El incidente

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06/01/2017

Nadie

Aparecen dos piernas cruzadas en una calle solitaria
Por aquellos meses la salud de Antonia era inestable: vomitaba, tenía náuseas y tuvo una regla que duró quince días.

“Debes tener un desarreglo hormonal”, le dije, “no es normal que te venga la regla tanto tiempo”.

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Ella no lo tomó muy en serio.

Después de aquellos quince días, solo quedaron los vómitos y las náuseas, y su terquedad de no acudir a un médico.

Una tarde, mientras escuchábamos música en el piso me dijo “si no supiera que no he tenido relaciones en muchísimo tiempo, estaría realmente preocupada”. Después de aquel periodo tan largo, la regla se le había retirado. Nosotras bromeábamos diciendo que seguro le había venido tanto que ya no tenía sangre para el siguiente mes, pero los meses pasaron, y nada.

Antonia comenzó a tener dolores de vientre, mucho cansancio y pesadez. Y por si eso no fuera poco, había descubierto una protuberancia en la zona del útero.

“Toca, mamá, toca… debe de ser un quiste”, decía Antonia, y mi tía y yo tocábamos aquel extraño bulto que parecía moverse al tacto.

Mi tía se preocupó, y decidieron que sacarían una cita con el ginecólogo. Antonia siempre había sufrido con la regla, pero esto ya no era normal. No era adolescente.

Al día siguiente, mi abuelita me despierta diciendo “te llama Antonia”. Yo me levanté arrastrando los pies, y con voz afónica atendí la llamada.

“Estoy embarazada”, me dijo ella apenas escuchó mi voz. Abrí los ojos de par en par y pactamos encontrarnos en su casa en una hora.

Me bañé, y salí corriendo para allá. No sabíamos qué hacer.

La doctora apenas había tocado el vientre, le había dicho “pero, hijita, esto es un embarazo, pues”.

Mi tía, por suerte, se había quedado fuera del consultorio esperando.

Vaciamos tarros, hurgamos en los sillones y juntamos el dinero para ir a sacarle un examen de sangre, el cual dio positivo. Antonia lloraba desconsolada.

Yo, en mi inocencia, le dije que quizás el examen había fallado, y que no podíamos creerlo hasta que no lo viéramos, así que llamamos aquí y allá, y conseguimos el dinero para pagar una ecografía.

Llegamos a uno de esos lugarcillos de la Av. Arequipa donde la ecografía costaba solo 30 soles.

Antonia se registró con un nombre falso y fue a sentarse a esperar su turno.

Cuando por fin la llamaron, yo entré con ella: estaba embarazada.

Los latidos del corazón del feto invadían la sala y se mezclaban con el llanto desconsolado de Antonia, que llenaba toda la camilla de lágrimas. Él médico la felicitó, e ignoró su desesperación.

Solo yo vi el feto, y fui yo, también quien guardó aquellas imágenes.

“Mi mamá me va a matar”, decía Antonia mientras lloraba en la calle. Caminamos mucho ese día.

Hasta que ella dijo fuertemente “no quiero tenerlo”, y yo le dije “no lo tengas, entonces”.

Y así, después de mucho hablar y llorar, llegamos a la decisión de que lo mejor era ir a casa y pedirle ayuda a su mamá.

Mi tía se llenó de decepción, pero apoyó a Antonia en su decisión de no tenerlo, y buscó la forma de pagar lo impagable en nuestro país.

Antonia no se cansaba de decir y jurar que ella no se había acostado con nadie y que lo único inusual que recordaba era una noche de fiesta en casa de su ex-novio que la invitó un trago de la selva, y que la hizo caer profundamente dormida unas cuantas horas. Nunca tuvimos claro qué era lo que había pasado esa noche, pero por el resultado, asumimos que Antonia había sido sexualmente abusada. Lo importante fue que su mamá le creyó. Importante para ella.

Después de la intervención fui a visitarla. Ahí estaba la pobre Antonia con la cara hinchada por una reacción alérgica a la anestesia local que le habían puesto –al ser alérgica a la anestesia, ponérsela de forma general, la hubiera matado– y sin poder andar.

Mi abuelita que siempre soñaba con flores cuando alguien de la familia estaba embarazada, no se cansaba de repetir que era la primera vez que su sueño de flores, había sido una falsa alarma.

Tuvo ese sueño cada noche hasta el día del aborto.

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