Ser feminista en un partido político (mi experiencia)

Ser feminista en un partido político (mi experiencia)

De joven no sentía ningún problema añadido por ser mujer. Eso me permitió hacer política con alegría y cierta inconsciencia. Luego me puse estas malditas –y benditas- gafas violeta y todo cambió.

14/05/2014

Ilustración: Señora Milton

Nos ha pasado a todas, nos pasa todo el tiempo y, algunas veces, todas hemos deseado que no nos pasara más. Hay veces en las que nos gustaría no llevar puestas esas gafas violeta que nos obligan a verlo todo bajo la luz del feminismo. Esas gafas nos hacen más conscientes, más sabias, nos permiten ver una parte de la vida y del mundo por lo general invisible para muchas personas, pero al mismo tiempo nos obligan a ver incluso cuando querríamos descansar, descansar de ver, descansar de saber. Ser permanentemente consciente es agotador, y en política es aún peor, porque si hay un ámbito en el que parece imprescindible introducir el feminismo, este es, claro, el de la política.

Y percibes enseguida que has dejado de ser esa mujer combativa y lúcida para ser esa feminista pesada; notas que la gente desconecta cuando tomas la palabra. Y al final te callas.

Cuando era joven daba por sentado que mujeres y hombres somos iguales. Es más, creía que verdaderamente éramos iguales. Al fin y al cabo, yo no sentía que tuviera ningún problema añadido por el hecho de ser mujer. Eso me permitió hacer política casi diría que con alegría y cierta inconsciencia. Milité en varios partidos políticos y asociaciones y fue un tiempo de mucha felicidad. Yo era una de esas chicas que me identificaba mucho más con ellos que con ellas. Mis compañeros de entonces eran compañeros de militancia, también eran compañeros de vida, muchos eran amigos, algunos fueron novios o amantes. Y todo iba bien. Pero luego me puse estas malditas –y benditas- gafas y todo cambió para siempre. Una vez que una sabe, no puede elegirse no saber.

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Desde entonces, ya no he estado cómoda en casi ningún partido, sindicato o asociación. Los compañeros (y las compañeras muchas veces) ya no son siempre amigos ni compañeros de vida. Muchas veces entre ellos y yo se levanta una barrera que nos impide comunicarnos, caminar en la misma dirección. Ya no soy divertida. Es doloroso sentir esa barrera, es agotador dedicar el tiempo y el esfuerzo a tratar de hacerla permeable, a tratar de que la visión del mundo que tengo, una visión feminista, sea incorporada a cualquier actividad política.

Lo peor de todo, por ser lo más invisible, lo más pringoso, lo más contaminante, eso que se te pega a la piel como una especie de malla asfixiante, contra lo que es más difícil luchar, es el androcentrismo; eso que nosotras las feministas, y sólo nosotras, me temo, percibimos claramente, tan claramente que parece que lleva una alarma incorporada, una alarma que no deja de sonar un solo segundo pero que sólo escuchamos nosotras.

Para ellos en cambio (uso el masculino genérico) para los no feministas, para los no entrenados en mirar, ese androcentrismo es el estado natural de todas las cosas. Esa mirada masculina que no se cuestiona, que pone al hombre como centro y medida de todas las cosas, es devastadora para las feministas en política. Es la que hace que para cualquier partido político sea mucho más importante, por ejemplo, una ley de represión política o ciudadana que una ley de represión del cuerpo; o que defendamos con más ahínco la escuela pública (que sí, que es fundamental ya lo sé) que las guarderías públicas. O que, por seguir con los ejemplos, en discusiones fundamentales como la de la Renta Básica Universal o la reforma fiscal no se dedique un minuto a pensar en las consecuencias no deseadas en cuestiones de igualdad que podrían traer algunas de esas medidas si no se tiene en cuenta la igualdad desde el principio.

Las políticas que piensan, deciden o aplican los partidos jamás tienen en cuenta que hombres y mujeres no estamos en el mismo lugar del mundo y que o se contempla esto, o toda política que se proponga y se aplique será injusta, cuando no ahonde incluso en la desigualdad.

Ya que hay que poner mujeres, se procura de manera más o menos encubierta que no sean feministas; garantiza la sumisión de éstas a quienes las han promocionado y van a funcionar como punta de lanza contra el feminismo dentro de la organización

Y entonces lo dices. Lo dices todo el rato, cada vez que se pretende seguir explicando el mundo a partir de esa mirada; cada vez que las cuestiones que nos importan a nosotras, a la mitad de la humanidad, son minusvaloradas o postergadas por otras cuestiones que son muy importantes también, pero no más. Y percibes enseguida que has dejado de ser esa mujer combativa y lúcida para ser esa feminista pesada; notas que la gente desconecta cuando tomas la palabra y te das cuenta que las respuestas son siempre de dos tipos: las que te dan la razón para pasar rápidamente a otro tema y las que te la quitan porque, según el asunto del que se trate, las feministas nos hemos convertido en hembristas y porque has llegado al límite en que te pueden soportar.

Al final te callas. No sólo te callas, es posible que incluso te avergüences; y que te avergüences aunque lleves en esto mil años. O puede que te vayas, que dejes de ir a las reuniones. La presión del grupo que te hace sentir insoportable es…insoportable. Yo siempre acabo de por marcharme.

Charlas, presentaciones, listas, entrevistas, fotos… En todas partes tiene que haber mujeres. Nada se puede hacer ya en política si no hay mujeres, bienvenido sea. Hemos conseguido poner mujeres en casi todas partes. Ahora quizá tengamos que comenzar a pensar en qué mujeres tienen que estar, porque también hemos aprendido que la paridad tiene un lado perverso que tarde o temprano, tendremos que afrontar. Para empezar es muy corriente que mientras que ellos, los que hablan, los que salen en la foto, los que mandan, sean siempre los mismos, nosotras, en cambio, seamos siempre distintas. A nosotras nos turnan. Así ellos se hacen los dueños, se empoderan en la organización, se hacen conocidos, se labran una carrera. Ellas, en cambio, nosotras, muchas veces parecemos ser puestas al peso. “Tiene que ir una mujer, busca una de la marea blanca, o de la verde, o de la roja…” (esto lo he escuchado yo misma).

La segunda cuestión es lo que llamo “mujeres excusa” y que consiste en que ya que hay que poner mujeres, se procura de manera más o menos encubierta que las mujeres a promocionar no sean feministas. Poner mujeres no feministas garantiza la sumisión de éstas a quienes las han promocionado, les va el puesto en ello; y eso garantiza también que estas “mujeres excusa” van a funcionar como punta de lanza contra el feminismo dentro de la organización. Lo he vivido muy a menudo. Las mujeres no feministas, que ocupan los cargos importantes precisamente por no ser feministas, hacen todo lo posible por que las mujeres feministas no lleguen a constituir un poder real dentro de la organización porque eso amenazaría su propio poder, siempre delegado y precario. Así que al final, somos nosotras las que nos enfrentamos entre nosotras y ellos salen completamente indemnes. Es un mecanismo perverso, pero que funciona como un reloj.

Hay otros asuntos difíciles dentro de un partido. La autoorganización es uno de ellos. Creo que nunca debemos renunciar a los espacios propios sin que eso excluya, sólo faltaba, la participación en los espacios mixtos y la transversalidad del feminismo en todas las cuestiones. Pero es imprescindible debatir entre nosotras las propuestas que queremos que salgan hacia fuera y también cómo constituirnos en un polo de poder. Por lo general esto sigue generando muchas resistencias que se explicitan a menudo utilizando un lenguaje supuestamente profeminista: “¿Otro guetto?”, ¿no queréis estar en todo el partido?” Lo que hay es miedo a que a que nos reunamos, debatamos, nos organicemos y, desde ahí, pensemos cómo hacernos con el poder o, al menos, con la mitad del mismo. Poder político para cambiar las cosas. Es el tradicional miedo masculino a que las mujeres forjemos alianzas entre nosotras en lugar de aliarnos con ellos. La posibilidad de que exista un grupo de mujeres con poder es visto casi siempre con suspicacia y se trata de retrasar su constitución lo más posible (y mientras, vas viendo cómo se constituyen con pasmosa facilidad grupos de inmigrantes, de personas con discapacidad o LGTB, por poner algunos ejemplos).

Finalmente, después de marear y vaciar de contenido y poder el grupo (nada de derecho de veto sobre los asuntos que competen a las mujeres de manera fundamental o exclusiva) lo que se consigue es que las feministas se cansen y se vayan. Porque mientras la autoridad feminista es permanentemente negada, fragilizada y cuestionada, la de aquellos que cuestionan el feminismo nunca les es retirada. Cuestionar el feminismo no pasa factura en un partido pero ser feminista todo el tiempo sí.

Por último está el contenido: las ideas que pretendes, como feminista, defender. Claramente los partidos de izquierdas toleran mucho más un tipo de feminismo que otro. Es más, uno lo alientan mientras que el otro lo desaniman; alentar el primero es una forma, nada disimulada, de combatir el segundo. Es decir, los partidos no son nunca neutrales ante los distintos feminismos. Digamos que los partidos enfrentados a la idea de que algo de feminismo tiene que haber, prefieren un feminismo que pretenda renombrar o dotar de nuevos significados a los roles de siempre; que lo consiga o no esa es otra cuestión. Eso resulta mucho menos amenazador para ellos, seguramente porque la capacidad de renombrar desde la impotencia no existe. Mi experiencia me demuestra que en un espacio de izquierdas los hombres nunca se van a oponer a defender la regulación de la prostitución, la ampliación de los derechos de las madres, el sueldo del ama de casa o los derechos de las cuidadoras como tales. Pero habrá problemas si exigimos un reparto real e inmediato del poder, de los recursos materiales, si exigimos la mitad de la visibilidad, de la voz y capacidad para marcar el discurso general o para vetarlo.

Porque la paridad real es un hueso duro de roer; porque una cosa es que te paguen como ama de casa (no nos engañemos, ellos no quieren ser ama de casa) y otra muy distinta que les quites el sitio en el que ellos han estado siempre y quieren seguir estando: que les disputes el poder real. Porque paridad real no significa otra cosa que donde había dos hombres ahora tiene que haber uno, y eso significa la mitad de todo. Y porque la capacidad para determinar qué es importante y qué no, toca nada menos que el androcentrismo sobre el que está construido todo, desde la cultura hasta su propia subjetividad. Si desafías el androcentrismo desafías lo que entienden por realidad, lo desestabilizas todo.

Cuando se dice que el feminismo también beneficia a los hombres, yo me permito ponerlo en duda con carácter general. Es posible que a largo plazo una situación de mayor igualdad resulte beneficiosa para todo el mundo, puede que haya hombres para quienes la justicia resulte un imperativo ético inaplazable, pero a corto plazo el feminismo viene a suprimir privilegios masculinos; y nadie renuncia con facilidad a sus privilegios. Si las ganancias fueran evidentes y para todos y todas, ya habríamos desmontado el patriarcado. Y como los partidos políticos son un ámbito privilegiado para el reparto de poder e influencia resultan al mismo tiempo un lugar en donde la batalla feminista, sí se da, tiene que ser a cara de perro.

Después llegan las elecciones y entonces aparecen feministas saliendo de todas las madrigueras. Todos los partidos se reivindican feministas y te encuentras a compañeros de militancia que te han hecho la vida imposible declararse feministas, sin vergüenza de ninguna clase. Se programan conferencias y mítines donde las mismas mujeres que han servido para vaciar de feminismo el grupo de mujeres pontifican sobre el feminismo, del que ahora se declaran activistas. Ahora todo el mundo lleva siempre encima una lista de reivindicaciones feministas para leerlas en cuanto se tenga ocasión. Es el efecto electoral pero lo cierto es que, a estas alturas, yo ya suelo estar lejos de todo eso.

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