Polyamor y redes afectivas: ¿reforma o revolución?

Polyamor y redes afectivas: ¿reforma o revolución?

A medida que vamos creciendo como colectivo, aparece una cuestión de fondo: ¿Hasta dónde llega nuestro pensamiento crítico amoroso? ¿Hasta dónde llega el poder transformador de nuestra propuesta, eso que insistimos en llamar política?

17/02/2014
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Ilustración: Carlos Mol

El paragüas “polyamor” acoje y da cobijo a muchas formas distintas de vivir relaciones consensuadamente no-monógamas y no-posesivas, formas que están en construcción, en conceptualización y en proceso de puesta en común con todos sus matices. En tanto que incipiente y relativamente nuevo, no estamos planteando el polyamor, las redes afectivas, la anarquía relacional como sistema que sustituya al monógamo, sino como una serie de pensamientos y vivencias que abran espacio para construcciones personales y disidentes. No buscamos modelos, sino que compartimos referentes y propuestas. Las discrepancias entre nuestras formas de pensar y de vivir nos alimentan y nos ayudan a crear relaciones DiY [do it yourself; hazlo tú mismx] a partir de herramientas como la comunicación, la empatía y el desafío a las formas establecidas por una moral y unas costumbres que no sentimos como nuestras.

Sin embargo, a medida que vamos creciendo como colectivo, dándonos y adquiriendo sentido, aparece una cuestión de fondo que afecta directamente al alcance de la deconstrucción que las nuevas estructuras afectivas proponen. ¿Hasta dónde llega nuestro pensamiento crítico amoroso? ¿Hasta dónde llega el poder transformador de nuestra propuesta? ¿Hasta dónde alcanza eso que insistimos en llamar política?
Desgraciadamente, el polyamor se inscribe en un terreno, en sentido literal y metafórico. Un terreno marcado por centros y periferias, por privilegios y subalternidades.

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El contexto desde el que tratamos de pensar y de vivir, muy a pesar nuestro, es el heteropatriarcado capitalista, esos palabrejos tan de trinchera que vienen a definir un mundo de relaciones desiguales, donde se nos asigna, así de entrada, un montón de imposibles, por ejemplo, una clase social que no mejora proporcionalmente al esfuerzo que le pongas, una nacionalidad que determina desde tu movilidad hasta tu esperanza de vida, un entorno cultural que te empapará de estructuras invisibilizadas, y un género que decidirá, al margen de tu opinión, desde tus deseos sexo-afectivos hasta tu gusto en cuestión de colores.

Que somos una amalgama de privilegios y opresiones es algo tan evidenciado ya que da vergüenza escribirlo. Pero, por obvio que sea, hay que seguir recordándolo hasta la náusea, hasta que saltarse por alto esa obviedad suponga un descrédito tan grande que acabe con tu vida social para siempre. Todos y todas somos una mezcla de opresiones y privilegios, y tenemos una sensibilidad a flor de piel para lo que concierne a nuestro cachito de opresión, pero somo bastante más laxas en lo que a opresiones ajenas se refiere, con la excusa aquella de que si no afecta directamente, parece que no se ve. Así, en el movimiento polyamoroso tenemos claro que la monogamia es el demonio, pero pensar la monogamia como si de un champiñón aislado se tratase es, como poco, hacer trampa: es querer abrir una brecha en el trocito de monogamia que nos oprime personalmente, pero dejar intactas las partes que oprimen a los y las demás… y en las que yo, probablemente, tenga mis privilegios bien asentados.

El ejemplo clásico es el omnipresente hombre, blanco, cis, hetero de clase media que, precisamente por haberle tocado el bingazo de la lotería del privilegio, tiene serios problemas para entender la relación entre el sistema monógamo y la violencia de género, convencido como está de que el machismo ni es para tanto, ni es necesario erradicarlo para construir relaciones amorosas más sanas. Pero este no es el único ejemplo, compañeras: las blancas, heteros, cis de clase media somos reacias a aceptar las críticas trans cuando hemos pisoteado una de sus áreas sensibles (¡y coreamos nosotras también el “vamos, vamos, chicxs, no es para tanto”!), o nos dedicamos a dar charlas y escribir artículos (esa tal Vasallo) como si no hubiese mujeres que necesitan la monogamia para asegurarse la crianza compartida de sus hijos e hijas, por poner un ejemplo sencillo.

Si nos nombramos políticas, tenemos que ponernos las pilas, remangarnos y cavar hasta encontrar las raíces múltiples del sistema. Tenemos que atrevernos a mover cosas que nos afecten, a reconocer errores, a escuchar puntos de vista y necesidades que ni hubiésemos imaginado. A no ofendernos cuando el problema nos apunta directamente: como decía Italo Calvino, el infierno lo formamos estando juntos y juntas. No lo hacen solo los demás.

De lo contrario, el polyamor será apenas una corriente buenrollista de las que afirman que la monogamia no es un sistema sino una opción como cualquier otra, que el amor no se puede racionalizar para no quitarle la magia y que los Reyes Magos son tres y vienen de Oriente. Será, al fin, una reforma de la monogamia como quien reforma un baño de pisito desarrollista poniéndole baldosas nuevas. Y será, sobre todo, una ocasión perdida para hacer una revolución desde los afectos que constituya un cambio significativo, real, profundo y perdurable en nuestra forma de amarnos, de follarnos, de vincularnos.

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