Sí, confieso, aun entre feminismos, ¡me ha pasado!

Sí, confieso, aun entre feminismos, ¡me ha pasado!

Nota: Este artículo se enmarca en la sección de libre publicación de Pikara, cuyo objetivo, como su nombre indica, es promover la participación de las lectoras y lectores. El colectivo editor de Pikara Magazine no se hace responsable ni del contenido ni de la forma de los artículos publicados en esta sección, que no son editados. Puedes mandar el tuyo a participa@pikaramagazine.com. Rogamos claridad, concisión y buena ortografía.

05/11/2016

Marta Darocha

Aun lo recuerdo. Era verano y creo que tenía unos diez años. Llegaba a la playa de Canet con mi prima y una amiga. Eran las siete de la tarde o poco más. El calor del día había acabado con la poca paciencia de querer fijar un rumbo claro, por lo que nos sentamos en el primer tramo de arena poco mojada y blanda que vimos. Normalmente no hacíamos toples porque nos daba vergüenza. A penas lo intentábamos en playas desconocidas, en las cuales sabíamos que nuestros pezoncillos a mitad camino entre la infancia y la pubertad iban a pasar desapercibidos entre otros tantos más viejos y grandes. Aún así, era todo un acontecimiento. Pero esta vez, como no había gente, decidimos quitarnos la parte de arriba del bikini. No me gustaban mis tetas, desentonaban con un cuerpo flaco pero de caderas anchas y un culo voluminoso, acentuado aun más por una temprana regla que se dejó asomar con tan sólo 9 años y que me recordaba constantemente que a partir de entonces, todos los meses iba a tener que estar al tanto de compresas grandes que hacían los días dolorosos, calurosos y en muchas ocasiones insoportables, sobre todo cuando tenía que aguantar los comentarios inmaduros de los chicos de clase, cuyas familias no se habían preocupado de normalizar algo tan natural como que las mujeres sangramos. En todo caso, en ese momento me sentía libre, mis tetas desiguales e hinchadas por el frescor de la brisa del mar eran simplemente algo que se camuflaba entre el paisaje veraniego de una tarde de playa, con tres niñas relajadas y alegres. Aunque la armoniosa estampa se quebró cuando una familia aterrizó con su equipaje de guerra preparado para atacar: la típica nevera azul de plástico, varias tortillas de patata y suculentas ensaladas de tomate valenciano acentuaron todavía más el toque rocambolesco de aquella situación. Ojos hinchados y desorbitados acompañaban a los dedos gordos y acusatorios de las mujeres mayores de aquella familia: ‹‹¡Guarras, sin vergüenzas, iros a vuestra casa, las tetas no se enseñan por ahí!››. “Sus” hombres, observando el cuadro con bastante interés, aparentaban tener una especie de estrabismo, desviando un ojo hacia sus abuelas, mujeres y madres, y otro hacia nuestros cachetes y pezones marrones. A veces, sueño con poder irrumpir en aquella playa con unos cuantos años de más y responder con cuchillos afilados, o simplemente con una risa histriónica, pero mi yo de 10 años se quedó pasmado y junto con mi amiga y mi prima, se limitó a ponerse el sostén y entender que la mores maiorum a veces no da para más. Desde aquel entonces creo que se acentuó mi conciencia de que por el hecho de tener tetas, iba a ser juzgada, amedrentada o apelada. La época del instituto llegó y junto a una experiencia educativa inolvidable, mi lado político y feminista fue creciendo. Aunque ello no evitó que mi alto nivel de autoexigencia se fijara en las ídolos anoréxicas por antonomasia de la publicidad y las series del momento, o en las amigas todavía más delgadas que yo. La joven luchadora que iba creciendo entre manifestaciones y al unísono de lemas como “la talla 38 me aprieta el chocho”, tenía claro cómo funcionaba el engranaje: el sistema capitalista produce cánones normativos y cuerpos sexualizados que incitan al inconformismo con el fin de potenciar el consumismo, acrecentar la idea de cuerpo como propiedad, o simplemente para tenernos amargadas debido a su trasfondo patriarcal y machista. ¿Cómo yo, luchadora, valiente y con ciertos ideales más que claros iba a caer en la trampa machirula? Aun así, los tobillos gorditos me molestaban, la tendencia de mi cara a ensanchar me asqueaba y la flacidez de mis muslos se convirtió en un sinvivir a la hora de comprar pantalones que parecían haber sido fabricados para encajetar palillos en vez de para meter piernas. Fue entonces cuando a los pocos meses tuve que afrontar mis problemas de trastorno alimenticio y de baja autoestima, con ayuda psicológica y mucho apoyo de mis padres. Tras mucho tiempo y unos cuantos años más, llegó un momento en que lo entendí: no era yo el problema, no era mi cuerpo la ruina, el problema era la mierda de sociedad, y quitando algunos quebraderos de cabeza cada cierto tiempo, la alegría volvió a mí. Ahora con mis 24 años parece que todo está claro, que todo está superado, que mi lado feminista y militante debe entender que no pasa nada por engordar unos kilos, por tener una piel pálida, ser tímida o simplemente por tener algunos pelos de más en las piernas que asquean a más de uno en el trabajo. Sin embargo, de vez en cuando, mi amigo socarrón el masoquismo se asienta en mi yo particular y según los demás, neurótico, porque claro, ¡la culpa la tengo yo que no me quiero, el bombardeo de pivonazos y comparaciones continuas no tiene nada que ver! Una sensación que no deja de ser colectiva (cuántas mujeres a mi alrededor sufren y pasan por lo mismo, de manera que la incomodidad con sus cuerpos es una constante de reflexión y preocupación en sus vidas). Ese “yo”, ese “nosotras” que se hiere y asusta cuando le dicen que “ha engordado”, que “está blanca”, que “tiene culo”, que “tiene que hacerse el bigote”… Es evidente que lo más doloroso y complejo no es lo que nos dicen, sino la manera en que todo ello incide en nuestra concepción de nuestros cuerpos y maneras de ser y en la larga disputa en la que nos enzarzamos con nosotras mismas, ese famoso desfase entre la realidad y el ideal (¡cuánto daño ha hecho Platón aquí a los michelines!). “Estoy gorda”, “no estoy gorda pero no me siento bien”, “mi culo está celulítico”, “mi pelo es lacio”, “tengo muchos granos”, “me siento gorda e insana”, “mis compañeros me hacen sentir como una pesada, no me entienden cuando hablo de feminismo, ergo, ¡soy una pesada!”, “no tengo tetas”, “tengo demasiadas tetas”, “no tengo culo”, “tengo demasiado culo”, “me tendría que haber callado”, “tendría que haber respondido”, “tendría que haber contestado”, “tendría que haber hecho lo que no he hecho” y más y más y más… Hacía tiempo que no escribía de manera terapéutica y pública. Mis dedos se debatían entre la teoría ilimitada del academicismo feminista y la praxis política, esto es, mi propia vida, la vida colectiva, nosotras. Porque hay un nosotras, complejo, distinto, heterogéneo, anárquico, enrevesado, jodido, alegre, triste, pero coño, ¡maravilloso! Un nosotras que necesita gritar, pero también callar, que es fuerte, pero también débil, que es potencialmente ilimitado pero que también se topa con limites, y no pasa absolutamente ¡NADA! Todos los cuerpos son distintos y bonitos, ¡quiérete a ti misma! Eres fuerte, valiente, enfréntate a tus complejos, sé feminista, tienes que superar la lacra capitalista de la mujer como objeto sexual, tú puedes. Pero a veces sigo sin verme bien, ¡mierda! ¿Tanto cuesta entenderlo? Doble culpabilidad, ¡no lo consigo, no puedo permitirme este tipo de pensamientos! Y es evidente que los cantos cósmicos de “buenorra” o los “menuda jamba más macizorra” de buena mañana por la calle no ayudan mucho. La cuestión es machacarnos, sí, la filosofía del castigo que desde tiempos remotos impregna nuestro imaginario, algo que mi abuela conoce como El Martirio: vivimos una serie de opresiones sobre nuestros cuerpos y nuestras identidades por el hecho de ser quien somos, en este caso, mujeres, un machaque que algunos feminismos nos ayudan a comprender, a destapar, a denunciar. Pero también nos machacamos a nosotras mismas cuando no conseguimos ser o alcanzar lo que deberíamos, ya sea según la virgen, según nuestros compis guays izquierdosos, según los anuncios o sobre todo, según nosotras mismas: ese famoso desliz de la autoexigencia en el que nos obligamos a ser o a estar de una manera para la cual no estamos preparadas, que depende de la aprobación o el desacuerdo ajeno, o simplemente, para el que no queremos. Esta filosofía del machaque y del masoquismo puede convertirse en un enemigo poderoso, sobre el cual ronda tu vida y del cual depende tu confianza. Si “no eres lo suficiente buena para…” puedes llegar a no sentirte preparada para defender una tesis cuyo tribunal está formado por tres hombres y que piensan que “las del feminismo” son unas pesadas, tampoco te sientes preparada a veces para hablar en la asamblea del colectivo por no ser lo suficientemente poliamorosa, ni tampoco en las cenas de familia por no ser lo bastante monogámica. Tampoco te sientes bien escribiendo ese poema que con voz chica nunca te has atrevido a mostrar, te sientes mal cuando después de haber escuchado comentarios lamentables sobre tetas, culos y tías buenas no has tenido la suficiente fortaleza para contestar o porque simplemente no te ha dado la gana hablar, pero también te sientes mal cuando has contestado, ya sea educadamente, o ya sea con ganas de asesinar porque te han hecho sentir como un simio con el típico, ¡ya estamos, no te enfades mujer! Tampoco te atreves a expresar el dolor que sientes cuando hablan del profesor aquel que flirteó contigo porque “eso hace mucho que pasó, tampoco fue para tanto”. Te sientes mal y ruin cuando te das cuenta de que algunas de tus relaciones sexoafectivas han caído en cantidad de convencionalismos o te llegas a creer una pesada y enfadica cuando tus colegas entre cervezas te reprochan, después de haber detectado y denunciado comentarios y actitudes machistas. En situaciones críticas la ansiedad te puede y llegas a creer que tu vida e ideales se resquebrajan. Sí, esto me ha pasado a mí, pero como a mí, a ti, a ella, a ellas, a nosotras, nos pasa, nos sumerge y nos retuerce, pero también nos mueve y nos junta. Sí, a veces no soy como esperan, como esperáis, como esperaba. A veces necesito parar y respirar, hablar conmigo misma, quererme y bajar el listón. A veces necesito entender y detectar qué parte del cuerpo me ha dolido cuando he querido ser otra, cuando por el hecho de ser mujer me han hecho sentir asco y rabia, cuando he intentado ser algo que en realidad no quiero ser. No para cronificar ese dolor sobre el cuerpo, sino para conocerme mejor, para poder compartirlo con mis compañeras y entender que son una presión y un dolor colectivos, que nos unen y nos vinculan. A veces necesito recordar que todo es aprendizaje, que tengo limitaciones, para poder entender mi lugar en el mundo, para saber también cuáles son mis ilimitaciones, para olvidarlas y volver a aprenderlas, para darme cuenta de que la peor policía feminista puedo ser yo misma, podemos ser nosotras mismas, para recordar que nos quieren tristes y calladas. Y todo esto para reconocernos, para querernos, para intentar ser bonitas y sinceras, para decirle al mundo que más allá de los moldes, somos muchas, contradictorias y locas, pero también para recordarnos a nosotras mismas que cada una a su manera, somos únicas.

Download PDF

Artículos relacionados

Últimas publicaciones

ayuda a Gaza
Download PDF

Título

Ir a Arriba