Butterloo

Butterloo

¿Qué haces cuando te invade la soledad? La protagonista de esta historia encuentra un ligue en Tinder. Su cita con una mujer belga durante un día de tormenta tiene un final inesperado.

06/05/2017

June Curiel

Dos mujeres bajo la lluvia

Fotografía de Georgie Pauwels a través de Foter.com / CC BY

Yo sólo quería olvidarme de que vivía a mil trescientos kilómetros de casa. Quería olvidarme de la lluvia, de los adoquines, quería olvidarme de la soledad. Así que me conecté treinta y siete segundos al Tinder y la conocí. Pide rápido, come rápido, destroza tu corazón rápido. Lenta. Mi cita era lenta. Llevaba paseándome cinco horas por su Bélgica valona y no me había tocado ni un pelo. Me recogió a las nueve con puntualidad flamenca así que me tenía confundida. “Soy charnega, tú también?” –está bien, no esperara que entendiera el chiste. Yo llevaba puesta mi camisa preferida: roja, por si me explotaba el corazón que no se notara. Michel Berger sonaba en radio Nostalgie. Mi cita era terriblemente guapa y yo me sentía hecha de mantequilla. “¿Vamos a Waterloo?”–preguntó. “¡Vamos a Butterloo!”–le espeté en pleno brainstorming. Sonrió, metió la sexta y me fundí en amarillo. La belleza funciona como promesa de la felicidad. Y los coches, dicen.

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Te espero en la gâre de Charleroi. Tengo un Volvo plateado S60R –me comentó nada más conocernos. ¡El coche de Edward Cullen! –pensé imaginándome a aquella brunette mordisqueándome la yugular mientras sonaba de fondo Rachmaninoff. Suelo estar demasiado en la cabeza y eso crea una disfunción espacio-temporal difícil de asimilar o, vamos, que a veces parezco imbécil. Nathalie me miraba raro, yo tenía sed y se me ocurrió que si aquella mujer fuera una cerveza sería una Orval, una cerveza tostada y especiada, concebida en un monasterio. Me la hubiera bebido allí mismo. Sorbí el aire un par de veces con un “slurp, slurp” y, claro, le debí de parecer más imbécil todavía. Butterloo, Butterloo, donde a Napoleón se le cayó la tostada por el lado de la mantequilla. Waterloo es un pueblo triste pero el monumento a la batalla tiene su je ne se quoi. Aparcamos justo al lado, Nathalie apagó el motor y empezó a diluviar. Un nubarrón colérico bendijo el Volvo, el León de la Pirámide y el campo de trigo donde casi todo el ejército prusiano perdió la cabeza. La naturaleza se había pronunciado, así que sólo quedaba saltar al asiento de atrás. Ella aflojó la mandíbula y observaba el chaparrón como si buscara a Magritte entre las nubes. A mí este frenesí belga de pacotilla me pone nerviosa así que apoyé la moción para pasar a la acción. El cinturón está atascado –anuncié metida en un bucle de tira y estira del cacharro en cuestión. Quoi? –volvió en sí y se sentó sobre mí para ayudar a liberarme de aquel horrible tentáculo. Mantequilla. Está roto, siempre se atasca –ella tiraba del cinturón, yo no hacía más que apretar el enganche, ambas jadeando. Estábamos en un maldito bucle, como el boomerang del Instagram. Tras el forcejeo, el monstruo cefalópodo decidió liberarme y el asiento nos escupió hacia las profundidades del automóvil. Caímos una sobre la otra, ella agarró mi trasero con fuerza, Bernini hubiera podido esculpir en ese mismo momento El rapto de Proserpina. Bueno, claro, así pasaba todo en mi cabeza aunque en realidad yo acabé mordiendo el cenicero y con una pata en Madagascar. Aún así, tras descoyuntarnos vivas, acabamos besándonos. Mis estadísticas sobre sexo nórdico se resquebrajaron: no sólo besaba muy bien sino que entré en una especie de inmovilidad tónica. Como un tiburón panza arriba, perdí el control y empecé a marearme. ¿Sería mi cita realmente un vampiro? Un relámpago ensordecedor respondió a la pregunta y le ofrecí mi cuello. Sí tenía que ser pasto de la chupa-sangre belga que fuera allí, donde la historia había cambiado de rumbo para siempre. Nathalie empezó a lamerme pero no mordía, yo apretaba mi cuello contra sus paletas pero estas reculaban. Me aturdí de nuevo y esta vez, aunque consternada por el rubor sexual, supe que no era producto del calentón. Un olor del más allá se colaba serpenteando por la rendija del maletero. Attends –me incorporé. El tetris humano se aportilló: mi partenaire perdió el equilibrio y cayó al suelo.

“¿Qué llevas en el maletero? ¡Huele que apesta!” Ella cambió la nacionalidad y se abalanzó sobre mí con azorada pasión mediterránea: retomamos la lucha. Su estrategia era excepcional, consiguió entretener a mis tropas por unos segundos pero luego aquel olor volvió a atufar mi nariz. “¡Arrête, abre el maletero!”. La empujé de nuevo y cayó por segunda vez de su caballo. “¡Ábrelo!” Un segundo trueno sentenció mis órdenes. Ella estaba preciosa, despeinada y enrojecida como un cadete de infantería derrotado. Yo la observaba con el brazo metido en el chaleco desde mi alazán plateado. Napoleón –dijo. ¡Sí! –respondí. No, Napoleón: ¡mi gato! –balbuceó.

¿Qué? –grité. “Mi gato se murió esta madrugada, justo antes de salir a buscarte. No sabía qué hacer y no quería anular nuestra cita así que está en el maletero. Pensaba enterrarlo después”. La madre que parió a los gofres. Putain, no podía creer que había estado a punto de consumar sexo junto a un cadáver. Quise salir del coche y huir bajo los relámpagos hasta mi pitufo-piso en Uccle (donde quepo yo y mi paraguas cerrado). Quise correr pero en seguida deduje que a los dos kilómetros el asma o la falta de amor acabarían conmigo. Estaba furiosa y caliente (soy charnega, puedo sentir varias cosas a la vez). Pásame el ambientador –le ordené. ¿Qué? –preguntó. “El ambientador del coche, vas- y!” Nathalie se incorporó y descolgó el abeto del retrovisor. Una vez en mis manos lo solté por la rendija del maletero y puse encima mi casaca para amortiguar el hedor.

Yo sólo quería olvidarme de la lluvia, de los adoquines, quería olvidarme de la soledad. Y entonces cesaron los truenos y salí de mi cabeza y las dos continuamos la batalla hasta morir rendidas en el asiento de atrás.

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