Huevos crudos

Huevos crudos

Alejandro lleva la marca de la aflicción estampada en el semblante y le cuesta mirar de frente. Habla a intervalos cortos, casi sin mover los labios, y después deja caer sus silencios como si fueran bombas de racimo. El hombre, pequeño y chupado de hombros, camina por las largas y cuadriculadas calles de Cienfuegos buscando permanentemente la sombra, alcanza el pomo de su puerta, mete la llave y abre para esconderse en su ajado refugio. Dentro huele a café recién hecho, un olor que tiene el asombroso poder de dotar de personalidad a una casa anodina. “¿Lo quieres fuerte o suave?”. Es una invitación al relajo.

30/12/2010

Huevos crudos

Alejandro lleva la marca de la aflicción estampada en el semblante y le cuesta mirar de frente. Habla a intervalos cortos, casi sin mover los labios, y después deja caer sus silencios como si fueran bombas de racimo. El hombre, pequeño y chupado de hombros, camina por las largas y cuadriculadas calles de Cienfuegos buscando permanentemente la sombra, alcanza el pomo de su puerta, mete la llave y abre para esconderse en su ajado refugio. Dentro huele a café recién hecho, un olor que tiene el asombroso poder de dotar de personalidad a una casa anodina. “¿Lo quieres fuerte o suave?”. Es una invitación al relajo.

Saca dos tacitas del tamaño de un dedal y las coloca en una mesa coja de madera. Sirve el café, negro y caliente. “La Revolución… Yo fui revolucionario como el que más. Crecí con la Revolución y me hice hombre con ella. Sentía que ese era el camino que debía tomar Cuba y creía que podíamos dar ejemplo a todo el mundo. Socialismo o muerte, eso era lo que pensaba yo hace años. Creíamos que todo lo que hacían nuestros dirigentes era bueno para el pueblo y les ayudamos a implantar una política fuerte que pudiera erradicar el capitalismo y evitar que los yanquis se apropiaran de nuestro país. Muchos fuimos cómplices, otros simplemente se callaron. Pero las reformas no siempre dieron los frutos deseados y la disidencia creció y pronto pasó a ser traidora”. Hace una pausa y sus ojos se hunden en el hueco oscuro de la pequeña taza de café. “Cuando alguien me hablaba de salir para la yuma (al extranjero) me hervía la sangre. Para mí eran traidores a la patria y no merecían más que nuestro desprecio”.

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Alejandro hace otro alto en el camino de la memoria y se mira las manos; se queda observándolas durante algunos segundos. Las tiene largas y huesudas, llenas de manchas blancas. Parecen guantes de látex sucios. Alza los ojos hasta la mesita y vuelve a abrir la caja de los recuerdos. “Aquí la gente se marchó para La Habana, mucha gente. Querían tirarse a la mar y llegar hasta Florida. Estaban cansados del arroz y de los frijoles, del puerco frito y de la malanga, cansados de tanto padecimiento. Y otros estaban cansados de esperar. En Cuba habrás escuchado miles de historias acerca de los balseros, seguro, tremendas historias, duras, te habrán contado de todo ¿no?”. Asiento con la cabeza. “Hay un cuento que se escucha mucho. ¿No te han contado la historia de los huevos crudos?”, insiste él. Había oído hablar algo de esa triste historia, una extendida leyenda urbana que cambia en función de quien la cuenta, pero quería los detalles y Alejandro parecía estar dispuesto a desvelar algo nuevo.

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“La gente se fue para la yuma, ya tú sabes, y a los que se quedaron les iban lanzando huevos por la calle. Lo hacían llenos de furia, enrabietados, y los llamaban traidores, comemierdas, xingaos. En Cienfuegos también pasó. A un maestro le echaron de todo, le dejaron el cuerpo lleno de mierda. El hombre no hacía nada por esquivar los huevos y bajaba la calle con la cabeza bien agachada. La gente se ensañó con él, lo fusilaron”.

De repente Alejandro parece sofocado y expira con fuerza un par de veces, como si le faltara el aire. Se acerca el pequeño ventilador a la cara y prosigue. “Eso fue en el 94. Pasaron los años y el mismo profesor regresó a Cienfuegos, se fue para la casa de uno de los que le habían lanzado huevos y le compró una docena. Se los compró y se marchó sin decir nada”.

El hombre me mira y esboza una sonrisa preñada de melancolía. Se queda callado un rato; parece rumiar todas aquellas vivencias. “Nosotros nos quedamos y ellos se fueron, nosotros somos los patriotas y ellos los traidores. ¿De verdad que no has oído esa historia en alguna parte? A mí me han dicho que la han escuchado hasta en Guantánamo. Cada cual tiene su versión y por lo que me han dicho cada uno la cuenta a su manera, disponiéndola en La Habana o en Holguín, en Camagüey o en Santa Clara, según convenga.

Pero yo sé que fue aquí, en Cienfuegos, aunque pudo repetirse en otros lugares, en otras cuadras (calles), porque aquel maestro era mi hermano y yo fui uno de los que le lanzó huevos crudos a la cara, le llamé pinguero, comemierda, traidor, descarado, capitalista, yanqui, maricón… le llamé de todo, y años más tarde regresó para comprarme una docena de huevos crudos. No pude decirle nada, no me salían las palabras, asere, y el tipo se marchó como vino, en silencio. Pagó en dólares convertibles y se fue en silencio”. Un hilillo transparente brota de los ojos del hombre, rodea su nariz, bordea el labio marchito y gotea en el mentón.

Alejandro apenas sale de casa. Se refugia en un saloncito estrecho, devorando los canales de Miami. Procura esconderse de los demás, pero no acierta a esconderse de sí mismo.

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