Rituales de cortejo playeros

Rituales de cortejo playeros

Los tres ejemplares macho subieron al espigón. Desde la altura, con las piernas bien separadas y firmes, otearon el horizonte playero hasta avistar la presa objeto de su cortejo. El apareamiento ritual veraniego del homo sapiens es una atracción turística en la playas levantinas.

Imagen: Ana Penyas

Ilustración: Ana Penyas

El más grande de los tres (los machos que cantan más enérgicamente y ostentan coloraciones llamativas pueden ser oídos o vistos desde muy lejos) empezó a acariciar con rudeza sus órganos sexuales para hacerse notar. El mediano escupía fuertemente contra el aire y lanzaba una especie de gruñido con la evidente intención de ser escuchado. Dicen que dichas melodías pueden ser insoportables para nuestro oído, e incluso resultar no cortejantes, pero son neurológicamente eficaces para el sexo opuesto (e incluso el propio) de su especie. El pequeño era más débil. Arrastraba una de las chancletas, tenía una herida en un dedo y el esparadrapo le debía molestar. Pese a que a mi modo de ver era el más atractivo de los tres, no tenía nada que hacer en aquella competición ritual.

El grande detuvo su ansioso escaneo por la playa y dio un codazo al mediano, señalando sin pudor hacia la presa avistada: una mujer sola, espectacular, sentada en la orilla, fumando y bebiendo una cerveza, con unas tetas gigantescas y un bikini negro, maquillada. Y sola, repito. El mediano dio a su vez un codazo al pequeño, que estaba entretenido con su heridita en el pie. Los tres se irguieron lo más que pudieron y comenzó la danza ritual propiamente dicha, que para nosotros puede resultar desagradable y barbárica pero para estos animales es lo más natural de la vida.

El más grande se dio unos golpes en los brazos, se ajustó el bañador, se tocó los genitales, escupió y se lanzó desde el espigón al agua, cual plusmarquista olímpico, dando tal barrigazo contra las olas que las salpicaduras llegaron hasta la presa. Emergió del agua vomitando espuma por la boca y con el pelo en los ojos. El segundo, viendo que quizá era su oportunidad, dado que el macho dominante no había conseguido interpretar correctamente el complicado ritual de cortejo, dio un salto jabonado de delfín que ni él mismo hubiera podido imaginar en sus mejores sueños. Pero no se había ajustado correctamente el bañador y éste, hecho un higo, quedó flotando a merced del mar un par de metros atrás. El grande se rió a carcajadas.

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Mientras tanto, el pequeño había conseguido quitarse el esparadrapo y las chancletas y, cojeando levemente, se sentó al borde del espigón a mojarse los pies. Las muecas de dolor al sentir la sal marina en la herida hicieron reír sonoramente a los otros dos, que intentaban recomponerse, anticipando ya la consumación de la cópula.

En teoría, el macho solo continúa la exhibición si la hembra muestra complicidad, y ambos pasarán por sucesivas etapas que se irán encadenando y determinando finalmente la cópula o la liberación de los gametos al medio ambiente o a un receptáculo intracorporal. Pero la presa había terminado su cigarro (nadie, nunca, había fumado tan bien como ella), había apurado su cerveza (nadie, nunca, había bebido tan bien como ella) y, agarrando su camiseta se puso de pie y comenzó a caminar (nadie, nunca, había caminado tan bien como ella), todo caderas, hombros, huesos, tetas, curvas y ondulaciones hacia la carretera, ajena el cortejo. Nuestros machos, desencantados, le gritaron de todo: puta, maricón, travesti, frígida, zorra, calientapollas, etc. Vamos, lo que suelen hacer antes de liberar los gametos en algún váter.

Yo miré al pequeño, que seguía entretenido con sus heriditas. Era monísimo. Vio que lo miraba. Con un leve pestañeo me hizo una caidita de ojos. Inicié el cortejo a mi vez. Era mi momento. Al ataque.

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