Histeria, vibradores y la mística del pene duro

Histeria, vibradores y la mística del pene duro

A Rachel Maines, un libro sobre el orgasmo femenino le costó su puesto en la universidad. Explicaba cómo la comunidad médica negó durante varios siglos la importancia del clítoris en la sexualidad de las mujeres, y el papel que en ese fraude científico jugó una enfermedad confusa: la histeria.

Texto: María Ptqk
13/12/2010

Histeria

En 1999 la historiadora Rachel P. Maines escribió un libro tan valiente sobre el orgasmo femenino que le costó su puesto en la universidad. En realidad, tampoco era para tanto. Sólo relataba, amparada en abundante documentación científica, el modo en que la comunidad médica negó durante varios siglos la importancia el clítoris en la sexualidad de las mujeres y el papel que, en este fraude científico, jugó una enfermedad confusa que todavía hoy conocemos con el nombre de histeria.

El libro en cuestión, con el que Maines salió de la academia para entrar en la historia del ensayo feminista, y que once años después de su publicación acaba de ver la luz en castellano en la editorial milrazones, es La tecnología del orgasmo. La histeria, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres,  un recorrido por la genealogía del vibrador y su problemática relación con el modelo de sexualidad androcéntrica.

Según los registros de la historia médica, las primeras máquinas vibradoras aparecieronn en los gabinetes médicos en la segunda mitad del XIX para tratar a las mujeres con problemas de nervios, apatía, anorexia, frigidez y una extensa colección de patologías englobadas bajo el oscuro paraguas de la histeria. Algunos textos del Renacimiento ya incluían indicios de que los “masajes rítmicos en la zona vulvar” aliviaban el malestar psicológico de muchas mujeres pero los especialistas médicos se resistían a aplicarlos argumentando que, además de “tediosos y difíciles de aprender”, les exigían “demasiado tiempo”. Durante siglos, the job nobody wanted (el trabajo que nadie quería) como lo llama Maines, recayó en las comadronas a las que, por su condición de subalternas, se les atribuían las tareas que sus superiores varones no tenían tiempo o ganas de realizar.

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Esta situación cambió  con la llegada de la electricidad y, con ella, de aparatos masajeadores que automatizan la terapia: “mientras que un experto manual no puede superar las 300 vibraciones por minuto, el masajeador eléctrico propociona hasta 3000”. En unos años, el trabajo que nadie quería realizar se vuelve maquínico, rápido y rentable y el vibrador alcanza un éxito rotundo: por fin, la enfermedad más extendida entre las mujeres burguesas se puede resolver en unas pocas sesiones de varios minutos. Desde entonces y hasta los años veinte, se multiplicaron los modelos, los sistemas de aplicación y los tratamientos combinados que completan el vibrador eléctrico con duchas localizadas en la zona genital. Las esposas de la nueva clase pudiente acudieron en masa a los balnearios y la comunidad científica se rindió a los beneficios de la hidro- y la ritmo-terapia.

Según la doctrina científica de la época, lo que les ocurría a las mujeres cuando se les aplicaban esos milagrosos masajes vulvares, no era un orgasmo sino una reacción denominada “crisis histérica”, caracterizada por reacciones como “pérdida momentanea de la conciencia, enrojecimiento de la piel, gemidos, contracciones uterinas, espasmos musculares, secreción de fluidos vaginales, en algunos casos llanto o risa, y sueño”. Es decir, que en todos esos años en ningún momento se consideró que el vibrador fuera un utensilio sexual (a diferencia del espéculo que, curiosamente y pese a que su aplicación dista mucho de ser placentera, sí levantaba suspicacias entre los maridos y los propios médicos).

¿Cómo es posible que estos científicos, que se presume eran hombres de su tiempo, no identificaran esos síntomas con el orgasmo femenino? Seguramente porque no estaban en condiciones de asumir lo que eso significaba. El éxito terapeútico del vibrador parecía sugerir que las mujeres anorgásmicas (que no tenían orgasmos con sus maridos) en realidad no lo eran puesto que con los masajes sí que los tenían. De confirmarse esta hipótesis, había que aceptar que la relación entre el placer de las mujeres y la penetración coital era cuanto menos dudosa y que todas las teorías sobre la sexualidad femenina formuladas desde Hipócrates eran un error. O dicho de otro modo: que el pene nunca volvería a ser lo mismo.

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La histeria, como enfermedad paradigmática que reúne todos los males de la primera mujer moderna, funcionará durante mucho tiempo como un dique de contención para evitar comprender la verdadera naturaleza del placer femenino. El hecho de que el orgasmo no coital y la crisis histérica se manifiestaran de la misma manera -“gemidos, contracciones uterinas, espasmos musculares, secreción de fluidos vaginales”, etc.- no ponía en cuestión ni el concepto de histeria ni la idea que se tenía sobre el orgasmo de las mujeres sino que, por el contrario, servía para reforzar el argumento de que todas las formas de placer que no tuvieran su orígen en la penetración (y habría que añadir: heterosexual) eran el síntoma de una patología.

La teorización de la histeria alcanzó su cénit con la obra de Freud que, reforzando esta idea, distinguió entre dos tipos de orgasmo: el vaginal, considerado como natural y propio de mujeres sanas y maduras; y el clitoridiano, característico de las inmaduras y las desviadas. La innovación de Freud consistió en señalar que este otro tipo de orgasmo -clitoridiano o histérico- no obedecía a causas fisiológicas como se creía hasta entonces, sino de orden mental.

“El orgasmo femenino y el modo de provocarlo eran y son anómalos tanto desde un punto de vista biológico como político y filosófico. Situado en el frágil epicentro de las relaciones heterosexuales, la cuestión potencialmente desestabilizadora de la mutualidad en el orgasmo se trasladó a un campo neutral y satanizado en el que la sexualidad femenina se representó como una patología y el orgasmo femenino, definido como crisis histérica, era producido clinicamente como una terapia legítima. Lo que después Foucault llamó la “histerización del cuerpo femenino” ha sido una manera de proteger y reforzar el patrón androcéntrico de la realización sexual”, explica el libro.

Los vibradores no empezaron a salir del ámbito médico hasta los años veinte cuando, con la llegada del cine, fueron utilizados en algunas películas eróticas con fines ya abiertamente sexuales. Durante las décadas siguientes sobrevivieron camuflados como pequeños electrodomésticos de uso personal para el ama de casa, anunciados en las revistas femeninas. Por fin en los años setenta, el movimiento feminista los reivindicó públicamente como lo que son y les devolvió la dignidad que merecen que, en opinión de la sexóloga, médico y psicoterapeuta Helen Singer Kapaln, no es ni más ni menos que la de constituir “el único avance significativo en la técnica sexual desde la era romana”.


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