¿Quién grita en un gimnasio?

¿Quién grita en un gimnasio?

Unos bramidos se celebran, y otros se sancionan. El grito no es una reacción natural, sino una marca de autoridad. Manda un mensaje: “Las instalaciones nos pertenecen”.

02/12/2016

Esteban Ordóñez Chillarón 

Sant Dávalos Fotografía para Revista D10. Flickr.

El grito debe ser un sonido gutural impulsado por una tensión muscular visible./ Sant Dávalos Fotografía para Revista D10. Flickr.

En un gimnasio, hay unos bramidos, unos golpes de pesas y unos gritos que se celebran, y otros que se sancionan. El grito marca estatus en los templos del fitness. No es que directamente aporte una posición superior en la jerarquía de la tribu gimnástica, sino que el estrato que ocupas te da (o no) la venia para vocear y rechinar los dientes. Esas gargantas privilegiadas se detectan enseguida en cualquier gimnasio mixto. Sus movimientos mandan un mensaje: “Las instalaciones nos pertenecen”.

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Los gimnasios de Occidente, como las discotecas, repiten patrones, son intercambiables. Al entrar, ya en el vestuario, percibes que viajas de polizón en un reino que no es tuyo. Hay ‘mazaos’ que se secan los genitales al aire, con un pie montado sobre el banco como cazadores que divisan y, a la vez, marcan terreno. Te miran serios. Saludas. Callan.

Sala de máquinas. Una manada envasada al vacío en sus camisetillas orbita por la zona de las mancuernas y el pess banca. Se despatarran para levantar pesas, aplican todas las neuronas motoras en ese movimiento, enclavijan los dientes, gritan. Al terminar, se levantan pero no descansan, más bien acechan la nueva serie de levantamientos. Se diría que piensan. Ahuecan las alas, y parecen consultarle algo de suma importancia a sus propios bíceps; o se lo consultan a los brazos de un compañero, porque en el clan de potenciales vigoréxicos disfrutan de palparse unos a otros: es común verlos emocionarse con los deltoides bien esculpidos del compañero, y amasarlos y sobarlos, o por el contrario, es fácil ver cómo les abruma la preocupación ante un amigo que lleva días sin entrenar y se ha quedado desinflado.

El espejo inmenso que tienen todos los gimnasios sirve para que los ases de la licra busquen la mejor perspectiva de sus músculos y se barnicen a sí mismos con los ojos

También se devoran en el espejo. El espejo inmenso que tienen todos los gimnasios sirve para dos cosas, para vigilar los movimientos y hacerlos bien, y para que los ases de la licra busquen la mejor perspectiva de sus músculos y se barnicen a sí mismos con los ojos. Ese barniz trata de fijar lo que sociólogos como Enrico Mora, de la Universidad Autónoma de Barcelona, llaman la corporalidad de masculinidad hegemónica.

Los gimnasios, con su diseño de rutinas y ejercicios, se encargan de dar apariencia de naturaleza y de verdad biológica a unos cuerpos masculinos y femeninos que, en realidad, constituyen una imposición social. 

Foto de Alex Van publicada en Pixabay.

Foto de Alex Van publicada en Pixabay.

Eso quiso comprobar el profesor Mora al embarcarse en una etnografía en un gimnasio durante cinco años. El centro se ubica en la zona metropolitana de Barcelona. Le puso un nombre en clave: GymA. Acudía como cualquier otro cliente y lo registraba todo en la cabeza; al salir, lo anotaba en su cuaderno de campo. De ahí salieron artículos como ‘La organización social y de género del grito: ¿Quién puede gritar en un gimnasio?’. “Queríamos estudiar cómo se produce la corporalidad en un espacio que no está regido por imperativos ajenos como ocurre en una fábrica o una escuela: el gimnasio, supuestamente, parece un templo de libertad donde cada uno va porque quiere”, explica a Pikara. Sin embargo, este espacio, añade, representa la paradoja de la modernidad. “Estos lugares, de manera menos explícita, se rigen por imperativos sociales que nos someten”.

El grito no es una reacción natural, sino una marca de autoridad. Mora se percató de esto por culpa de un susto. En principio, la investigación trataba de diseccionar el entorno sexista del fitness: la segregación de espacio por actividades o las estratificaciones según el género. Un día, mientras hacía sus ejercicios, un rugido le asustó. “Era un grito muy fuerte e invasivo que me hizo interrogarme sobre mi propia masculinidad. Los demás estaban muy tranquilos y a mí me impresionó, y me di cuenta de que yo no gritaba al hacer los ejercicios”. Desde ese momento, se interesó por cómo los sentidos se organizaban socialmente en aquel entorno: la regulación de la mirada en un ambiente de fuerte carga sexual, de los olores o, incluso, del sudor: “El sudor también tiene una función psicosocial”, indica.

Suceden vigilancias automáticas en la sala. Se sueltan burlas, se cuestiona la sexualidad: “Déjate de mariconadas y ponte a sudar, no estás trabajando nada, pareces una niñata”, así hablaban los ‘dueños morales’ del gimnasio, con bromas que, por muy amistosas que sean, esconden un trasfondo controlador.

La cultura del fitness, de marcado individualismo, ha apretado más los cánones

La cultura del fitness, de marcado individualismo, lejos de distender las imposiciones sobre cuáles son los cuerpos legítimos femeninos y masculinos, ha apretado más los cánones. En el gimnasio, desde el primer segundo, tratamos de construirnos un cuerpo ‘sexualmente correcto’, y todo conspira para que lo deseemos. Dejando aparte las diferencias biológicas básicas, la forma del cuerpo se moldea de manera muy consciente. El mandato es el siguiente. Los hombres, visiblemente musculados, fibrosos, de apariencia fuerte, aunque la hinchazón del músculo muchas veces tiene más de estética que de fortaleza; las mujeres, esbeltez, delicadeza y fortaleza, eso sí, oculta, disimulada. “Los monitores y monitoras son muy cuidadosos de avisar de qué impacto visual provoca un ejercicio. En las actividades compartidas, avisan a chicos y chicas para que sepan a qué juegan, una posición de mancuerna produce “bíceps de tío” y otra “bíceps de tía”, lo dicen así”, recuerda Mora.

Parafraseando a Machado, también lo natural se inventa.

Las actividades mixtas, donde ellos y ellas realizan los mismos movimientos, sin embargo, no constituyen algo corriente. En GymA, los hombres se integran en ellas siempre que no implique realizar una coreografía. “En el gimnasio, lo coreográfico está investido de feminidad. En la etnografía, hice actividades tipo zumba en las que era el único chico, mi presencia ahí era un cuestionamiento de mi propia masculinidad; son actividades que sólo se practicas si quieres reproducir un cuerpo femenino hegemónico”, explica.

Foto en Flickr de Mike Fleming.

Foto en Flickr de Mike Fleming.

El grito ayuda a mapear los espacios del gimnasio, no se distribuye por todas partes por igual, sino que marca los espacios ‘jerárquicamente superiores’ de la sala: las zonas de pesos libres y máquinas más duras destinadas a trabajar el tren superior. El grito “responde a un orden institucional”, por eso no puede emitirlo cualquiera. Además, no vale cualquier tipo de grito. Debe ser un sonido gutural, grave, impulsado desde una tensión muscular muy visible, también implica un afeamiento de mandíbula importante. De no cumplir estos parámetros, pueden despertarse ciertas alarmas. Cuenta el autor del estudio que, en una ocasión, un socio habitual soltó un grito que se agudizó al final, produciendo un gemidito delgado. Enseguida se aproximaron a él a preguntarle qué había ocurrido, con curiosidad, amagando risas. Y aquel se disculpó: “Estoy resfriado”.

Sólo tienen derecho al grito los hombres torcaces, o sea, aquellos que exhiben un cuerpo masculino hegemónico, y siempre y cuando levanten una cantidad considerable de peso

En realidad, estos bramidos responderían, según el sentido común, a un esfuerzo desmedido. El esfuerzo, por tanto, sería la medida lógica de calibración. Pero existen normas que lo niegan: sólo tienen derecho al grito los hombres torcaces, o sea, aquellos que exhiben un cuerpo masculino hegemónico, y siempre y cuando levanten una cantidad considerable de peso. En cambio, un chico delgado que trabaje con un peso que, en proporción, le suponga un gran esfuerzo, no podrá gritar sin enfrentarse a la extrañeza, a la burla, al aislamiento. “El grito se convierte en un signo sexista de estatus dentro del gimnasio”.

El poder se ejerce con sutileza en las salas de fitness. El saludo, por ejemplo, sigue unas dinámicas estratificadas: quién te saluda, quién es digno de saludar… “El relato de que al gimnasio se va a ‘desconectar’ es incompleto, en realidad, desconectas del resto de tu vida (trabajo, familia…) para conectarte a los mandatos de género de forma muy intrusiva y muy exigente”, señala Mora.

Los objetos también se invisten de género y pueden gritar. El golpe de pesas contra el suelo delimita, desde el punto de vista sensorial, el dominio de los hombres hegemónicos.

Ejercicios de tríceps. Mancuernas de 30 kilos. Un socio envenado, al terminar, suelta las pesas a varios centímetros de altura: caen, rebotan en la tarima. Nadie se asusta. Cambiamos de protagonista. Alguien que no sueña con aparecer en un anuncio de colonia, deja caer, en el mismo ejercicio, pesas de siete kilos. Un monitor se acerca a advertirle de que cuide el material y deposite las mancuernas con cuidado. Así lo vio Enrico Mora. Parece que las pesas de siete kilos pueden dañar el suelo más que las de 30.

No es suelo lo que preocupa, sino el privilegio del hombre-colchoneta, sólo sus pesas tienen voz en el gimnasio. La libertad de expresión, en el caso de las mancuernas, es censitaria.

Por supuesto, no existe un grito legítimo para la mujer: “Yo no lo identifiqué, el grito legítimo para la mujer está fuera del gimnasio”, confiesa Mora. La mejor prueba la ofrece la mujer culturista. La presencia de una mujer de este tipo crea el caos y la confusión. Ella ratifica que la naturaleza del cuerpo femenino no es la esbeltez suave y la debilidad, sino que son las rutinas las que diseñan esa apariencia. Según el investigador catalán, al compartir el lugar con una culturista los hombres sienten un atentado contra su identidad. La complexión que, de forma más o menos consciente, ellos perciben como prueba de su superioridad, de pronto, aparece fuera de sitio: “A GymA acudía una culturista, ellos la veían con hostilidad o con ostracismo. Aquel no era un lugar especializado en culturismo y siempre la vi sola, no hablaba con nadie”.

“El grito legítimo para la mujer está fuera del gimnasio”

No hay mayor instinto que el de defender la identidad, y más si es una identidad privilegiada. La reacción de ellos era basurizar a la mujer, sacarla de la normalidad (de nuevo, de lo legítimo) a base de cuestionamientos y de burlas. Se hacían corrillos, la vigilaban de soslayo: “Mira ésta, de dónde ha salido, mira, mira, qué hace, adónde va…”. Se reían o, incluso, trataban de desautorizarla, de bajarla de esa situación corporal que ellos, mentalmente, asocian a la cúpula de la jerarquía, a través de la fantasía sexual: “¡Uy, pues ésta en la cama te destroza…!”. En su imaginario, el sexo es un terreno de dominio masculino, y así luchaban por domar algo que se les escapaba, que no atinaban a soportar: la evidencia de que el cuerpo femenino también puede competir en fuerza.

Aquella mujer culturista que no hablaba con nadie en el GymA se ejercitaba con pesos descomunales, pero jamás le asomó un grito a la boca.

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