Calladita estás más guapa

Calladita estás más guapa

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13/03/2016

Ainhara M. Orodea

“Sabía que me pagaban menos, y con eso y todo acepté porque las opciones se reducen a o lo hago por menos o no lo hago. Así que al final se trata de decidir si te merece la pena o no. Eso no quiere decir que me guste.” Podía ser cualquier joven hablando de su primer trabajo, de un trabajo precario o unas prácticas, pero es Amy Adams, actriz nominada al Oscar en cinco ocasiones, hablando de la diferencia de sueldos que hubo entre sus coprotagonistas masculinos y femeninos en La gran estafa americana (American Hustle).

Y es ahí donde reside el problema. No es la típica queja resignada que hemos escuchado cientos de veces, que incluso yo misma pudiese haber llegado a hacer en otro momento de mi vida. Ella es una estrella de Hollywood, una pedazo de actriz que podría usar su fama para hacer un llamamiento sobre la brecha salarial en una industria sexualizada, tal y como hacen Emma Watson, Patricia Arquette o su propia compañera de reparto, Jennifer Lawrence, hace tan solo un año. Ella no es la becaria, el último mono de la empresa, la nueva que está a prueba. Ella tiene, como decimos los juristas, autoritas y potestas. Sin embargo, Amy acepta, sin más lucha ni reivindicación, una situación que aunque le desagrada tolera sumisamente para seguir trabajando, para seguir cumpliendo con ese ideal de “novia de América”, para que sigan contando con ella. Amy apuesta por el conformismo. Calladita, que es como le dicen que está más guapa.

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A Jennifer Lawrence, como a mí, le cabrea seguir perpetuando un modelo contrario a cualquier principio de igualdad, contrario a la capacidad personal y contrario incluso a la decencia. Ella reconocía en su carta publicada en Lenny que no había luchado por un salario más alto ya no solo porque no lo necesitara, sino porque en el fondo no quería ser conocida en la industria como la difícil o la mimada, algo que no frenaría a ningún compañero varón a la hora de negociar su cheque.

No es ninguna novedad que el uso del léxico va con doble rasero según hablemos de una mujer reivindicativa con sus derechos o de un hombre que pide lo que quiere. Ella será difícil, caprichosa, terca, revoltosa; él será luchador, ganador, comprometido, vamos, un crack. Da igual que te llames Jennifer Lawrence y estés haciendo pelis con Batman o María Pérez y seas administrativa en Madrid.

I’m over trying to find the ‘adorable’ way to state my opinion and still be likable! Fuck that. I don’t think I’ve ever worked for a man in charge who spent time contemplating what angle he should use to have his voice heard. (Jennifer Lawrence en su carta abierta publicada en Lenny)

Y ya no es el hecho de que ellas hayan negociado mejor o peor, más duro o menos, ni de que su participación en la película sea mayor o menor que la de sus colegas. Cuando se descubrió que Amy y Lawrence cobraban menos, también se supo que una vicepresidenta de producción de Columbia Pictures cobraba un millón de dólares menos que su compañero de vicepresidencia (hombre, por supuesto). Pero, ¿sucede esto sólo en los grandes estudios de Los Ángeles? Desde luego, no.

La diferencia de salarios era tanto una realidad aquél primer 8 de marzo en el que un grupo de obreras salió a la calle a reivindicar condiciones justas en sus trabajos como lo sigue siendo este 8 de marzo de 2016. En pleno siglo XXI cobramos un 24% menos que los hombres. Y en muchos casos la situación perdura porque aún subyace un sentimiento del decoro patriarcal, del ideal de mujer sometida, de la esclava voluntaria de la que hablaba J.S. Mill, que hace que las mujeres nos conformemos con lo que se nos ofrece sin atrevernos a rechistar.

El sentimiento de ser buena chica está tan arraigado entre nosotras que no solo lo manifestamos en nuestro comportamiento externo, sino que nos psicoanalizamos a nosotras mismas bajo esas pautas. ¿Que no me pagan lo mismo que a mi compañero? Seguramente es porque no tengo tanta experiencia como él. ¿Que no me dan el bonus que le han dado a los trabajadores varones? Este año he estado a mil cosas entre la casa, los niños, cuidar a papá y en el trabajo no me he esforzado lo suficiente. ¿Que me hacen una oferta de trabajo y sé que la voy a aceptar sin negociar ni un céntimo? Es mejor aceptarla mientras pueda. Con la de gente que estará interesada en el puesto, y yo además necesito el empleo. Si lo hago bien, con el tiempo, ya me irán subiendo el sueldo, seguro.

Las mujeres nos vemos envueltas en la dicotomía de seguir siendo adorables, pacientes y educadas hasta límites extremos si queremos que nos tengan en estima en nuestro entorno laboral, o de decir lo que queremos y pensamos pero arriesgarnos a dejar de gustar, de encajar, de que nos llamen para trabajar.

Sin embargo, eso nos aleja de cada vez más de poder reclamar un trato igualitario. Si conseguimos romper el techo de cristal y llegar a una situación equiparable a la de los hombres, en ese caso escucharemos que semejante mujer es mandona, inflexible, poco agraciada (siempre recordaré el artículo en el que se discutía la valía de las abogadas de cuatro grandes despachos de la capital, y justamente las mejores en su profesión eran definidas como las más feas) o ya directamente, una cabrona sin sentimientos. Pero en pocas ocasiones se oirá hablar de su curriculum.

Aquellas que crecimos a finales de los 80 queriendo formar parte del mundo, tenemos sobrados ejemplos de nuestras madres, tías y abuelas, acerca de lo que significa tener independencia financiera y la importancia de un trabajo en que se valore nuestro desempeño de un modo justo.

Porque lo que no debemos olvidar es que lo que sucede en la esfera pública siempre tiene su traslado a la esfera privada. ¿Cómo sino demostrar a nuestro entorno que no somos el sexo débil si dependemos económicamente, aunque sea mínimamente, de nuestra pareja? Es alarmante el repunte de actitudes y creencias machistas que presentan los adolescentes hoy en día, ya no sólo debido a la influencia de las redes sociales o internet, sino de micromachismos diarios que aprenden de su entorno familiar. Del mismo modo, ¿con qué cara le digo yo a una adolescente que se deje las pestañas estudiando, que saque las mejores notas de su clase, que aprenda a hablar 3 idiomas, para que al graduarse cobre un 24% menos que un hombre, para que su trabajo sea precario, para que enfrente a un despido si decide disfrutar de su baja maternal? ¿Cómo mantengo esta farsa de la superwoman con espíritu naif y mrwonderfulero mientras trabajo 55 horas a la semana, hago la cena y sigo la cuenta atrás de mis años fértiles con la incertidumbre de si algún día mi trabajo será lo suficientemente seguro o estará lo suficientemente retribuido para poder traer a este mundo un bebé? Simplemente, no puedo. Y añado, no quiero. My mama taught me better.

Por eso, los gestos como las reivindicaciones de jóvenes que no temen denominarse a sí mismas feministas como Lawrence, Watson, Arquette, Dunham, etc., suman. Sacan a la palestra la historia que nunca debemos olvidar. Y sin embargo, las medias tintas de Amy hieren porque desde una tribuna bien pública perpetúan un mensaje que creíamos superado hace décadas. Sé sumisa y gustarás. Quéjate y no te querrá nadie.

Obviamente hay muchas mujeres que hoy en día siguen pensando del mismo modo que Amy Adams, pero ¿cómo vamos a transmitir otro mensaje si el de no presentar lucha está tan interiorizado? ¿Cómo predicar con el ejemplo si no se sabe hacer otra cosa? No podemos seguir haciendo oídos sordos a mensajes de sumisión porque esta causa es inherente a nuestra personalidad y no podemos permitir su aniquilación.

A mi generación, llena de mujeres excepcionalmente preparadas y formadas, pero que sin embargo nos damos cada día de bruces contra el muro de la precariedad y desigualdad laboral, cada reivindicación, por pequeña que sea, nos hace confiar en que conseguiremos derribar este muro. En que somos dignas herederas de aquello por lo que nuestras madres lucharon hace 30 años y que podemos conservar y ampliar su legado. En que alzar nuestra voz contra lo que no es justo, en definirnos como feministas, en ser un poco revoltosas… en que eso es lo correcto, lo que nos hace más fuertes y lo que provocará un cambio. En que hablando, somos más listas (y más guapas).

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