Si fueras prostituta estarías forrada

Si fueras prostituta estarías forrada

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17/03/2015

Albanie Casswell

Dejé mi último trabajo por falocracia, y desde entonces apliqué la Tolerancia Cero. He de reconocer que mientras tomaba esa decisión leía compulsivamente a Caitlin Moran tirada en la cama (aunque no estaba de acuerdo en algunas de sus ideas), y pensaba que el momento más placentero del día era poder corretear desnuda por el vestuario de mujeres del gimnasio después de una larga sesión de fitness a las 6.30am y su posterior ducha reparadora, embadurnándome en crema hidratante sin sentirme el objeto viciososexual de la temporada ni protagonista de un vídeo de pornhub.

A mis 19 años y mis faldas plisadas, entrar en una empresa con un 80% de la plantilla inmersa en testosterona en plena madurez, fue un acto de inconsciencia y bendita ingenuidad. Como entrar en el recibidor de un burdel sin saber cómo demonios has ido a parar ahí y que alguien asuma que eres una trabajadora ejemplar y dedicada. Aunque si de verdad hubiese sido un burdel hubiera visto más billetes de los que vi esas dos semanas (encima fraudulentas), o al menos eso dijo el tipo con traje una mañana de sábado; si fueras prostituta estarías forrada. Exactamente la clase de buenos días que mis ojeras y rostro de demacración (después del madrugón, las horas extras de la semana y mis pobres estudios universitarios ahogándose en el mar del olvido), esperaban escuchar. Y lo soltó con una sonrisa encantadora, como si estuviera haciéndome un favor, muy amable por su parte, buenos días a usted también.

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Me tomo un capuccino riquísimo de 80 céntimos que bebo a sorbos sentada en una silla de plástico verde, vestida de azafata pero desgraciadamente sin vuelo para huir de ahí por patas, mientras mi jefe de equipo mira mis piernas tambalearse enfundadas en un par de medias, hasta que consigue incomodarme y dejo de moverlas. Cuando termino el capuccino la ridícula papelera está rodeada de hombretones graciosillos con mucha pasta que se codean y me miran de reojo como si fuera la última fémina superviviente de la tierra. No tengo ganas de silbidos y del sentido del humor que ya empiezo a conocer, e intento distraerme jugueteando con el vaso de papel a la espera de que el meeting empiece ya de una vez por todas.

En el proceso de selección ocurrió algo que todas creemos saber pero que cuando vives en primera persona sigue sorprendiéndote. Éramos doce en la preselección: mitad mujeres, mitad hombres. De todo un poco y para todos los gustos. Al día siguiente me llamaron dándome la enhorabuena por haber conseguido el trabajo y me dirigí a la oficina triunfante y victoriosa. En la mesa de planning estaban sentados todos los hombres del día anterior (feos, guapos, delgados, gordos, con granos, camisetas de AC/DC, corbatas o vestuario a lo la guerra de las galaxias), pero de las chicas no había casi rastro: yo con blazer, tacones, pitillos ajustadísimos, mi delgadez huesuda y labios rojos, y otra veinteañera más o menos de mi estilo pero con más tetas. ¿Dónde estaba esa mujer algo rellenita y simpatiquísima del otro día? ¿Y la que vestía como ‘Yo soy Bea’ pero era amable y mona? ¿En qué momento habían decidido que el estudiante de informática de turno – todo cliché –, era más apto que la mujer con acné juvenil con un currículum que echa para atrás? Y aún mucho más inquietante: ¿teníamos las dos mártires que habíamos sido contratadas más cualidades que todas esas mujeres que nos sacaban diez años de experiencia en el sector? Recibí un “funcionas muy bien de cara al público” como respuesta. Y aprendí que, después del dinero, lo más importante para una mujer es la presencia y tener preparado un maravilloso culo (y digo culo para quien como yo, tenga mejor culo que tetas, pero sirve también la delantera) enfundado en un vestido y una risa tonta dispuesta a sonreír cada vez que el sexo contrario le escupe alguna gilipollez. Hubiera ascendido muy rápido y vendido mucho si hubiera aceptado las reglas del juego.

En los meetings se hablaba de la motivación de la recompensa por traer cheques de cuatro o cinco ceros a casa: un polvo de agradecimiento de las mujeres de todos esos empresarios que cada vez que pronunciaban ‘fidelidad’ se reían mirando a las seis o siete señoritas de la sala. No llegué a saber cuántas mujeres había en cargos altos ni si cobraban lo mismo que esos señores, pero sí conocí a una de las que había conseguido colarse en medio la jauría varonil, la misma que nos soltó que un cliente era como una mujer en una discoteca: para conseguir algo de ella debíamos insistir con nuestras mejores armas hasta que aceptara la oferta con gusto, el ‘no’ es un ‘sí’ encubierto (literalmente). Esos dichos me repugnan de por sí, pero que salgan de los labios de una mujer, da miedo.

Mi horror causó mi retirada, y mis planes de independización se vieron por millonésima vez truncados. En parte por el engaño de las condiciones laborales, y en parte por mi sentido común explicándome que había llegado el momento de no alimentar tales comportamientos, y desvincularse de cualquier cosa que supusiera una desigualdad o una falta de respeto, hacía mí, hacía las mujeres o hacía cualquier persona. No debemos soportar ese tipo de circunstancias ni contextos porque es en el soportar cuando los fortalecemos; les regalamos combustible. El juego terminará cuando todas dejemos de jugar acorde con sus reglas y aprendamos a reescribirlas conjuntamente y a identificar todas las situaciones en las que estamos siendo desfavorecidas, o todos los momentos en los que nos convierten en meros objetos para su agrado y placer.

Creo que sería importante poder corretear desnuda por los vestuarios de un gimnasio aunque estos fueran unisex, mientras nos embadurnamos de crema sin sentirnos portada de PlayBoy. Sólo por darnos el gustazo de disfrutar del cuerpo al aire libre y naturalizarlo sin miedo a que alguna mirada viciosa te convirtiera en ganado y tuvieras que taparte a toda prisa como si la carne a la vista fuera una incitación (culpa nuestra) en vez del estado natural de las cosas.

Esto no es una apología al nudismo pero sí un reclamo a la necesidad de poder ser mujer sin que nuestro sexo sea un incómodo problema social.

 

 

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