Pensar el tango desde lo queer

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07/05/2015

Maria Jimena Martinez Berruete

Cada vez que en una charla surge el concepto de “tango queer”, siempre hay un interlocutor que con una expresión de sorpresa pregunta de qué se trata “eso”. Y sin más se comienzan a esbozar una serie de teorías, elaboraciones personales, sensaciones corporales, mientras el interrogador continúa perplejo con la boca abierta intentando hilvanar todavía las dos palabras: “tango” y “queer”, y casi siempre, queriendo conocer un poquito más.

Es que si bien el movimiento del tango queer ya tiene sus años, desde sus primeras expresiones en Hamburgo a finales del 2000, y de su consagración en Buenos Aires en 2006, sigue perfilándose como un espacio alternativo al tango tradicional. Y aquellos que no están habituados al mundo de la milonga, y aun aquellos que si lo están, se preguntan entonces de qué se trata esto.

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Pensar el tango desde lo queer implica una cantidad de reflexiones. Pero principalmente, simboliza un encuentro entre una crítica teórica y una expresión artística concreta. Supone adoptar una postura crítica frente a la asignación de roles convencional que la danza del tango ha construido, a imagen y semejanza de la sociedad heteropatriarcal en la que vivimos. Y, paradójicamente, supone no adoptar el rol impuesto según nuestro género, si no aquel que nos convenza más.

¿Qué queremos decir? Desde que nos levantamos hasta que acostamos (y por que no, también mientras dormimos) el género nos moldea, moldea nuestros cuerpos, nuestras subjetividades. Si, también moldea la danza. Nuestro género tiene proyectado socialmente una serie de funciones activas/pasivas con las que nos debemos conducir, como asimismo una serie de actitudes que deben imperar no solo en lo que se refiere a la danza estrictamente, sino también en lo atinente a los códigos culturales normativizados en el mundo milonguero.

Las imposiciones están ahí, latentes, en la enseñanza impartida por lxs propixs bailarines, en el vestuario y el calzado “apropiado” para cada unx, en los rituales que rigen el inicio del baile de la pareja (el denominado “cabeceo”), en la compaginación de la actitud alerta y la simulada distracción que inauguran cada nueva tanda, en las reales posibilidades de negar la propuesta de baile, en la elección del bailarín, etc. Todo nos ha sido legado. Eso si, cambia radicalmente según se sea hombre o mujer.

Los roles del tango tradicional asignan al hombre determinadas funciones: conducir la danza, proponer figuras, anticipar los movimientos, dirigir el ritmo (al compás de la música o no), determinar el tipo de abrazo (según el o la profesora, ya que excepcionalmente asignan esta función a la mujer), elegir a la bailarina, cabecearle, sacarla a bailar. A la mujer, por el contrario, se le asignan otras labores: seguir la conducción, adaptarse al ritmo marcado, esperar ser invitada, aceptar la invitación, o muy cortésmente, rechazar la misma (obviamente, luego de ya tener consolidada una presencia, salvo que quiera quedarse sentada toda la noche ).

No se por qué, pero los verbos “conducir”, “anticipar”, “dirigir”, “determinar”, “elegir”, “sacar” suenan más fuertes que “seguir”, “adaptarse”, “esperar”, “aceptar”, “rechazar cortésmente”. Y en definitiva, no son más que expresiones de la dicotomía hombre activo/mujer pasiva que caracteriza al tango danza, y que en general no difiere de la eternizada espera que carcome a las mujeres desde la época de Blancanieves, la Bella Durmiente o Penélope, en expectativa de la activa aparición del hombre-príncipe-bailarín.

Y esto no pretende ser una visión victimista de la posición de la mujer, ni mucho menos estigmatizante del rol que le cabe al hombre. Muy por el contrario, pretende simplemente visibilizar los mandatos hegemónicos de masculinidad (liderazgo, razón, poder) y de feminidad (sumisión, emotividad, fragilidad), que trasladados desde la más fiel realidad de nuestra sociedad, se reproducen en el ámbito de la milonga. Tampoco se trata de renegar de los orígenes del tango. Simplemente se trata de permitir una mayor comodidad e igualdad en los comportamientos dentro de la milonga, y de no ser juzgados por nuestra apariencia e identidad de género.

En el tango tradicional el género nos imparte límites. Éstos operan inconscientemente, están ahí, e impiden que nuestra generosa imaginación pueda jugar con la técnica de la danza. Es una nueva forma en que los estereotipos de género, y el binarismo normativo se hacen presentes. Luego reproducimos nuevamente este esquema, encorsetándonos a nosotros mismos.

Pensar el tango desde lo queer implica deshacernos, deconstruir categorías, y cuestionar la norma de interacción mujer pasiva/hombre activo.

El tango queer nace como propuesta de un grupo de personas lesbianas y gays que cuestionan la heteronorma, y en consecuencia, critican la combinación mujer/hombre como única posibilidad de pareja de baile, y proponen parejas de mujeres o de hombres. Con el tiempo sus horizontes se han ido ampliando. Ya no se trata de una crítica asociada solamente a las disidencias en nuestras orientaciones sexuales, sino que trasciende el binarismo mujer/hombre, comprendiendo las identidades de género en toda su diversidad.

Se utiliza por lo tanto el método de aprendizaje de intercambio de roles, por medio del cual, se aprende indistintamente a conducir y a ser conducido.

La posibilidad del intercambio de roles no se plantea la asunción de funciones masculinas por parte de las mujeres, como medio de empoderamiento (no se trata de recrear los postulados del feminismo de la igualdad). El intercambio de roles permite conocer distintas facetas activas y pasivas, y por lo tanto elegir en libertad si queremos ejercer una y/u otra, si queremos intercalarlas según el día, la pareja, el momento, la melodía, si queremos combinarlas, fusionarlas, etc.

Y en consecuencia, en lo que respecta al resto de conductas asociadas al ambiente de la milonga, el aprendizaje de ambos roles por cualquier persona, intrínsecamente, deshace la necesidad de que alguien, simplemente por su género, deba cumplir uno u otro rol, o someterse a determinadas pautas de comportamiento. Se derrumban por si solos muchos de los dogmas imperantes (ya no es necesario que el hombre saque a bailar, porque no es el único que conduce por ejemplo) y se recrean experiencias más libres y cómodas para todxs, independientemente de la identidad autopercibida de cada uno.

Una analogía muy sintética se aparece siempre en mis redes trazadas entre el tango, el género y el derecho. Parafraseando al Código Penal, una “acción” se cataloga como “voluntaria” cuando es realizada con discernimiento, intención y libertad. Pues, para poder bailar y elegir cómo se quiere bailar se debe discernir (mínimamente entre movimientos, roles, música, etc. para lo cual es necesario conocer ambos roles), se debe poder manifestar nuestra intención (lo que en el mundo tradicional de la milonga normalmente no se puede hacer, al menos según los códigos convencionales), y se debe poder ejercer la elección con libertad (sin ningún tipo de coacción, lo que naturalmente tampoco se da en el mundo tradicional de la milonga).

El tango queer ofrece estas tres condiciones. La conexión única que permite el baile, el lenguaje de los cuerpos interpretando los movimientos, esa conjunción entre la danza y la sensualidad, encuentran un ambiente más que propicio para ser explorados.

Infinitas posibilidades de sensaciones.

Son algunos pensamientos que vienen construyéndose en mi cabeza. O en todo caso, reflexiones de un jueves por la noche.

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