El mes de la obediencia

El mes de la obediencia

Doy clases particulares a retoñOs de familias adineradas, escolarizados en centros del Opus. Su temario es muy heavy; su agenda haría las delicias de cualquier dictador.

Imagen: Núria Frago

La obediencia./ Nuria Frago

Soy una de esas jóvenes que ha visto su sueño hecho realidad: tengo trabajo asalariado. Lógicamente soy inframileurista y cobro en b. Supongo que rondando los treinta, con titulitis aguda, una carrera y un máster, no podía aspirar a más. Tampoco lo hago. Tengo un trabajo relativamente cómodo, que no me disgusta y me da dinero para pagar las facturas. Yo no sé mucho de casi nada. Eso sí: sé un poquito de cada cosa. Y me gusta mucho aprender. Así que dicen que soy la persona idónea para enseñar. Doy clases particulares a retoñOs de familias adineradas. Trabajo en casas con techos altos, muebles de diseño, más habitaciones que un hotel y “chicas de servicio” con uniforme. No llevan cofia, pero poco les falta. Para más inri, las adorables criaturas a las que instruyo (deleitando, cual juglar) están escolarizadas en centros del Opus. Yo, así de primeras, nunca tengo nada en contra de nadie. Os lo juro. Pero el temario del Opus es muy heavy. Por si el uniforme y toda la parafernalia de llevar corbata y hombreras en la chaqueta no fuera suficiente, tienen una agenda que hace las delicias de cualquier líder autoritario y/o dictador. El curso se divide en objetivos religiosos, en los que se valoran diferentes características vitales para mantener la fe. Ahora estamos en el mes de la obediencia. Según la agenda, la obediencia la llevan a cabo las mentes fuertes y decididas, porque les genera alegría en el corazón. Las mentes débiles y confusas no son capaces de obedecer, porque son pobres de espíritu. Entre otras lindezas, en esa agenda, hay textos de comprensión lectora que vienen acompañados de preguntas, para ver si la doctrina de dios la llevan metida hasta las entrañas. El otro día leí un texto que, con mis palabras, quiero compartir en este espacio, porque no tiene desperdicio: “Un joven pasa por delante de una joyería y decide entrar en ella para comprar un anillo de compromiso”. No, señoras y señoras: este no es un capítulo de Sex and the City, esto es un texto REAL que leí en la agenda de unos niños de diez años. “El joven se acerca al dependiente y le pide el anillo más caro y más brillante de la tienda. Lo compra”. Agárrense la peluca, porque vienen curvas. “Cuando el dependiente hace referencia a lo feliz que se pondrá su novia al recibir ese anillo, el joven, orgulloso, le explica que el anillo es para su madre”. Bueno, bueno, tampoco es para tanto, que exagerada de mierda es esta tía, ¡si es un gesto precioso! “El joven, con lágrimas en los ojos, relata detalladamente que su madre, por deslices de la vida, debió de haber tenido sexo prematrimonial con un maromo pasota que se hizo el sueco en cuanto oyó hablar de retoños. Por lo tanto, el anillo, se lo compra a su madre como símbolo del compromiso que adquiere con ella, porque ésta, pudiendo haberlo ASESINADO antes de nacer, no lo hizo. Siguió adelante con su embarazo inesperado y le regaló el don de la vida”. Os juro que ponía ASESINADO. ¿Os tiembla el pulso tanto como a mí? “Además, ese anillo simboliza que la primera mujer en su vida, siempre será la madre que no le quitó la vida, siendo el anillo que compre a su futura prometida, el segundo”. Por favor, si sois tan amables, sacad la cabeza del horno, queridas amigas, y seguid leyendo. “El dependiente, también con lágrimas en los ojos, totalmente maravillado con la historia, le hizo descuento en el anillo”. Fin. Por favor, tomaos las pulsaciones. ¿Todo en orden? No quiero ser la responsable de pampurrios repentinos. Total, que justo detrás de este texto, aparecían las preguntas de rigor del estilo: “¿Por qué debemos alabar a la madre de este joven?” y os aseguro que la respuesta correcta distaba kilómetros de ser: “Porque tiene el anillo más bonito de su cuadrilla”. En fin. En su día me quedé paralizada, luego me entró risa de nervios y después decidí centrarme en esperar a que llegara la hora de irme sin meterme en berenjenales. Era jueves, llovía que se jodía, y en Bilbao tenemos suficiente quebradero de cabeza los días de lluvia con no mojarnos los calcetines. Cuando he trabajado en centros reglados de secundaria, siempre me he tomado muy a pecho lo de no sólo impartir materia, sino dedicar tiempo a abrir mentes (sobre todo la mía, viendo el percal que hay por ahí), así como a crear ambientes saludables en clase y relaciones personalizadas con el alumnado. Que era un hacha, vamos. No sé qué me pasa este curso académico, pero parece que cuando el reto es tan grande como luchar contra una agenda que habla de obediencia ciega y además me pagan en sobre, me rindo y paso de todo. ¿Por dónde empiezo? Yo llevo mi pegatina de “sexismorik ez” en la agenda. También tengo la de “abortatzeko eskubidea”. Pero no sé como empezar a abordar el tema desde la lejanía que hay entre mis alumnos, sentados a escasos milímetros de mí. ¿Y si le cuentan a su madre que la de “parti” les ha cuestionado su agenda? Yo, en teoría, no estoy allí para eso. Ya he metido por embudo temas como lesbianismo, justicia social y desigualdades, pero lo del aborto y la obediencia ciega no tengo ni idea de cómo abordarlo. Quizás les lleve un recorte de periódico de las FEMEN sin camiseta en el Congreso. Así me aseguraré de que el mensaje quede grabado en sus moldeables e impresionables mentes. Y que conste en acta que esto no es un comentario despectivo: adoro a las FEMEN, y a cualquier mujer o persona que haga algo porque el mundo sea mejor. La visibilización es hacer algo. Aunque no sé si por mi condición de gorda a mí se me permitiría ser parte del grupo y ponerme en tetas caídas, con mis piernas celulíticas y eso sí, una divina corona de flores en la cabeza. Sea como fuere, y así como quien no quiere la cosa: un aplauso para las FEMEN. Pero yo sigo con mi trabajo remunerado de profesora de la alta aristocracia bilbaína. Mis adorables criaturitas. ¡Ay! (Suspiro). Además de sus agendas, están sus redacciones. En las que cada vez que les piden que escriban alguna anécdota, acaban apareciendo “moros” con navajas que roban carteras, por doquier. Yo cuento hasta diez mil por lo bajinis. Respiro hondo y señalando a la palabra “moro”, le digo algo así como: “¿Te parece que aquí usemos la palabra ladrón, en vez de moro?”. Y eso que ya ni yo misma sé qué quiero decir con ladrón, porque estoy en un plan Robin Hood de agárrate y no te menees. El caso es que el niño me mira por encima de la gafa como con sorpresa y me hace la pregunta del millón: “¿Por qué?”. Mi yo justiciera flaquea por momentos preguntándose: “¿Habrá visto este niño en su colegio del Opus, su casa en la Gran Vía, su segunda residencia en Mallorca o su club de golf, alguna vez a una persona con fenotipo diferente al suyo?”. En seguida me pego dos tortas: “¡Claro que sí! La trabajadora del hogar que les hace esas lentejas de chuparse los dedos.” No sé muy bien qué decirle al niño de marras, así que tiro por algo simplista: “Porque no queremos crear prejuicios racistas que hagan pensar a tus compañeros de clase que las personas magrebíes, roban con navajas”. Esto es una respuesta de mierda. Pero ya he dicho antes que no sé mucho de casi nada. El niño me observa como si le hablara en esperanto. “¿Eso qué es?” Yo: “¿Cuál?” “Racista. ¿Qué es?” Eh…¿¡quién me mandará a mí!? “Racista es alguien que generaliza o trata diferente a personas, por ser de otra raza diferente a la suya. Y normalmente no suele ser para bien”. Por dentro rezo a la virgen de H&M para que no me pregunte qué es “raza”. Y entonces me suelta: “¿Y lo otro qué es?”. Yo: “¿Cuál?”. “Lo otro que has dicho. Ma…algo”. Pienso y me cago en mi estampa por ser tan bocazas. Doy gracias a Mafalda, por haber tenido la iniciativa de hacer aquel curso sobre Historia del Islam. Un saludo para Itzea, la profe. Me armo de valor, y respondo: “¿Magrebíes?” “Sí”. “Mmmmm…Magrebíes son las personas que han nacido o viven en el Magreb, que es una zona del norte de África. Los países del Magreb son Marruecos, Argelia, Túnez… ((eh…¡¡¡por favor, que deje de hacer preguntas!!!))”. Su respuesta es de cajón: “No entiendo”. Me toca meterme en el barro y salir de esta como buenamente pueda: “Magrebíes es el nombre no despectivo para las personas que tú acabas de llamar moras. Se dice magrebíes, no moros”. Su contestación no puede ser otra que: “¡Pero si todo el mundo dice moros! ¡Son moros!”. El niño tonto no es. Eso está claro. Y razona que da gusto. Y está perfectamente programado. Yo no sé muy bien por dónde salir y miro la hora. Me he pasado. Tenía que haberme ido hace un rato. Y como resulta que yo hoy por hoy trabajo por dinero, decido que me piro y ya pelearé esa batalla en otro momento. Mientras me quito las gafas y las meto en su fundita: “Mira, ya se ha pasado la hora y me tengo que ir. Quita la palabra moro y pon ladrón. Porque moro o no moro, nos da lo mismo, lo que importa para tu historia es que es alguien que os intentó robar. Además, deja de llevarme la contraria, que es el mes de la obediencia. Lo dice tu agenda”. No lo duda ni un instante, borra “moro” y pone “ladrón”. Yo salgo de esa casa como alma que lleva el diablo con sensación de inutilidad y confusión. Una cosa es ser mediocre y no cotizar. Otra cosa es ser una cutre de mierda. En fin. Por un puñao de euros la hora, ¿qué esperan? Y sobre todo, habiendo estudiado en centros concertados clasistas y en la sacrosanta Universidad de Deusto, ¿qué leches espero yo?

 

Nuria Frago

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