El día que mi padre me llamó Puta

El día que mi padre me llamó Puta

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03/12/2016

Judit 

Imagino que siempre recordaré ese día. Hubo días previos a lo largo de mi vida, más concretamente desde la adolescencia, en los que ya había visto, o al menos, intuido aquel PUTA en su mirada o su silencio, pero ese día todas las palabras estallaron, entre ellas la que está formada por aquellas cuatro letras P-U-T-A. Como al resto de mujeres, ya me habían llamado puta varias veces en los últimos 15 años. Desde mi primer novio a algún chico enfadado pasando por hombres desconocidos que ante una negativa de casi cualquier tipo sentenciaban con un: “Puta”. También había oído llamárselo a otras mujeres a lo largo de toda mi vida desde cualquiera de mis círculos cercanos, eso no era nada nuevo. Pero en esa ocasión fue mi padre quien pronunció aquella palabra. El hombre que dice quererme más que nadie en el mundo.

Es curioso porque ese día habíamos tenido reunión familiar. Una de esas comidas en las que salía el tema del machismo. En casa de mis abuelos este tema siempre era tomado con tono burlón y entre chistes. Y desgraciadamente comentarios como “dejadle algo para fregar a la mía que luego se pone nerviosa” sonaban habitualmente del comedor a la cocina entre risas. En aquellas reuniones mi padre aparecía como el progre de la familia. A diferencia de mis tíos, él se levantaba con las mujeres a poner y quitar la mesa, e incluso era capaz de preparar la comida para todos para que mi abuela no tuviera tanto trabajo. Se jactaba de ello. Se sentía mejor y superior a los otros hombres. Y a la vez, era admirado por alguna de sus novias que lo observaba, orgullosa de la buena elección que había hecho.

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Pero yo conocía a aquel hombre. Él era el más machista de todos ellos, porque su machismo no consistía en el clásico e identificable “las mujeres a fregar” sino en un conjunto de creencias que a menudo no dejaba ver porque sabía que eran políticamente incorrectas pero que conformaban su idea de que las mujeres en la práctica tenían diferentes derechos a los de los hombres, no porque él lo dijera sino porque era así. Y aquél día me lo confirmaría.

Lo que sucedió ya venía de largo. Como he comentado al inicio, algunos de mis actos desde la adolescencia no debieron parecerle los más respetables. Nunca llevó bien ese paso del tiempo que te convierte de niña en mujer y, mucho menos, lo que eso significaría: que ME follaran.

Y es que en su mente, al igual que en la de aun muchos hombres, existía la creencia firmemente arraigada de que una mujer no follaba sino que era follada, es decir, no era sujeto de la acción sino objeto en el acto sexual. Y por tanto, no era una igual en el mismo sino una subordinada. De esta manera, cada vez que un hombre “lograba” acostarse contigo, mediante argucias y engaños, estaba consiguiendo su objetivo, su objeto, tu cuerpo.

Esa falta de libertad moral es, sin duda, la parte de machismo que peor he llevado durante toda mi vida. Quizá porque esa era justamente la preocupación central de mi padre: que de su hija no se rieran. Porque él sabía lo que pensaban los hombres de mujeres como yo. Los hombres y él, porque no hace falta hilar muy fino para vislumbrar que él era el primero que consideraba que se reía de las mujeres a las que SE follaba. Y así me lo hizo saber aquél día. Mujeres adultas, independientes económicamente, algunas con vidas familiares paralelas que elegían tener sexo con él resulta que no estaban follando sino que estaban siendo folladas, al menos a sus ojos.

No entraré aquí a mencionar los actos por los que se me tachó de PUTA ni mucho menos justificar los mismos, pero como lxs lectorxs no me conocen, solo diré que en ningún caso había intercambiado sexo por dinero, como reza la definición. Y que ni siquiera había hecho nada que mi padre antes no hubiera hecho. Es más, nunca llegaré a su nivel. Aun así, yo era puta y tonta y él, entre otros ataques, no dudó en explicarme el porqué.

Su explicación no era muy profunda, se basaba en lo comentado anteriormente pero argumentado con un: “las mujeres son tontas por eso dejan que me las folle, porque son tontas, pero tienes que saberlo, esos hombres no te quieren, ninguno te respeta y te digo esto porque yo si te quiero y no quiero que se rían de ti”.

En ese momento tuve miedo, si aquél era el hombre que más me quería la situación era como para echarse a temblar. Y ahí salía también el tema del amor, cómo no. Siempre ligado a nosotras, las mujeres, de las que no se entendían las ganas de sexo sin que buscásemos además el amor.

A medida que la conversación iba avanzando y sus argumentos se sostenían menos, las faltas de respeto e insultos se iban agravando, intentando hundirme psicológicamente y protagonizando una escena de gritos más propia del programa de televisión Hermano Mayor que de un hombre de 50 años que además era mi padre.

La frustración se había apoderado de él, no entendía nada, solo luchaba irracionalmente por su verdad, una verdad que había sido creada y respaldada durante años por la sociedad y que ahora su hija venía a desmontarle, no solo con palabras sino con actos. Y es que aquello que él defendía no era una cuestión de machismo, para él era dignidad. Aunque él hubiera hecho muchas más cosas de las que me acusaba, él era hombre. Y no era lo mismo. Ni para él ni para la sociedad que lo único que haría sería tacharme de: “PUTA”. Como él ya había hecho. Pero él y siempre porque me quería, estaba dispuesto a evitármelo abriéndome los ojos a través de argumentos vacíos y faltas de respeto.

Yo sabía perfectamente lo que era todo aquello, esas palabras, esa frustración, esa ira, todo, era una de las caras de las miles que tiene el machismo. Gracias a mis conocimientos feministas pude identificarlo y analizarlo para que aquellas críticas destructivas e incoherentes no lograran hundirme e interiorizar lo puta y lo tonta que había sido. Aun así, aquella conversación, aquel MACHISMO en boca de mi padre, me azotó con cada palabra porque todas y cada una de ellas fueron dedicadas a mi persona solo por el simple hecho de ser mujer.

 

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