¿Será que somos racistas?

¿Será que somos racistas?

Una reflexión necesaria desde el movimiento lésbico-feminista (y el análisis masoquista de un viaje a través de Centroamérica por tierra)

07/07/2014

Texto y fotos: Alejandra Lane

frontera

Cruzar fronteras, un trago más amargo en cuanto más oscura es tu piel./ Alejandra Lane

Cuando me despertó la señora de al lado, vi militares caminando por el pasillo del autobús en fila como muñequitos consecutivos recortados en papel. Había pasado hora y media desde la salida del transporte de la terminal en Zona 2, Guatemala Ciudad. Traté de ver a dónde estábamos a través de la ventana, pero solo lograba distinguir sombras negras sobre la carretera. Los militares, mientras tanto, iban de asiento en asiento. Pedían pasaporte. Pedían visas. Pedían documentos. Bajá vos. Y vos. Fila inversa, luchando por el espacio del pasillo, hombres adultos jóvenes abandonaban la unidad por petición de los soldados.

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Alguien alega tener papeles y aún así es movilizado a otro grupo de hombres. Comprendo que no están revisando papeles. Están analizando ojos, narices, cabello.

Nos terminaron bajando a todos. Pude ver a los que primero habían bajado acomodados en fila a unos 10 metros del bus. Filtraban al resto: mujeres, dos filas por favor, una detrás de la otra. No ubico donde estamos. Es una carretera de montaña, casi media noche. No distingo uniformes negros de la policía, todos parecen ser militares, aunque a esa hora y en la oscuridad me hubiera sido difícil identificar un teletubbie. Busco mi pasaporte, creo que será una identificación de rutina, tierna negación de mi cabeza. Nos piden que no nos movamos, que mantengamos la línea, que no hablemos. Un hombre se acerca al grupo de los hombres, los mira muy de cerca, casi los olfatea, tres oficiales lo siguen. En ese momento me di cuenta que ni eran teletubbies ni estaba en un chequeo de rutina.

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San Cristóbal es miel para el extranjero, hiel para el local./ A.L.

Me fui a México el pasado abril, por tierra desde Costa Rica. Me entró el romanticismo de querer pasar por cada país centroamericano, saludando amigas. Aunque la reacción usual al contar mi idea de irme por tierra equivale a contar majarse alguna parte sensible del cuerpo, la verdad es que no es tan complejo a nivel logístico. La razón de mi viaje era asistir a la primera Jornada Lesbicofeminista Antirracista, organizada por el colectivo autónomo LesBrujas en San Cristóbal de las Casas, Chiapas.

San Cristóbal es un carnaval. La estructura turística es abrumadora, tiene extensos bulevares llenos de restaurantes, tiendas, bares, de noche todo parece convertirse en discoteque. Es una ciudad colonial, la primera fundada en el continente durante la época de la colonia. Inevitable miel para el extranjero, hiel para el local. Las chicas de Lesbrujas se sintieron en la necesidad de convocar a un encuentro antirracista precisamente por que su ciudad es un laboratorio sobre las prácticas racistas. Cuentan que es conservador, lesbofóbico. Salgo a comprar unos cigarros al Oxo cerca del hostal, la encargada me sonríe ampliamente. Al salir del local, varios niños se me acercan pidiendo las monedas que me sobraron. Si, estoy en una ciudad-turismo.

¿Qué tanto estamos hablando de racismo con nuestras colectivas? ¿Con nuestras amistades? ¿Es racista no hablar de racismo?

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Me parecía completamente aleatorio el ordenamiento que hacían del grupo. Mientras tanto, nosotras, las que nos autodenominamos mujeres, esperamos. Centroamericanas. Migración. Violencia sexual. Desapariciones. Los tuits que nos tira la cabeza en situaciones no tan casuales, como estar detenidxs en medio de quién sabe dónde por un grupo de sujetos armados. Me dediqué a leer manos nerviosas, dedos que jalaban algún hilo del abrigo, ojos muy abiertos, abrazo de llave de kungfu al bolso de mano. Me dediqué a leer-me un lenguaje corporal tenso, pensando con las entrañas la violencia que nos inyecta el aparato estatal (y no estatal) de “seguridad“. Me encontré observando a las dos únicas no centroamericanas del grupo. Una leía un libro a la luz de los focos del autobús, la otra había decidido tomar una siesta. Si, tomar una siesta. Se había separado de la fila por un par de pasos, había extendido su cobija de viaje en el asfalto, y se había acostado como quien recibe el sol de verano en Cancún.

Me confundo por un momento, vuelvo a ver a los militares, siguen escupiendo órdenes, haciendo preguntas incómodas, el grupo de mujeres cada vez más compactamente nervioso, el chofer del autobús de Línea Dorada guiando a los oficiales a que despedacen el bus, miro de nuevo a las chicas y si, una está leyendo algún libro rosa, y la otra sonríe mientras mira las estrellas. Luego me daré cuenta que son australianas. Escucho una orden imperativa al otro lado de la fila, alguien alega tener papeles y aún así es movilizado a otro grupo de hombres. Comprendo que no están revisando papeles. Están analizando ojos, narices, cabello. Ojos oscuros, nariz sospechosa, cabello racializado.

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¿Qué tan seguido reflexiono sobre mis propias actitudes opresoras?./ A.L.

Las Jornadas abren con la pregunta sobre las discriminaciones lesbofóbicas y racistas en nuestros contextos. Reflexionamos las vivencias propias del racismo. Reflexionamos a dónde se nos ha alojado la colonización en los cuerpos. Colonización. Pues si, casi nunca hablamos de colonización en un territorio colonizado. Todas manejábamos un básico de lo que entendemos por racismo y por el proceso de (des)colonización, pero, más allá de las teorías, de tener un póster de Spivak en el cuarto, de desayunar con Foucault o tener un paliacate del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, ¿qué tan seguido reflexiono cuáles prácticas viven y ejercen en mi una opresión y reproducen desde mi y hacia los demás actitudes opresoras?

El mundo lo vivimos en relación con el otro, y en esa otredad es donde nos reconocemos o nos diferenciamos para trazar un referente que usamos para comprender las realidades inmediatas y como nos vivimos desde la subjetividad de nuestros cuerpos. Es desde ese otro donde podemos encontrar complicidades o disidencias. Y es también hacia ese otro donde debemos detenernos un momento a pensar qué tanta omisión estamos cometiendo al no autoidentificarnos prácticas que criticamos. Es fácil verlo afuera, es un esfuerzo vértelo en las entrañas. Me recuerda una caricatura de Bill Plymptom donde el personaje mete su cabeza por el cuello para verse las tripas.

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El racismo parece siempre estar en realidades muy lejanas, aún si lo identificamos dentro de nuestra comunidad. Está siempre ahí, por que siempre habrá un otro que no seremos nosotrxs. Siempre. Y es jodido, por que justifica discriminaciones sistemáticas, institucionales, sirve de piso para las violencias estructurales, y dinamiza de forma injusta y poco ética la economía. Todo está entrelazado, y juro que no es paranoia. ¿Qué tanto estamos hablando de racismo con nuestras colectivas? ¿Con nuestrxs amigxs? ¿No es el silencio cómplice en las prácticas que no queremos reproducir? ¿Es racista no hablar de racismo? ¿No priorizarlo en nuestras agendas y en los proyectos de plan país que escupen los gobiernos como escupir una semilla de manzana, es racista?

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Es prioritario gestar estrategias de resistencia antirracista transformando nuestras propias prácticas./ A.L.

Reflexionamos entonces también, sobre las categorías asignadas para nuestra identificación. ¿Qué label te ponés, vos, decolonizadora? Coincidimos algunas en que no nos identificamos con las categorías de mestizas, de blancas, de afrodescendientes o de indígenas. Ah, esas postestructuralistas… No, nos sentimos incómodas por que desde lo personal, analizamos el contexto semántico y los privilegios que nos otorga. Nos hemos sentido discriminadas y nos hemos sentido privilegiadas. Hemos estado de un lado y de otro.

Es profundamente importante comprender y reconocer las luchas identitarias cuando hablamos de descolonialismo, al igual que cuando hablamos de posicionarnos en una lucha por visibilidad lésbica, trans, gay, cualquiera. Pero también es profundamente importante cuestionarnos cómo los procesos de globalización, y la flexibilidad de los conceptos y de las identidades nos pasan por el cuerpo (como una segunda, tercera, cuarta colonización) y cómo esto nos otorga o nos quita privilegios. El tema de la colonización (de los territorios, de los cuerpos) debería ser prioritario para comprender el racismo, para desestabilizar el sistema capitalista heteropatriarcal, y gestar estrategias de resistencia contra las discriminaciones racistas desde la transformación de nuestras propias prácticas.

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De vuelta a la carretera sospechosa en Guatemala. Estoy presenciando teatro, discriminación fenotípica, de raza, de clase, de género. Centroamérica. Sigue el chequeo del grupo de mujeres. Mujeres jóvenes, en edad de migrar. Son separadas y puestas en otro grupo. Una mujer hondureña reclama desde la categorización que han hecho de ella; es abogada y lo hace saber. Discuten un par de cosas dos oficiales, y la dejan salir del grupo que le habían asignado. Llega mi turno, me mira, mira el escudo de Costa Rica en mi pasaporte, ni siquiera lo abre y me deja ir  (Costa Rica es, a nivel centroamericano, un país receptor de migrantes).

Las dos chicas playeras australianas siguen playeando. No se inmutan y parecen estar felices de poder pasear a esa hora de la noche por Guatemala. No les piden sus pasaportes. Tanto ellas como los oficiales están conscientes de los privilegios que traen en su color de piel. Volvemos al bus al fin, a refugiarnos en las cobijas, en los abrigos, los sillones reclinables. Hay varios asientos vacíos ahora.

Omisión. Nadie hablará de lo ocurrido.

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Nota: Vuelvo con las tripas llenas de esperanza y esto debo mencionarlo. La complicidad y la capacidad de complot de las lesbianas feministas con las que compartí una semana en San Cristóbal de las Casas me tiene contenta. ¡Fuerza a la lucha antirracista!

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