En la piscina

En la piscina

Me resulta indicativo de muchas cosas que las calles rotuladas como de nado medio estén llenas de mujeres y las de nado rápido llenas de hombres. El día que le eché huevos y me metí a la de nado rápido, descubrí una verdad sorprendente.

Imagen: Ana Penyas
25/04/2016

Ilustración: Ana Penyas

Suelo ir a una piscina municipal a nadar (aprovecho para informarles de que Manuela Carmena, la alcaldesa de Madrid, ha bajado el precio de las piscinas y están llenas de pobres. Un horror. Jamás te lo perdonaré). El caso es que, como todas ustedes saben, que son buenas usuarias de piscinas y gimnasios sobre todo en enero (esos gimnasios son rentables gracias a esas cuotas anuales que ustedes pagan en un rapto de locura y que dejan de usar aproximadamente el 17 de enero), en las piscinas hay varias calles con unos rótulos que indican la velocidad aconsejada en cada una de ellas: nado lento, nado medio, nado rápido. (No sé si usar “nado” es gramaticalmente correcto, me temo que no, debe ser como “entreno” en lugar de entrenamiento, pero es lo que pone en mi piscina).

Me resulta indicativo de muchas cosas y es quizá un epítome de tantas otras que las calles rotuladas como de nado medio estén llenas de mujeres y las de nado rápido llenas de hombres. Ni qué decir tiene que yo mismo, pese a la tentación de meterme en las de nado rápido (una buena coz de un policía de Fuenlabrada con el culo duro como un balón medicinal sienta estupendamente), me solía sumergir en las de nado medio (las de nado lento siempre están llenas de personas que en vez de nadar se diría que están en infusión). Yo nadaba como una bestia, nadaba como podía, intentaba nadar a nado medio, pero no había forma, indefectiblemente me encontraba como cuando uno va por el carril de la izquierda a cincuenta por hora: luces, bocinazos, palabrotas. En este caso señoras que me tocaban los pies y que me adelantaban por arriba, por abajo, por la derecha y por la izquierda. Y hasta a través de mí, si eso es posible (que lo es, se lo digo yo).

Me cambiaba avergonzado a la calle de nado lento y me dedicaba a flotar como un paramecio en una charca, haciendo delicadísimos movimientos de sílfide para no hundirme y poco más. Hasta que un día, aburrido de tanta delicadeza, le eché un par de huevos (eso hacemos mucho los hombres, aunque solo se pueden echar una vez, debe ser que se regeneran): me metí en la calle de nado rápido. Mi sorpresa fue mayúscula cuando advertí que no solo no me adelantaba nadie, sino que yo mismo me tropezaba (a veces adrede, lo confieso), con alguno de esos mozalbetes que aspiran a ser bomberos, alféreces o policías y que se interponían en mi camino. Objetivamente (y que Einstein me perdone), la calle “rápida” era más lenta que la “media” (odio usar “comillas” porque me “imagino” haciendo el “odioso” gesto del que tanta gente “abusa”).

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Todo esto tiene que ver con la autopercepción. Con lo que nos dicen de pequeños. Con lo de ¿quién es el niño de su mamá? Tiene que ver con todo, con tantas cosas. Con tantas cosas que uno se pone a escribir por no entrar a la piscina y decirles a todos esos berzas: pero ¿no veis que vais más lentos que ellas? ¿Qué os pasa, borricos? ¿Ni siquiera lo entendéis? ¿Y a vosotras? ¿Qué os pasa a vosotras? ¿Qué hemos hecho de vosotras? ¿Qué podéis hacer de lo que hemos hecho de vosotras?

Algún día de estos cambiaré el cartel (que es una especie de cono naranja de los que se ponen en la carretera) cuando no se den cuenta. A ver si se dan cuenta. Hasta que se den cuenta.

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