Yo no he sufrido violencia de género, pero…

Yo no he sufrido violencia de género, pero…

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13/03/2015

Carol Galais.

No podría contar las veces que llegué a las manos con mis compañeros de clase –siempre niños, y eso que eran minoría- en EGB, que fueron unas cuantas. Éramos así de salvajes. En 1º de EGB un niño me clavó un lápiz en el ojo y aún llevo el tatuaje de la mina en el lagrimal. En 8º de EGB, un tipo sentado detrás de mí casi me arranca la cabeza porque tiré accidentalmente su reloj de pulsera (posado sobre la mesa) al suelo. En 2º de BUP un compañero de clase me levantó por los aires y me tiró sobre unas sillas, a varios metros, por insinuar que era tonto… Curiosamente, no leí estas agresiones físicas como causadas por motivos de género; de hecho pensé que de alguna manera estos niños me veían como una igual si se atrevían a ponerme la mano encima. Igual sí, igual no, aún no lo sé decir. Pero con los años sí puedo recordar algunos episodios que se pueden contar que me pasaron por ser haber nacido mujer.
Cuando tenía 5 o 6 años un desconocido fue a cogerme –no se sabe con qué intención- mientras estaba jugando en la plaza. Mi doberman se soltó de la correa y se interpuso entre el extraño y yo, y la cosa ha quedado en anécdota familiar.
Cuando tenía 10 años y estaba jugando en un parque con una amiga, un hombre nos llamó desde un coche y nos enseñó la polla, empezó a tocarse, se levantó y nosotras salimos corriendo. El clásico exhibicionista de los ’80, vaya. No sé si se lo conté a mi madre siquiera. De alguna manera sentí que yo había hecho algo mal.
Entre los 12 y los 14 años, en el colegio dábamos una clase diferente de pretecnología, una para niñas (hacer macramé, tejer, hacer pulseras) y otra para niños (marquetería).
En el verano de mis 12 a mis 13 años, los niños de mi barrio se inventaron el juego “tocaculos2000” que os podéis imaginar de qué iba, y que duró varias semanas de acoso brutal por todo el barrio. La cosa se acabó de golpe cuando le pegué tal mordisco a uno de los niños en la espalda que le arranqué un cacho. Menos mal que mis padres no me castigaron cuando la madre del niño vino a pedir explicaciones a mi bar, pero tampoco se habló más del tema.
Cuando tenía 14, me apunté a unas clases particulares de física porque no se me daba bien. El profesor daba clase a dos niñas a la vez, comiéndose totalmente nuestro espacio vital, arrimándose, echando la zarpa en piernas, hombros… yo no paraba de fintarle y quitarle las manos de encima, pensando que era un pesado, no un cerdo. Al fin y al cabo yo siempre he sido muy arisca (de nuevo, la percepción de que la anormal es una, y no lo que la agrede). Un año después, otra niña que iba a clase con el mismo profesor le denunció por abusos. Recuerdo la sensación, como si me golpease un rayo: “así que era eso”. Me costaba verme a mí misma como un objeto de deseo sexual, y menos por parte de un adulto.
También con 14, un cura en la catequesis de confirmación me acusó de buscona por dar conversación a un chico en especial que, sí, me gustaba, vaya por Dios.
Con 17 años la profesora de latín nos dio un curso de autodefensa verbal en italiano sólo a las chicas, antes de ir de viaje de fin de curso a Italia. No lo necesité porque no me “entraron” verbalmente. Alguien prefirió frotarse bien frotado contra mi culo en un autobús romano y, por no liarla, como una Yamato Nadeshiko cualquiera, me escabullí y me bajé enseguida del vehículo.

Con 18 años, un tío me preguntó que cuánto cobraba en la calle Princesa, mientras estaba esperando a una amiga. Luego pensé que igual había sido por las medias de rejilla … de nuevo, la culpa.
El primer día de clase de la universidad (recién llegada a Barcelona, sola, sin amigos ni familia y con 18 primaveras recién cumplidas), a la salida del edificio había un tío esperándome. Era un tipo de mi edad con el que me había carteado un par de años después de un campamento de verano con 14, y con el que había cortado toda relación por baboso, precisamente. Yo no le dije dónde iba a estudiar –ni carrera, ni universidad, ni ciudad-, y no podía prever que él iba a estar esperándome allí. Me asusté cuando lo vi porque entendí que el tío había estado haciendo averiguaciones a mis espaldas. No me pareció romántico, me asusté de verdad. Eché a correr hacia el metro, él salió corriendo detrás de mí, le grité que me dejase en paz, dentro del vagón de metro al que se subió. Me bajé varias paradas más allá de mi residencia para que no me pudiera localizar. Aún me encontró en algunos foros, blogs y webs de cómic en años posteriores y siguió dando la brasa. Que levante la mano la chica que no haya tenido al menos un acosador en su vida. Que levante la mano aquella que no haya pensado que tal vez era un poco su culpa por no haber sido más tajante, por haber sido compasiva…
Poco después tuve un jefe que me hablaba siempre mirándome fijamente a las tetas y hacía comentarios habituales sobre mi ropa.
Con 21 años un compañero (sólo por 15 días) de trabajo, me hizo una demostración con un mejillón fresco de cómo sabía comerse un coño y lo que me estaba perdiendo si no le daba una oportunidad.
En uno de mis últimos cursos de doctorado, un compañero chico y yo le llevábamos la contraria al profesor, con el mismo argumento. El profesor se revolvió contra mí con muchísima furia y me dijo, apuntándome (sólo a mí), que yo no tenía ni PUTA idea y que me callase.
Con 22 años, un tipo desconocido que venía en dirección contraria me agarró el brazo por la calle, en el Raval. Me volteó, me bloqueó el paso y no paró de farfullar a mi oído hasta que me zafé de él y seguí mi camino.
Con 25, tras un concierto al que fui sola, el músico que acababa de tocar -y que yo no conocía de nada- me dijo que me quedara a tomar alguna cerveza con él. Yo le dije: “no, muchas gracias, es tarde”, y él me respondió “eres una estúpida”. No volví por allí.
Con 28 años llevé a juicio a un tipo que fue compañero de piso mío sólo durante 1 semana, que me levantó la mano y me amenazó de muerte al exigirle el alquiler del mes. El trato de la policía y del juez –proponiendo un biombo entre el tipo, que ni se presentó al juicio, y yo- me hicieron entender por fin que yo había sido una víctima. No es agradable. Es más llevadero vivir en la ignorancia y el estupor. Como si todos los pequeños actos miserables que le ocurren a una fueran aleatorios o sólo se explicasen por la estupidez de algunas personas con las que has tenido la mala suerte de topar.
¿He cobrado alguna vez menos que mis compañeros de trabajo? No lo sé, pero sí me ha ocurrido descubrir que mis antecesoras en un determinado puesto de trabajo habían sido todas mujeres. Porque el jefe interpretaba que las tareas asistenciales, sociales y administrativas las hacía mejor una mujer. Así, en un mismo entorno de trabajo, había chicos contratados sólo para investigar y chicas que en realidad eran –además de investigadoras- supersecretarias supercualificadas encubiertas. Claro, no es lo mismo que el jefe le hable a tus tetas, pero en fin, nos entendemos.
Hace tres meses, el ginecólogo me dijo que “ya sería hora” de que me quedase embarazada.
Esto son sólo unas cuantas anécdotas, que se pueden más o menos contar, de entre un millar. La mayoría de estas cosas no las interpreté como violencia cuando ocurrieron; porque nunca me sentí víctima ni presa hasta que el peso de la evidencia fue ya demasiado. Tal vez precisamente porque mis padres nunca me hicieron sentir menos capaz de nada por ser niña, cuando experimenté discriminación lo hice con desconcierto y he tenido que crecer y darme una buena hostia contra el techo de cristal antes de entender qué es el patriarcado. Así que la violencia hacia las mujeres es cosa del pasado o anecdótica… ajá… A los que estéis educando a vuestras hijas hablándoles mal de las “feminazis”: espero que no tengan una bonita colección de anécdotas de éstas cuando lleguen a los 35 años.

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