Cuajaní

Cuajaní

Daysee acaba de preparar el café. Humea sobre la cocina de queroseno y su aroma flota a nuestro alrededor. Lo olfateas y es como bálsamo para el alma. El café cubano es negro, fuerte, pero lo endulzan con el espeso azúcar de caña. Hacen lo mismo con el dificultoso día a día, con el reto cotidiano de sobrevivir a una crisis endémica.

07/07/2011
Daysee Amador fotografiada por Iñaki Mendizabal

Daysee Amador fotografiada por Iñaki Mendizabal

“¿Quieres un buchito?” Daysee Amador acaba de preparar el café. Humea sobre la cocina de queroseno y su aroma nos envuelve, nos empapa. No es solo una sensación física, porque algo tiene de bálsamo para el alma la pócima negra. El café cubano es prieto, fuerte con notas cítricas, pero lo endulzan con el espeso azúcar de caña. Con el día a día hacen otro tanto, y afrontan el reto de sobrevivir a una crisis endémica haciendo un chiste de cada dificultad, y así, cada contratiempo se eleva a la categoría de chisme o cuento.

Daysee saca las minúsculas tazas y sirve despacio; luego enciende un cigarrillo y se sienta con los codos anclados a la mesa. Viste toda de blanco -como los babalaos-, habla claro y no vacila ante ningún tema, le apetecen todos. Menos los chismes. El delicado líquido la ha desvelado, y arranca con lo trascendente: “Mira, yo tenía compañeros que eran la vanguardia de las juventudes comunistas, y ya no tienen esa convicción. Dicen que se van de esta mierda, que renuncian, pero yo no les entiendo. Uno puede evolucionar, pero hay cosas que están muy por encima de todo eso: la fidelidad a los principios que nos inculcaron y en los que creemos, sin dejar de ser críticos y de reconocer los errores que se han cometido durante estos últimos 50 años. Aquí cada cual tiene que cumplir su función social. El socialismo es eso”.

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Amador es licenciada en Literatura y Lengua Española y conoce a la perfección los entresijos del método educativo de Cuba. Ella fue beneficiaria y víctima de ese sistema. “Lo valoro mucho, aquí nadie se queda sin estudiar -apunta-, y ese es un gran triunfo de la Revolución. Cuando entré en la Universidad pensé que era el sistema perfecto. Estudié para ser profesora, pero cuando me gradué, decidí apuntarme a los Servicios Sociales, y ahí es donde vi que en la práctica la teoría que nos habían enseñado se desvirtuaba un poco”, y levanta los párpados para exhibir sus ojos pardos, que parecen haber absorbido el color del grano torrado. “Participaba en tertulias y en otros eventos –prosigue-, y me di cuenta de lo poco que sabía. De Vargas Llosa, por ejemplo, no sabía nada. Aquí siempre ha sido un autor censurado, o, como poco, ninguneado. En la Universidad algunas cosas siguen siendo de ese modo”.

El café conversador ha surtido efecto. Daysee exprime el cigarrillo y se relaja para hablar de sí misma: “No dejo de sentirme patriota. Algunos se han ido, y los respeto, pero yo no, yo me quedo. ¿Por qué habría de irme de mi país si mis raíces y mi idiosincrasia están aquí? ¿Por tener más libertad? En definitiva, ¿qué es la libertad? ¿Libertad de qué? ¿Para qué? ¿A cambio de qué? Ese es un concepto muy amplio y muy difuso. Conozco gente que se fue a la yuma y ha regresado sin nada. Han perdido hasta la dignidad”.

Daysee trata de captar algún punto de inspiración fuera de la cocina y mira hacia la ventana. Desde allí vemos trabajar a su hermano, carpintero como su padre, y más allá se vislumbran las grandes palmas y mogotes que salpican el paisaje rudo de Viñales. “Hay personas que quieren cambios, pero a nivel personal, no a nivel social –prosigue-. No piensan en los demás, en la sociedad, en el país. Siempre hay que guardar unos principios éticos que yo considero básicos. Por ejemplo, el no dejar desprotegidas a las clases bajas, y menos ahora que se están creando clases sociales aquí, en Cuba. Eso también lo ha tenido en cuenta la Revolución. Algunos no valoran los logros revolucionarios, pero mira, yo llevo ocho meses sin trabajar y no he dejado de comer ni un solo día. Además, puedo dejar que mi hija salga de noche y no tengo que preocuparme por lo que pueda pasarle. Tenemos atención sanitaria gratuita y seguridad social. Son grandes logros que no todos los países con muchos más recursos que el nuestro han alcanzado”.

La profesora parece dudar durante unos segundos, pero vuelve a la carga con la misma convicción: “Pues bien, démosles posibilidades de realizarse a esas personas que sólo piensan en ellas. De acuerdo, hay que darle alas a la iniciativa privada, abrir las expectativas de cada cual. En cierto modo, ya se están viendo los cambios; ahora todo es más holgado. La libertad de expresión de los escritores, por ejemplo. Pueden expresarse con libertad, siempre respetando el marco en el que viven, porque también los hay que despotrican por gusto. Algunos hablan de libertad, de democracia, pero yo digo que esos dos conceptos son muy relativos en todas partes del mundo. Eso lo podemos constatar en los Estados Unidos y también en la propia Europa. Y no, no se salva nadie”.

La Revolución hizo soñar a muchos cubanos pero dinamitó otros tantos sueños, entre ellos los de esta mujer fuerte que cuida de sus dos hijas, Adriana y Malena. “A mí me hubiera gustado actuar, vivir de la interpretación, pero por aquel entonces, el Gobierno priorizó y fomentó la creación de escuelas en el campo, buscando lograr el vínculo entre el estudio y el trabajo, y ello trajo como consecuencia la necesidad de forjar nuevos maestros y profesores. Opté por ello, me comprometí con mi país y no me arrepiento”. De vez en cuando actúa en Casas de Cultura, pero le hubiera gustado dedicarse a ello. “Otro de los sueños que me quedan por completar es el de viajar, el de conocer mundo -señala-. Siempre he leído mucho y a través de la imaginación he viajado a lugares insospechados, pero no es igual cuando puedes hacerlo por ti misma. Quiero viajar, para después regresar. Mi vida está aquí y aquí me siento bien, pero nunca está de más aprender de otras culturas, contrastar visiones e ideas”.

Daysee sacude el paquete de cigarrillos y apresa uno; lo enciende con un mechero rojo con forma de bolígrafo. Su mirada se refugia en la primera bocanada de humo y nos quedamos en silencio, escuchando el quejumbroso sonido de una sierra mecánica. Libera otra bocanada blanca y me propone una cita: “Puedes quedarte a cenar. Cada noche de luna llena nos vamos a Cuajaní, un lugar donde hablamos, recitamos… Cada uno hace y dice lo que quiere. Hoy hay luna llena, puedes venir con nosotros”.

*

Vista del anochecer en los mogotes de Viñales./ I.M.E.

Vista del anochecer en los mogotes de Viñales./ I.M.E.

Cuajaní es un prado irregular ubicado al lado de la carretera secundaria que une Viñales con la comunidad de Moncada; se encuentra a dos kilómetros del centro del pueblo. La hierba, espesa y tumbada, sirve de acomodo para los grandes pedruscos de caliza, que se alzan como altares naturales en medio de la campiña. Media docena de grandes palmeras hacen las veces de cortinilla en este pequeño trozo de tierra que tanto significado guarda para los miembros de la familia Amador. Cada noche de luna llena se reúnen allí para disfrutar del silencio del campo y para intercambiar sensaciones y opiniones de toda índole.

Son veinte minutos de caminata lenta en la que se habla de lo cotidiano, de la hermosura de una noche mágica, de la luz temblorosa de la luna, o se bromea sobre las sombras amorfas que proyectan los arbustos. La expedición es heterogénea. La cuadrilla la forman la propia Daysee, su hija Adriana, las amigas y amigos de su hija –Lady Marian, Gisel, Julio y Miguel-, el artista local Ebenecer, dos vascos enamorados de Cuba –Gurutze y Jonni- y un invitado quisquilloso que a cada rato saca su taco de notas para registrar lo imposible: el hechizo de una noche vaporosa.

El grupo llega hasta el prado y tras sortear la valla de alambre todos se sientan en círculo sobre el césped frío y rugoso. Alrededor se distinguen bien los perfiles del campo viñalero, los montículos y los bohíos, los viejos caminos, las vaquerías y los secaderos de tabaco. Habla Daysee, que toma la batuta de la liturgia nocturna: “Jonni, toca una pieza mientras cada cual dice algo. Aquí todo el mundo tiene que decir algo, sea una poesía, sea un deseo… lo que nos apetezca”. Jonni sonríe y abre su maletín negro; saca una flauta y se la lleva a la boca. El instrumento brilla bajo la luz de la luna y las primeras notas suenan a sacrilegio. Poco a poco, nos vamos acostumbrando, y Jonni pone banda sonora a un encuentro cálido. Adriana coge el testigo de su madre para decir que quiere seguir con salud y terminar sus estudios. Lady Marian pide otro tanto, aunque deja un apunte de nostalgia: “Me gustaría aprender a tocar el piano, pero lo veo difícil”.

Jonni guarda la flauta en la chaqueta y señala a la economía y a las leyes del mercado, ofreciendo una solución original a la crisis: “Yo pintaría los billetes. Cada año los pintaría de un color para luego quemarlos el 31 de diciembre. Los billetes del año anterior no valdrían el siguiente, y así siempre”. El músico recupera la melodía y Gurutze acepta el reto de la palabra: “A mí me gustaría que se acabaran todas las injusticias del mundo y acabaría también con todas las fronteras. Pido que se erradique el hambre y ruego por África, un continente que está sufriendo mucho”. Buenos deseos para una noche que empieza a enfriarse. Los congregados se abrazan o se acurrucan bajo sus finos jerséis.

Julio y Miguel prefieren calentarse ‘a lo cubano’, se levantan y piden a Jonni que les acompañe. Este accede gustoso y le saca chispas a la flauta. Julio y Miguel empiezan a bailar sobre la hierba. Es un hip-hop nuevo, una mezcla guajira de distintos bailes y acrobacias, y cada cual improvisa su tumbao. Se están divirtiendo pero no logran distraer a Daysee, que sigue inmersa en la invisible órbita de sensaciones que rodea el círculo. “Yo quiero recitar una poesía”, dice, y suelta algo de su cosecha: “Explotarán las bombas en el aire/ para formar arco iris de flores./ Bajarán las armas a la tierra/ para ser sepultadas./ Sólo un fusil disparará palomas veloces./ El mundo será entonces tan grande/ que no lo podremos abrazar”. Las palabras impactan, y nos quedamos callados.

El campo parece vacío de todo; solo las chicharras se muestran ajenas al ritual. Es el turno de Gisel, que se encoge de frío y que guarda un calculado silencio antes de proferir su deseo. La chica se frota los ojos, se aparta el pelo de la cara y lo dice: “Yo… yo quiero que se seque el mar”.

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