa. / Foto: LLL.

El 20 de noviembre de 2014, para las celebraciones del Día de la Revolución Mexicana, los movimientos sociales habían organizado su tradicional marcha reivindicativa. El tema central de ésta era el clamor popular contra la impunidad en el caso de los 43 de Ayotzinapa. A la numerosa representación de colectivos estudiantiles, campesinos, magisteriales, feministas, ecologistas, sindicales, se sumaban dos contingentes de especial relevancia para la ocasión. De una parte los padres y madres de Ayotzinapa acompañados por miles de activistas guerrerenses hastiados de la violencia del narco y del Estado. De otra, decenas de miles de ciudadanos y ciudadanas, que por primera vez salían a una marcha de estas características. Una marea humana inmensa, que respondía ante los medios de comunicación, que lo que le había pasado a los jóvenes de Ayotzinapa podía haberle ocurrido a sus hijos. Una sociedad que se sentía vulnerable, y que observaba abrumada, aterrorizada, que no hay Estado que la proteja. Demasiados intereses entre elites de los tres niveles del Estado y el narco. Familias enteras, personas mayores, gentes de todo tipo, gritaban y portaban carteles que señalaban al Estado como responsable de los hechos y clamaban por la aparición con vida de los 43. Al llegar al Zócalo, unas efigies inmensas de Emiliano Zapata y Pancho Villa los recibieron. La represión de esa noche fue brutal. Las calles adyacentes estaban rodeadas de un número desproporcionado de policías antimotines. Las personas detenidas y heridas se contaron por centenares.

No era la primera movilización por Ayotzinapa y no fue la última. Los llamados Días de Acción Global le han dado una amplia repercusión a esta lucha, al igual que las caravanas nacionales e internacionales o las protestas en eventos públicos como los partidos internacionales de la selección de fútbol mexicana o durante la entrega del Premio Nobel de la Paz de 2014. El conjunto de movilizaciones, los murales, las conmemoraciones, mantienen viva la memoria personal de madres y padres, de familiares, amistades y compañeros, con el efecto terapéutico que ello conlleva: son parte del duelo y de la recomposición emocional. Al mismo tiempo tienen una proyección social, comunitaria y política. Mantienen vigente el sentido político del crimen, conectando las exigencias al Estado en relación al cumplimiento de sus deberes en materia de verdad, justicia y reparación, con su responsabilidad en el mismo.

Entre esas acciones de memoria, visibilizar los días 26 de cada mes el 43 en manifestaciones artísticas o la lectura de los nombres de las víctimas, uno a uno, en lo que se ha dado en llamar pases de lista, y sus consiguientes viralizaciones en redes sociales, se han convertido en uno de esos rituales cotidianos de memoria que fungen como herramienta de alerta y movilización, para que nunca más desapariciones y masacres como la de los 43 de Ayotzinapa queden impunes, ni vuelvan a repetirse.

Por ello os invito a que compartáis este ‘grito escrito’: ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos! ¡Fue el Estado!

¡Pase de lista!

1. Abel García Hernández
2. Abelardo Vázquez Peniten
3. Adán Abrajan de la Cruz
4. Alexander Mora Venancio
5. Antonio Santana Maestro
6. Benjamín Ascencio Bautista
7. Bernardo Flores Alcaraz
8. Carlos Iván Ramírez Villarreal
9. Carlos Iván Ramírez Villarreal
10. César Manuel González Hernández
11. Christian Alfonso Rodríguez Telumbre
12. Christian Tomas Colon Garnica
13. Cutberto Ortiz Ramos
14. Dorian González Parral
15. Emiliano Alen Gaspar de la Cruz
16. Everardo Rodríguez Bello
17. Felipe Arnulfo Rosas
18. Giovanni Galindes Guerrero
19. Israel Caballero Sánchez
20. Israel Jacinto Lugardo
21. Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa
22. Jonás Trujillo González
23. Jorge Álvarez Nava
24. Jorge Aníbal Cruz Mendoza
25. Jorge Antonio Tizapa Legideño
26. Jorge Luis González Parral
27. José Ángel Campos Cantor
28. José Ángel Navarrete González
29. José Eduardo Bartolo Tlatempa
30. José Luis Luna Torres
31. Jhosivani Guerrero de la Cruz
32. Julio César López Patolzin
33. Leonel Castro Abarca
34. Luis Ángel Abarca Carrillo
35. Luis Ángel Francisco Arzola
36. Magdaleno Rubén Lauro Villegas
37. Marcial Pablo Baranda
38. Marco Antonio Gómez Molina
39. Martín Getsemany Sánchez García
40. Mauricio Ortega Valerio
41. Miguel Ángel Hernández Martínez
42. Miguel Ángel Mendoza Zacarías
43. Saúl Bruno García

 

*Antropólogo especializado en México y América Central.

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