De cuando descubrí que era orquídea en un jardín de rosas: Historia de una mujer Rokitansky

De cuando descubrí que era orquídea en un jardín de rosas: Historia de una mujer Rokitansky

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30/06/2016

Ana Souto Villanustre

Ana Souto Villanustre

Supongo que todas las personas albergamos secretos que no nos atrevemos a sacar a la luz por miedo a ser juzgadas, pero lo peor es esa sensación de querer liberarte de la carga de ese secreto y no creerte capaz, por temor a las consecuencias que conlleve abrir la puerta de tu jaula. Esa dicotomía entre el deseo de libertad y la predilección por la seguridad. Por mucho que nos esforcemos en hacer de un secreto un elemento natural de nuestras vidas, todo pájaro, tarde o temprano, necesita extender las alas para que no se agarroten entre los barrotes. Hablo desde la experiencia, en calidad de mujer que, durante cuatro años, intentó ocultar parte de su esencia por temor al rechazo de los demás, hasta que fui incapaz de continuar traicionándome. Ocultar ese secreto era renegar de una parte de mí, no poder ser yo misma. ¿Por qué avergonzarme de ser una mujer Rokitansky?

La verdad es que con 15 años no fue nada fácil enterarme de que había nacido con un útero demasiado pequeño como para albergar vida en su interior y si esa losa no era lo suficientemente pesada, también se sumaba una vagina poco profunda como para tener relaciones sexuales. Me miraba al espejo y en el reflejo no podía evitar ver a una mujer incompleta, que además de no poder traer vida al mundo tampoco podría disfrutar de los placeres naturales que aporta el sexo. Con cada nuevo vistazo que echaba al espejo, notaba cómo la oscuridad me iba engullendo un poco más. Una especie de mano invisible tiraba de mí, queriendo hundirme en las profundidades de ese vacío interior que me atormentaba de día y me impedía dormir en las noches de insomnio y pesadillas. Cuántas veces no habré empapado de lágrimas la almohada, ahogando lloros mudos en mi cuarto para que mi hermano, al otro lado de la pared, no notase que algo no iba bien.

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Me odiaba con todas mis fuerzas y miles de preguntas rondaban mi cabeza. Todas ellas se resumían en ese “¿por qué yo?”. Me sentía una especie de bicho raro, un ser único en el universo, una entre cinco mil mujeres. Lo peor era la angustia de no poder compartirlo, de no poder gritarle al mundo “soy mujer Rokitansky” hasta quedarme sin aliento. Opté por aislarme, por encerrarme en mi mundo y dejarme atrapar por las páginas de las novelas que devoraba en cuestión de días u horas. Allí me sentía protegida, nada malo podría pasarme entre las líneas de tinta negra en las que cualquier persona es aceptada.

El mundo exterior era el que me atemorizaba, no era para mí, con sus etiquetas impuestas que implícitamente me definían como mujer de segunda categoría por no poder quedarme embarazada ni dar placer a un hombre como cabría esperar en una relación heterosexual. Quizás esas ideas, esos pensamientos producto de la toxicidad de la sociedad eran el mayor de mis enemigos. ¿Cómo se me ocurría medir mi valía en función de los centímetros de mi vagina? Esto sin contar lo retrógrado que me resultaba el hecho de preocuparme más por el placer que podría o no podría dar, como si mi cuerpo hubiese sido diseñado para servir a un hombre. Tal vez esas ideas poco sanas se debiesen a ese “no vas a poder mantener relaciones sexuales si no te sometes a un tratamiento” de los doctores cuando me dieron el diagnóstico.

Qué inocente era… En su día creí que sus palabras albergaban verdades absolutas y que lo mejor sería llevar una vida alejada de todo chico de mi edad, para evitar dar explicaciones sobre mi cuerpo diferente al de resto de mujeres. Pero, ¿cómo que no podía mantener relaciones sexuales? ¿Acaso no existen un montón de formas de dar y recibir placer? En nuestra sociedad parece que si no hay penetración no llega a haber relación sexual, una afirmación completamente errónea. No existen formas de tener sexo correctas o incorrectas. De hecho, imponer una única forma de sexo va en contra de su propia definición. La sexualidad es un verdadero acto de libertad que sirve para descubrir a la otra persona y (re)descubrirse. Existen tantas formas de sexo como combinaciones de personas pueda haber en el mundo, ya que cada uno encuentra placer en cosas muy diferentes. ¿Por qué limitar entonces el acto sexual a la penetración?

Durante mucho tiempo, demasiado, me sentí inferior al resto de mujeres porque creía no ser capaz de dar placer a alguien y no tener un cuerpo lo suficientemente apto. Cuán equivocada estaba… La calidad del sexo, de igual modo que no va ligada al tamaño del pene de un hombre, tampoco debería depender completamente de la profundidad de la vagina de una mujer. Está claro que no puedo negar que mi cuerpo era diferente, pero lo diferente no es necesariamente algo malo. ¿Acaso el sexo no se trata de amoldarse mutuamente, de que dos cuerpos se complementen y se compenetren fusionándose en uno solo? El sexo es un proceso de conocimiento, de enriquecimiento y de adaptación. Incluso aunque hubiese nacido con una vagina de medida media, eso no garantizaría el placer al acostarme con un chico.

Echo la vista atrás y me alegro de haber dejado de ser la adolescente asustadiza que no concebía la posibilidad de vivir el amor o el sexo en primera persona. Hasta que apareció ese primer chico con el que llegué a un punto en el que tuve que contarle todo y a quien siguió una segunda relación en la que el amor fue también el protagonista. No me veía capaz de acostarme con un chico que no llevase impreso el título de novio. El amor era mi área de confort, mi salvoconducto para revelar mi secreto a quienes consideraba que debían conocerlo por la presión de las circunstancias. Un arma de doble filo, pues basaba mi aceptación en la aceptación del otro. Me tomaba el privilegio de quererme por el hecho de que un chico hubiese decidido estar con alguien como yo. Sin embargo, una vez que desaparecía de mi vida volvía a toparme de bruces con aquel muro de hormigón, teñido de oscuridad del más profundo y frío azabache. Pese a ir de fuerte era una persona que, por desgracia, nutría su autoestima en base a la presencia de un hombre en mi vida.

Pasar a estar sola -a nivel pareja- fue quizás el detonante que me hizo cambiar de perspectiva, el factor que me obligó a rediseñar el reflejo que aparecía impreso en el espejo cada vez que me atrevía a contemplarlo. Me hice dueña de la paleta de colores de mi vida y con un pincel, comencé a pintar el cuadro en el que aún sigo trabajando. La dosis de fuerza inesperada quizás brotó de la rabia que sentía por continuar teniendo miedo después de cuatro años conociendo esa característica que forma parte de mí. Me di cuenta de que para que los demás me aceptasen primero tenía que verme con buenos ojos: “cambia la forma de ver las cosas y las cosas cambiarán de forma”, es una cita que siempre me ha gustado. Llevarla a la práctica no es tan sencillo, pero es un comienzo. Si algo me ha causado verdadero daño ha sido ese auto-odio capaz de incrustarse en las profundidades de mi ser. Ha habido amigos, parejas y conocidos que me han causado verdadero dolor con sus comentarios, pero esas son de las heridas que cicatrizan tarde o temprano. Cuando eres tú la que dispara hacia tu persona, entonces tienes la capacidad de crear heridas de las que mana sangre constantemente. Solo yo podía ponerle fin.

No podía seguir viviendo así. ¿Por qué reprocharme ser mujer Rokitansky si no era algo que hubiese dependido de mí? Hay personas con lunares por todo el cuerpo, a otras les salen pecas en verano y las hay que formamos parte del colectivo de las orquídeas del jardín en lugar de ser rosas. Todas nosotras flores, al fin y al cabo, con sus pétalos, sus hojas y su tallo. De colores variables y fragancias diferentes, pero plantas igual de bellas, válidas y fuertes. Necesitaba verme con la misma naturalidad con la que deseaba que el resto de gente me viese, así que el cambio tenía que empezar en mí. Asumir también que no todo el mundo sería capaz de entender, que habría personas que continuarían mirándome de reojo, como a ese bicho raro que me llegué a sentir. No permitir pues, que el desprecio de los demás determinase la percepción de mi persona. Cambié el negro de Rokitansky por el malva de la libertad y la lucha, aprendí a cogerle cariño y, sobre todo, hacerlo una característica mía y no un defecto.

Ana Souto Villanustre

Después de cuatro años de lucha, de caer y levantarme una y otra vez para poder impulsarme con más fuerza, se hizo real lo que a los quince años resultaba una mera utopía: operarme. Había intentado crear una neovagina con dilatadores, pero además de no obtener ningún tipo de resultado, el tratamiento me pasó factura a nivel psicológico ante la impotencia de no poder cambiar mi cuerpo pese a tener en mis manos la supuesta solución (el dolor físico se hacía demasiado duro). Al otro lado de España, en tierras catalanas, me ofrecieron la oportunidad de operarme. Mi primer viaje a Barcelona tuvo lugar en el verano de 2015 y por aquel entonces se auguraba que tendría que esperar un año. Esa mezcla de sensaciones… Por un lado el éxtasis de saber que pronto estaría en un quirófano y, por otro lado, el saber que ese año se haría eterno. Probablemente ese fue otro de los incentivos que me llevaron a hacer yo de cirujana y recurrir a un bisturí invisible basado en el amor propio y la aceptación de mi persona. La operación podía esperar, pero el cariño hacia mí era imperativo.

La suerte estuvo de mi lado y cuando menos lo esperaba, en noviembre de 2015, recibí una llamada de teléfono desde el Mediterráneo. Había sido seleccionada para formar parte de un congreso en diciembre en el que sería una de las afortunadas a las que operarían. Cuando recibí la noticia no pude evitar llorar, con la misma fuerza con la que lloré al despertar de la operación y viví un flashback al recordar el largo camino recorrido. Siendo adolescente pensaba que no alcanzaría a quererme por no tener un cuerpo “normal”; me había equivocado. En Barcelona simplemente firmé la libertad que yo misma me había encargado de bordar sola previamente.

Han pasado cinco meses desde que me operé y no todo es color de orquídea… Creía que los días de bajón se acabarían esfumando, pero alguna que otra mañana me despierto rodeada de una especie de bruma, un desánimo que cala hondo y no sé cómo borrar. Como mi vagina fue creada en un quirófano y se trata de un músculo que conforme estira también vuelve a su forma inicial, tengo que llevar un dilatador de silicona gran parte del día (o como mínimo, toda la noche). Hay momentos en los que desearía arrancármelo y lanzarlo por la ventana, sobre todo cuando el dolor se vuelve demasiado insoportable. Las pocas horas que no lo llevo puesto no puedo evitar sentirme culpable por no ser capaz de tenerlo todo el día, además del temor a que por poco tiempo que sea, la vagina se cierre y no sea capaz de colocármelo. En el fondo sé que nunca lo he tenido suficiente tiempo fuera como para echar por la borda toda una operación, pero el miedo está ahí. Lo que quizás me afecta y contribuye a ese estado de apatía sea el hecho de tener que pensar que es algo para toda la vida y me reprocho no ser más fuerte. Tengo que asumir mi realidad… Hay mujeres a las que la regla les dura más que a la media y tienen que lidiar con compresas, tampones y dolores, ¿no? Si a ellas no les ha quedado más remedio que habituarse, he de hacer lo mismo.

Ana Souto Villanustre

Supongo que ese dilatador me dice a diario que soy diferente y aunque a veces me haga volver a esa fase adolescente de esconderme en las sombras, también es un recordatorio, ese tatuaje que me gustaría llevar impreso en la piel de “mujer orquídea”, con orgullo. Y entonces resuena en mi cabeza esa frase de Alicia en el País de las Maravillas: “volver al ayer no tiene utilidad, porque entonces era una persona distinta”. Si bien es cierto que no podemos vivir anclados en el pasado, soy de las que piensan que recordar el punto de partida nos hace comprender mejor el sendero que hemos recorrido hasta llegar al lugar actual en el que nos encontramos y, por encima de todo, poder sentirnos orgullosos de nuestra evolución. Por eso me emociono cuando pienso en aquella chica asustadiza y perdida que se creía incapaz de encajar en el mundo y que ahora, sin embargo, lucha por ayudar a aquellas que tienen miedo a volar con el viento. Con taras, virtudes, defectos o características congénitas como la mía, todas las mujeres somos igual de válidas.

Lo que habría dado por haberme tomado un café con la Ana del pasado o, simplemente, haberle dado un abrazo y susurrarle al oído: “Todo va ir bien, ten paciencia”. Por eso he decidido romper el silencio y con mis palabras y las voces de otras personas que se sumen a la mía, normalizar algo que en realidad debería verse con naturalidad. Rokitansky desde luego que plantea problemas, pero tiene solución y sería más llevadero con la comprensión de la gente que rodea a cada nueva mujer diagnosticada. Al fin y al cabo, las orquídeas son igual de bellas que las rosas del jardín, ¿no?

Si eres una mujer Rokitansky como yo, no dudes en escribirme, ya no estás sola. A partir de este momento cuentas con el apoyo incondicional de una hermana de lucha dispuesta a ayudarte. Si eres una persona que acaba de descubrir la existencia del Síndrome de Rokitansky y deseas tener más información, también puedes ponerte en contacto conmigo y resolveré todas tus dudas y curiosidades. No tengas miedo a hacerme las preguntas que hagan falta por temor a incomodarme, será todo un placer.

*Puedes ponerte en contacto con Ana a través de su blog o su Facebook.

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