Un elefante en una habitación

Un elefante en una habitación

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23/05/2016

Texto anónimo

Ser madre duele, y mucho.

Sé lo que es sufrir las contracciones de parto desde las nueve de la mañana a las tres de la madrugada en un parto inducido inútilmente, y el dolor del post-operatorio y de las grapas de una cesárea.

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Pero eso no es comparable al dolor que sentí el día que mi hijo de cuatro años entró aterrorizado y presa del pánico en la cocina, con la cara roja y llorando como nunca le había visto, repitiendo sin parar: “Ha sido sin querer”.

No acertaba a saber a qué se refería, pero era evidente que el miedo era hacia mí. En ese momento, incapaz de consolarlo, sin saber por qué, algo se rasgó muy dentro de mí, y el dolor era infinito.

Ya llevaba tiempo observando pequeños detalles que me estaban alarmando; de ser un niño confiado, tranquilo y risueño, había cambiado a más serio, huraño y desconfiado.

Algo raro estaba sucediendo pero no sabía el qué.

Si me acercaba a él de improviso, a veces se echaba para atrás e incluso apartaba la cara cuando le iba a acariciar, reaccionando de forma inconsciente a la defensiva de que le fuera a pegar. Y me dolía cuando lo hacía, totalmente fuera de contexto y de razón. No le encontraba explicación. Pero no quería verlo.

Cosa muy curiosa, pues yo estoy totalmente en contra de pegarle y a menudo le repito que a los niños no se les pega bajo ningún concepto, e incluso que si a él le pegan se de media vuelta y no responda a la agresión.

Así pues, el día que entró presa del pánico y tuve la certeza de que a mi hijo le estaban agrediendo fuera de casa algo se rompió dentro de mí causándome un dolor infinito, una rabia inmensa.

Cuando conseguí tranquilizarle un poco y preguntarle lo que había pasado, resultó que era la pastilla gastada de jabón, que se le había roto en dos, al lavarse las manos.

Le expliqué que no tenía importancia.

Entonces le dije, cuando me di cuenta que ya estaba volviendo a la realidad, cosa que no pasaba un momento antes: “¿Mami te pega?” Y él respondió dudando:”…No”.

Le hablé lo más suave que pude: “Gabriel, ¿a ti te está pegando alguien?”

Y en un susurro me contestó: “No te lo puedo decir”.

Y lo repitió: “no te lo puedo decir”.

Sentí dos puñaladas en el corazón cada vez que lo dijo, pues era la señal de que además de pegarle le amenazaban para que no lo dijera.

Y ya directamente no pude aguantarlo y le dije muy suave y abrazándole: “No tienes que tener miedo. R. ¿te pega?”

Y me contestó muy bajito: “Sí. Y volvió a repetir, (otra puñalada), pero no te lo puedo decir”.

Al día siguiente le pregunté, de la forma más natural que pude: “Oye, y ¿pega a otros niños?”.

“Si”, me contesto. “También pega a G., pero su mamá lo sabe y no le importa porque ella también le pega”.

Entonces recordé. Recordé el día que fui a buscarle y R., la pegona, me tanteó. Me dijo que una torta de vez en cuando era necesaria, y además les venía muy bien.

Entonces yo le pregunté a Gabriel delante de ella: “Gabriel ¿A ti mami te pega?” Ella se puso blanca cuando el niño respondió:” No”.

“Pero mami te castiga, ¿verdad?”, añadí, “…sin dibujos ni ordenador, que te duele más que una torta y es más efectivo”, (y respetuoso tenía que haber añadido).

Ahora pienso en cuántos padres saben, sospechan, consienten, e incluso animan a que se emplee la agresión física en los comedores escolares.

Pienso si no seré yo la rara por pensar que me duele a mí si pegan a mi hijo.

Que no está bien que una cuidadora emplee la violencia como método para que coman más rápido.

Porque mi hijo come de todo y todo lo que le ponen. Dudo que ningún niño comiera mejor que él.

Y sé que desde que no va al comedor está más feliz, oye música y baila. Sonríe más. Aunque sigue teniendo reacciones de miedo.

Y me doy cuenta de que antes no estaba bien.

Y pienso en los papás que no pueden sacar como yo a los hijos del comedor si observan “cosas raras” y no quieren verlas.

Y veo este problema como si fuera un elefante en una habitación, (una verdad evidente que es ignorada).

Y si es una violencia socialmente aceptada, como los niños que piensan que “no lo pueden decir”.

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