‘Por trece razones’: ¿Maté yo a Hannah Baker?

‘Por trece razones’: ¿Maté yo a Hannah Baker?

La puta del instituto, la facilona. Ese es el sambenito que le cuelgan a Hannah mediante rumores que corren como la pólvora y crecen, crecen y crecen. Esta serie es una historia de miedo que debiera interpelarnos a todas y, en especial, a todos.

'Por trece razones'. Imagen promocional. El primer mensaje dice '¿Por qué iba a mentir una chica muerta?' y el segundo 'No me podías salvar'

Imagen promocional de la serie. Los mensajes dicen ‘¿Por qué iba a mentir una chica muerta?’ y ‘No me podías salvar’

Tres días. Ese es el tiempo que he tardado en ver Por trece razones (Thirteen Reasons Why), la serie de Netflix que aborda de forma implacable las nefastas consecuencias del bullying en toda la complejidad del fenómeno.

Las nuevas plataformas y los cambios que conllevan en el consumo televisivo hacen que, por el contrario, Por trece razones sea una serie mainstream y eso, en este caso particular, es muy importante. Es necesario que esta serie sea de amplio espectro porque debe interpelarnos a todos y todas: a jóvenes, a personas adultas, a mujeres… sí, pero, como explicaré más adelante, especialmente a los hombres, sean estos adolescentes o adultos. Sin ir más lejos, a mí me ha hecho reflexionar profundamente durante la última semana y aquí os dejo algunas de esas reflexiones.

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Este análisis contiene algunos spoilers. Evidentemente recomiendo que todo el mundo vea antes la serie. Así, este artículo tendrá sentido y podremos debatir sobre su contenido, sus formas…

En primer lugar, diré que Por trece razones se mueve magistralmente entre el drama adolescente sin almíbar y el thriller, incluyendo pequeñas dosis de dramedia –dosificadas a cuentagotas, eso sí- para que podamos coger aire en medio de un ambiente de angustia existencial que, sin duda, remueve y sacude y nos hace volver a los 17, no como en la deslucida comedia protagonizada por Zac Efron, 17 Again, sino más bien como en la canción de Violeta Parra: “volver a ser de repente tan frágil como un segundo, volver a sentir profundo”.

A nivel formal es interesante destacar el manejo de las transiciones que nos llevan adelante y atrás en el eje-espacio tiempo y que construyen ese zarandeo constante que nos dice “sí, sí, te estoy hablando a ti”. También es llamativa la original estructura de los capítulos que se corresponden con las caras de las cintas de casete que la protagonista, Hannah Baker, graba antes de suicidarse explicando sus motivos. “La voz de la muerta”, como en el libro Adrift´s book de Sayak Valencia, tiene una fuerza especial. Hannah es la dueña del relato, la voz narrativa que guía al espectador o la espectadora desde la ausencia.

Pero las cintas no son un recurso meramente estético que funciona como una oda a los años 80 al estilo Stranger Things, sino que desprende una crítica permanente a la cara perversa de internet y al acoso 3.0 porque, como dice la propia Hannah, “Facebook, Twitter e Instagram nos han convertido en una sociedad de acosadores”.

Coincido con Marta Peirano en lo que se refiere a las reminiscencias de My so called life, empezando por el nombre del instituto: Liberty (¡qué ironía!). Pero, a mi juicio, Por trece razones nada tiene que ver con un Romeo y Julieta protagonizado por millennials (no es el amor lo que hace pedazos a Hannah Baker sino la falta del mismo o la falta de constancia de su existencia) y, al mismo tiempo, la serie se distancia a pasos agigantados de otras ficciones teen estadounidenses cargadas de drama como Sensación de vivir, The O.C., One Tree Hill o incluso Dawson’s Creek. Tampoco se parece a Compañeros o a Física o Química. Las trece razones de Hannah Baker recuerdan más al desgarro de películas como Las vírgenes suicidas (Sofia Coppola, 1999), Perfume de violetas (Maryse Sistach, 2000) o Después de Lucía (Michel Franco, 2012).

El análisis de la serie demanda que se haga desde una mirada feminista. De otro modo, cualquier acercamiento a Por trece razones quedaría incompleto.

Al empezar a ver la serie en lo primero que pensé fue en el control social de la libertad sexual de las mujeres desde nuestra más tierna infancia y en cómo ese control se hace más férreo en la adolescencia. Automáticamente recordé un texto de Erika Irusta que se titulaba ‘Súper POP, piscina y maloschicos’ en el que Erika escribía lo siguiente:

“Ser la puta de la clase o la puta del verano no pasa de moda. Muchas adolescentes pasan por ello. Algunas de ellas acaban rompiéndose. Algunas, incluso, se han suicidado por esto. Es el caso de Rehtaeh Parsons, Audrie Pott, Amanda Todd o Phoebe Prince, entre otras. Ser humillada por la orientación de tu deseo es bullying sexual. Ser tratada como una paria por tu práctica sexual es un tipo de maltrato. No es una simple cosa de chicas que ya se pasará. Pero pensemos: ¿qué cargamos dentro de la palabra puta?”

La puta del instituto, la facilona. Ese es el sambenito que le cuelgan a Hannah mediante rumores y mentiras que corren como la pólvora y crecen, crecen y crecen. Ya lo dijo Lutero: “Una mentira es como una bola de nieve; cuanto más rueda, más grande se vuelve”. Y esa bola es la que se lleva por delante a Hannah.

Últimamente se habla mucho del concepto de posverdad, pero alguien debería advertir que la posverdad se inventó en el instituto hace muchos años y que, ante cualquier manifestación de violencia sexual contra una mujer, se sigue invirtiendo la carga de la culpa para que esta recaiga sobre la víctima porque “ya se sabe” que nosotras siempre somos sospechosas, manipuladoras, exageradas, mezquinas… y que, como escribió Denise Dresser citando a Rebecca Solnit, no somos testigos confiables de nuestras propias vidas; que la verdad no es nuestra propiedad, ni ahora ni nunca.

Decía al comenzar este artículo que Por trece razones debería interpelarnos a todos y todas, pero especialmente a los hombres. Creo que ya he apuntado a los porqués, pero afinaré un poco más.

En la serie se reflejan muchos tipos de acoso escolar como el cyberbullying, el bullying relacional, el sexting o el acoso sexual, todo ello amparado en las desigualdades de poder de género estructurales de las que ni la infancia ni la adolescencia nos salvaguardan. De los 13 capítulos (cada cara de una cinta), 10 están dedicados a varones (agresores, difamadores, cooperadores, acosadores, encubridores…) y 3 a otras mujeres (las que se sumaron a las difamaciones y les hicieron de altavoz, las que se dejaron llevar por sus propios temores, las que demostraron que la sororidad a día de hoy continúa siendo una utopía en muchos espacios de nuestra vida diaria…).

Todos esos tipos de acoso alcanzan su máxima expresión en diferentes manifestaciones de violencia sexual (comentarios ofensivos, tocamientos, violación). El acceso forzado al cuerpo de las mujeres está presente a lo largo de todo el relato, el consentimiento brilla por su ausencia y esa violencia se oculta mediante un “pacto de silencio y lealtad” (Rita L. Segato) entre varones, a pesar del dolor que ello les pueda causar a algunos de ellos y a pesar del alarde del agresor que se cree con derecho, que se cree intocable: “Ella quería que lo hiciera. Yo. Casi me suplicó que la follara. Si eso es violar, todas las chicas del insti quieren que las violen”.

Una historia de miedo

La historia de Hannah no es la de una “drama queen” que pretende llamar la atención incluso después de muerta. Es una historia de miedo. Miedo a la invisibilidad y miedo a la hipervisibilidad de aquello que consideramos privado porque, como dice el anónimo, “de la piel para dentro empieza mi exclusiva jurisdicción”. Miedo a expresar los sentimientos abiertamente, esperando que sean acogidos y no juzgados y censurados. Miedo a asumir responsabilidades…

Y el miedo, a menudo se acompaña de ese silencio que nos hace cómplices como explica el personaje de Jessica Davis: “Hacen cosas a las chicas de las que nadie habla”. Porque el daño se ejerce por acción, pero también por omisión, y así lo manifiesta Alex Standall en uno de los primeros capítulos: “Ojalá hubieran prestado atención antes”.

La serie contiene algunas escenas durísimas como la del propio suicidio de Hannah. Seguramente todos y todas hayamos visto imágenes más violentas y que se recrean en el daño y en la erotización de la violencia sobre los cuerpos femeninos, pero no por ello, lo que muestra Por trece razones deja de impactar.

Las marcas de los dedos del agresor sobre el cuerpo de Hannah Baker y sus puños apretados al borde de la piscina me han perseguido durante más de una semana, incluso en sueños. Una semana en la que me ha resonado en la cabeza la frase “¿Maté yo a Hannah Baker?” como un martilleo y en la que he repasado mentalmente mi propia adolescencia: las manos que no tendí, los “me gustas” que esperé y nunca llegaron (o llegaron 15 años tarde), las veces que callé ante insultos hacia algún compañero o compañera, los cuchicheos en los que participé, los complejos (propios y ajenos) que alimenté, la vez que un compañero me tocó el culo en el cambio de clase para reírse con sus amigos y le arreé una bofetada, las veces que reprimí mi sexualidad por miedo a la etiqueta de “la zorra de la clase”, las semanas que aguanté que A. R. me llamara “puta” cada vez que me levantaba del pupitre, la ayuda que no ofrecí, los abrazos que no di…

Qué duro volver a los 15 y a los 16 y a los 17 y recordar ciertas cosas… No se trata de flagelarnos a estas alturas (alguien podría decir que “a buenas horas mangas verdes”), sino de ver que el relato de Por trece razones nos atañe a todos y todas y que, como bien dice Clay, “tiene que mejorar la forma en que tratamos y cuidamos a los demás”.

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