El túnel

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25/09/2014

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Laura C. Martínez

Kattalin está a punto de subir al tren, como cada mañana sobre las ocho. Aún es de noche, algo habitual en esta época del año, y llueve como si no hubiera mañana. Se había enfundado el chaquetón verde botella que le regaló su madre. Tiene una cremallera doble que se atasca constantemente con tal de hacerle llegar tarde a todos los sitios. Había salido corriendo de casa para no perder el tren. La mochila a cuestas, las carpetas del trabajo, el paraguas y el chaquetón verde botella hasta las espinillas. Se podría ganar la vida como sherpa.

Kattalin cruza la puerta del tren sin aliento. Sus mejillas tienen el color del tomate en agosto. El tren, a rebosar de gente. La calefacción, a toda máquina. Ella, a punto de sufrir una hipertermia. La gente se amontona en los pasillos del tren. El suelo está encharcado. Todas las ventanas del vagón están empañadas por la humedad. Si tiene que soportar un minuto más todo lo que lleva encima se pondrá a gritar. A gritar de verdad.

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Pero no hace falta. Encuentra un asiento libre que nadie más ha visto. Pone su sonrisa de medio lado, esa que aprendió de Bruce Willis en La Jungla de Cristal, y allá que va. Pide disculpas cien veces hasta que logra sentarse. Como es la última en llegar al cuarteto de asientos típicos de esos trenes, adopta la postura de las piernas cruzadas como símbolo de cortesía, esa que te enseñan los domingos en misa cuando eres pequeña. Cede espacio con la absurda esperanza de que su compañero cuarentón del asiento contiguo haga lo propio y deje de rozarla. El beneficio de la duda. Pero ni beneficio ni nada. Al hombre le importa un pimiento su cortesía, su mochila, sus carpetas del trabajo, su paraguas, su chaquetón verde botella y mucho menos su hipertermia. Al parecer está altamente ocupado en sus estiramientos matutinos de piernas, su móvil de última generación y, de vez en cuando, en calmar algún que otro picor de su zona genital a la que puede acceder sin problemas. Kattalin no habría podido rascarse aunque quisiera.

Ya no puede más con el calor. Le falta el aire. Desde que han sellado las ventanas en los trenes, por alguna absurda idea relacionada con suicidios, aquello se ha convertido en el infierno. No encuentra manera de hacerse hueco y el roce continúa. Sus mejillas rojas, ahora por vergüenza. “¡Me cagüen la cortesía!”, piensa. Una, dos y hasta tres veces. Ahora sí que va a gritar.

Fuera, la tormenta no da tregua. Relámpagos. El tren entra en un túnel en el mismo momento que el vagón se queda sin luz. Oscuridad total. Un murmullo de indignación se escucha de fondo, como es habitual en estos casos. Las vías chirrían tan fuerte como un gato en celo.

Y el grito de una mujer.

Pero no un grito cualquiera, sino uno de esos que ponen los pelos de punta, que acallan cualquier murmullo, que concentran toda la atención… Confusión.

Y se hace la luz en el vagón. La gente busca el origen del espanto. Las miradas se cruzan una y otra vez sin encontrar explicación. Al fondo, junto a un cuarteto de asientos, un hombre está en el suelo con cara de melón, desconcertado después de la caída y sin poder dar rienda suelta a su ego, herido porque no tiene ni pajolera idea de lo que ha pasado. A su lado, un móvil de última generación. En el asiento contiguo al de Kattalin pueden verse amontonados una mochila, unas carpetas, un paraguas y un chaquetón verde botella con cremallera doble. Sus mejillas ahora están sonrosadas. Ligeras. Tiene la mirada puesta en un punto fijo lejos del tren, satisfecha. Le importan un pito las miradas con aguijón. Se alegra de tener unas piernas fuertes, de saber dar buenas patadas. En su cara aparece como por arte de magia una sonrisa de medio lado, muy similar a la de Bruce Willis en La Jungla de Cristal.

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