La niña que mató a Justin Bieber

La niña que mató a Justin Bieber

¿Y si entiendes antes que nadie que tu niña es un monstruo? Un relato de José Luis Serrano.

Ilustración: Emma Gascó

Ilustración: Emma Gascó

Desde el día de su nacimiento mi hija siempre me había dado miedo: no era solo esa mirada retadora cuando se arrancaba los pañales con furia, ni los gritos nocturnos, ni cuando, de camino a la guardería, jugaba a meter los dedos entre las ruedas del cochecito o a tirarse de cabeza contra el pavimento. Era algo que estaba dentro de ella y que solo dejaba salir muy de vez en cuando y siempre a solas, cuando no había nadie delante. Mi marido sonreía y pensaba que me había vuelto loca y decía que era normal que algunas mujeres se sintieran retadas cuando nacía una hija, que ahora competían por el amor del macho y rollos de esos de psicología barata. Que él me quería como mujer pero jamás podría luchar contra el amor de un padre por su hija, que me dejara de paranoias, que me relajara y que, poco a poco, sabría encontrar mi hueco en ese nuevo hogar que ya era de tres.

Así que yo le hice caso y empecé a pensar que llevaba razón y que pronto tendría quince años y empezaría a liarse con novietes y que sería él entonces el paranoico y yo disfrutaría con esa venganza en diferido, como lo son todas las buenas venganzas. La imaginaba con un buen escote y los ojos brillantes de porros o alcohol en el sofá de casa y un chaval atolondrado y feliz y ahíto de sexo casi encima de ella, y la cara de mi marido al entrar al salón y descubrirlos: cremalleras subiendo, botones abrochándose, pelos recolocándose, rubor en las mejillas y risas contenidas.

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Los abuelos, los cuatro, se habían confabulado y en ocasiones me miraban (sí, mis propios padres) con esa cara que es una mezcla de pena y odio, conmiserativa y amenazante a un tiempo. Como si hubiera resurgido la niña que estaba en mi interior y les contara historias sobre una compañera mala que había en clase, que me detestaba y me tiraba del pelo. Pero la diferencia es que ahora no me creían a mí, sino a mi hija. Cuando empecé a llevarla al colegio de la mano, la niña se dedicaba a dar patadas a los perros y a los gatos que se encontraba, a meterse en los charcos y a tirar pellizcos a los chicos más pequeños, pero yo no hacía caso. Yo ya no tenía que convencerme a mí misma de nada. La niña era un monstruo.

Una de las actividades de clase, que la maestra llevaba realizando un par de años y tenía bastante éxito, consistía en la redacción de un cuento colectivo. La propia maestra empezaba el cuento y, al final de cada semana, un niño o una niña se llevaba el cuento a casa y añadía un par de párrafos y un dibujo. Hacia las vacaciones de Navidad, Golosín era tan querido como los protagonistas de los dibujos animados, y los chavales se peleaban por continuar la historia.

Golosín, según decía el cuento, era un dragón bebé muy aficionado a la miel, pero que no era capaz de echar fuego por la boca, como era propio de su especie. Golosín era azul y llevaba pañales, regordete y encantador, con unos ojos grandes y negros que enamoraban. El dibujo inicial había sido realizado por el profesor de gimnasia (al que la maestra se estaba tirando, pero eso es otra historia) y a lo largo de las semanas había ido degenerando hacia la abstracción con ayuda de los papás, que se llevaban el cuaderno con el cuento y se enorgullecían de lo que habían hecho a su vuelta, como van las vírgenes de casa en casa en los pueblos.

Desgraciadamente le tocó a mi niña llevarse el cuento durante las vacaciones de Navidad. Yo me leí encantada, acariciando sus páginas, la historia de Golosín, el dragón sin llamas, que por entonces andaba ya por las estepas asiáticas buscando a un hechicero que había prometido enseñarle los misterios del fuego, acompañado por una abeja, un pokémon y Justin Bieber. Les juro que hice todo lo posible por ayudar a la niña. Les juro que hice todo lo posible por estar atenta, por impedir que hiciera lo que yo temía y que ustedes ya imaginan. Pero no hubo forma. Gritaba como una bestia cada vez que me acercaba al cuaderno.

Tras la Navidad, llevé a la niña al colegio. Un brillo febril en sus ojos y la manera en que abrazaba el cuento contra su pecho me aterrorizaron. Solté a mi monstruo en la puerta como el que deja una bomba en una papelera y ni miré atrás. Cuando volví a buscarla por la tarde, en la entrada del colegio solo se oían gritos de desesperación y lloros, como esas escenas sobre trágicos tiroteos en los colegios americanos. Era el primer día tras las vacaciones, el día más triste del año, el día más frío.

Y mi niña, desafiante, en la puerta, mirando a algún lugar indeterminado detrás de mí, sonreía.

La maestra me esperaba a su lado.

—Ella los mató.
—¿Cómo?
—Ella los mató. Ha matado a todos. Primero a la abeja, espachurrada. Luego al pokémon y a Justin Bieber, en mismo accidente ferroviario (ni siquiera ideó una muerte distinta para cada uno, solo quería exterminarlos rápido). Y finalmente…

La maestra ahogó un sollozó y mi niña esbozó una sonrisa.
—… a Golosín. Lo ha reventado. Comió y comió y comió y reventó. Eso ha escrito su hija. Y en la última página del libro ha pintado una explosión de sangre y tripas. Les ha jodido la vida a todos mis alumnos, les ha traumatizado.

Yo no supe qué decir. Noté como si el mundo me hubiera hecho justicia, yo llevaba razón, la niña era un monstruo. La miré sin miedo por primera vez. Sonreí. Ella me devolvió la mirada y la sonrisa, se echó a mis brazos. Caminamos juntas, cogidas de la mano, amándonos ya para siempre, hacia nuestra casa.

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