De por qué ligo menos en Alemania

De por qué ligo menos en Alemania

Nota: Este artículo se enmarca en la sección de libre publicación de Pikara, cuyo objetivo, como su nombre indica, es promover la participación de las lectoras y lectores. El colectivo editor de Pikara Magazine no se hace responsable ni del contenido ni de la forma de los artículos publicados en esta sección, que no son editados. Puedes mandar el tuyo a participa@pikaramagazine.com. Rogamos claridad, concisión y buena ortografía.

27/02/2016

Texto anónimo

¿Quieres que quedemos para cocinar algo y cenar en mi casa, o has llegado demasiado cansada? Proceso la frase, bailo por la habitación mientras me quito el abrigo con una mano, controlo mi voz y digo que sí. Él es el becario más guapo de la oficina y yo llevo tres semanas descifrando si tiene o no algún interés por mí. Los indicios son tan sutiles que no suponen pruebas. Hemos quedado varias veces y bailado de fiesta junto con amigos. Aún así, después de la cena que menciono arriba, quedaremos dos veces más antes de besarnos.

Meses más tarde celebro mi cumpleaños en un parque de Munich. En julio hace calor incluso en Alemania. Invito a toda persona que conozco en la ciudad. También al vecino de una amiga, con el que he quedado un par de veces: para ver una exposición de fotografía, para ir a andar en bici y para beber una cerveza en la orilla del río Isar. Esa noche y pasadas las tres o cuatro horas de celebración, él acaba sentado a mi lado en la hierba y sus dedos atrapan los míos disimuladamente mientras discutimos sobre política con otros dos colegas. En dos meses pasaremos de los dedos a la boca.

suscribete al periodismo feminista

El pasado noviembre le confieso a este último que sigo sin entender a los hombres alemanes. Me quejo de que tengo la sensación de no ligar nada en este país. “Tú ligas igual que en España, pero no te das cuenta”, sentencia. “Lo que pasa es que los tíos normales no se acercarán hasta estar seguros de que tú también quieres”. Yo no doy la respuesta por válida.

***

Es Navidad y voy a comprar el pan. El camino de la casa de mi madre hasta la panadería del pueblo es aproximadamente de un kilómetro. Decido ir por la carretera principal. Hace sol pero visto el abrigo enorme de mi hermano. Aunque tengo la música puesta escucho cómo me pitan desde tres coches diferentes. En quince minutos. Cuando se lo cuento a mi madre al regresar a casa, ella me responde: “¿Sí? Eso mismo me comentó una amiga austriaca hace poco. Yo creía que exageraba”.

Al anochecer, en el casco viejo de Vitoria, no dejan de sorprenderme las miradas de hombres de todas las edades. Dirigidas a mí, a mis amigas y seguramente a todas las mujeres que se les cruzan. ¿Soy la única que las percibe? Me molestan. Cuando lo menciono, la respuesta de mis amigas me resulta familiar: “Se nota que vives fuera, maja”. Todas están de acuerdo en que no les gustan las miradas, pero añaden que se han acostumbrado tanto que las ignoran. Me pregunto por qué me sorprendo. Crecí aquí, viví aquí, salí aquí, ligué aquí. ¿Me he olvidado de tanto en dos años?

Entramos en un bar abarrotado. Somos sardinas en lata bailando pero es muy divertido. Hasta que noto que me pellizcan el culo dos veces y no tengo espacio para darme la vuelta. De camino al baño me bloquea el paso un chico de mi edad. “¿Tienes novio, guapa?” Me pone la mano en el hombro, cerca del cuello. Está visiblemente borracho y sus amigos se parten de risa hasta que les pregunto de qué se ríen. Cuando salgo del baño procuro atravesar solo grupos de mujeres.

En el segundo bar hay más espacio y se nos une una amiga con un grupo de chicos. Son encantadores. Con uno me entiendo especialmente bien, hablamos de música y de tatuajes. Antes de salir del bar apoyo mi mano en la parte superior de su espalda durante unos segundos. Él hace lo mismo. El grupo decide ir a una discoteca y yo me alegro, llevo unos cuatro años sin ir a una en Vitoria.

Entramos, bebemos, bailamos mucho y vuelvo a hablar con él de algo. Me voy al baño y cuando quiero regresar, alguien me tapa los ojos. Para volver a ver tengo que arañar y pellizcar las muñecas de quien me sujeta de la cabeza. El chico, de unos pocos años más que yo, me grita “cu-cu”, mientras su cuadrilla se ríe. En ese momento me acuerdo de aquella vez que le pegué una patada en las espinillas a un hombre que estaba metiendo su mano entre las piernas de una amiga en un bar del casco viejo. Teníamos catorce años, era carnaval y llevábamos minifalda. Me entran ganas de pegarle una ostia al idiota que me ha tapado los ojos pero solo me doy la vuelta para regresar rápido a la seguridad del grupo.

Unos minutos más tarde se acerca a despedirse el chico de los tatuajes y la música. Me da los dos besos e intenta un tercero. Me aparto y soy sincera: me encantaría pero no puedo. Él también es sincero: se le escapa un “qué putada”. Añade un “pero no pasa nada, tranquila”, sonríe y se va. Dos días después estamos tomándonos unas cañas. El fin de semana siguiente, sin embargo, una amiga me dice que yo tenía todo el derecho a apartarme, pero añade: “aunque es innegable que al pobre le calentaste”. Lo argumenta diciendo que en el bar en el que nos conocimos me acerqué yo a él y estuvimos hablando “mucho y cerca”. Me asombra tanto esa perspectiva de las hechos que no sé qué decir y le doy la razón.

***

La Nochevieja la celebro en Hamburgo. A mi compañera de piso la visitan los amigos de su ciudad natal. Cenamos en casa y brindamos con todos los vecinos de nuestro bloque. Salimos a ver los fuegos artificiales y después caminamos hasta la discoteca durante una hora porque el transporte público ha dejado de funcionar. Uno de sus amigos y yo hablamos durante todo el trayecto sobre nuestros respectivos trabajos, viajes e infancias.

La discoteca está llena. Y la gente, borracha y metida hasta las cejas. Pienso unos minutos en darme la vuelta y volver a casa convencida de que sobria no hay quien aguante a la humanidad. Alguien argumenta que merece la pena quedarse por la música. Acaba teniendo razón. Bailo durante cinco horas rodeada de hombres desconocidos sin que nadie me moleste ni me toque. En los baños ya no hay diferencias por sexos: hombres y mujeres esperan mezclados la cola y dejan pasar, tambaleándose, pero con educación. No me dicen guapa, no me tocan el culo y los que me sostienen la mirada más de tres segundos me sonríen y la apartan.

 A las cinco de la mañana, cuando bailamos de cara a la mesa de uno de los cuatro dj, el amigo de mi compañera de piso me confiesa que le gusto y que me quiere besar. Me habla gritando -por la música- y con la mano en mi brazo. Hasta entonces solo me ha tocado el hombro para preguntarme si, aprovechando su viaje a la barra, quiero que me traiga algo de beber. Y me ha cogido de la mano dos veces para ayudarme a atravesar la multitud de una sala a otra del local. Le sonrío y le doy las gracias por el halago, pero le recuerdo que ha conocido al de la política y los dedos entrelazados en la hierba en la cena. “Es verdad, qué pena, pero no te preocupes, con esta música nos lo vamos a pasar bien igual”, dice. Sonríe, choca su cerveza con la mía para brindar, y seguimos bailando dos horas más.

Download PDF
master violencia de género universidad de valencia

Artículos relacionados

Últimas publicaciones

ayuda a Gaza
Download PDF

Título

Ir a Arriba